Palabras que no dicen nada
EN UN ESTADO occidental de los que denominamos “del Bienestar” está claro que la crisis económica mundial ha afectado a ricos y pobres, si bien no de la misma manera, sí se han visto alcanzados en mayor o menor medida por las consecuencias del descalabro económico.
No voy a analizar cuáles han sido las causas de dicha crisis, pero sí cómo he vivido yo la situación económica en los últimos 15 años.
Por mitad de los años noventa, cuando la vida de muchos de nosotros se enfocaba en una u otra dirección, nos tocó elegir si seguir estudiando o trabajando. Muchos de los que decidimos estudiar una carrera universitaria, llevábamos una vida “regalada” en casa de nuestros padres, nuestra única ocupación era seguir sacando las notas lo suficientemente buenas como para pasar de curso universitario. Por el contrario, nuestros ingresos eran más bien escasos y, si queríamos algún gasto extra, debíamos buscar algún trabajillo temporal y con pocas horas que nos permitiera compaginar los estudios y las horas laborales. Así, apenas teníamos para irnos de copas y comprarnos alguna camiseta nueva cada temporada.
Al otro lado del camino, siempre visibles, estaban aquéllos que decidieron ponerse a trabajar. Pronto los vimos vinculados a muchos puestos de operario, pero algunos de ellos con salarios astronómicos, dependiendo del sector en el que trabajaban. En España no era raro ver a simples albañiles o a fontaneros subidos encima de vehículos Audi o Mercedes, porque con el boom de la construcción sus salarios doblaban la media de cualquier otra persona que trabajara en un almacén de fruta, en una fábrica de muebles o como oficinista.
Con el paso de los años, unos fuimos terminando los estudios y saliendo al mercado laboral con contratos precarios y malamente pagados, muy preparados, con cursos de postgrado y masters, con idiomas y estancias en países extranjeros, pero siendo, al fin y al cabo, el chico de la fotocopiadora o la chica del café y los bocadillos. Los otros, los que llevaban trabajando ya tiempo, ascendían económicamente y podían permitirse construirse su casita particular con piscina y jardín y seguir llevando una vida desahogada, con sus hipotecas concedidas al 120% del valor de la vivienda y pagando préstamos elevadísimos con sus sueldos elevadísimos.
Pero llegó la crisis y los castillos de los cuentos de hadas derrumbaron sus paredes de azúcar y galleta para darnos cuenta de que las galletas estaban rancias y el azúcar plagado de hormigas. En muchos países, el sistema económico se había basado en falsas pirámides hechas de puro aire, en otros, era el sector de la construcción lo que sostenía el crecimiento y en ninguno de esos países se habían potenciado otras salidas económicas al mercado. Así, como en un inmenso castillo de naipes que se derrumba, todo el occidente del Bienestar se vio inmerso en una vorágine de cartas que se caen y arrastran a otras consigo.
Ahora hay muchas familias cuyos progenitores se dedicaron al puro empleo, sin estudios, que ya no tienen casa, ni tienen coche, porque los bancos se han quedado con ellos, como medio de un pago mucho inferior al que debería corresponder, y hay familias enteras abocadas a vivir en casa de los padres de nuevo, conviviendo no una, sino dos o tres familias, en pisos antiguos y pequeños, malviviendo con un solo salario hasta 8 ó 10 personas y todos sumidos en el más puro desempleo.
Otros, los que estudiaron, tampoco tienen un futuro inmediato mucho mejor, puesto que entraron a la vida laboral más tarde, cuando el empleo ya era precario y miserable y muchos aún conviven con sus padres por no poder acceder a un alquiler o a la compra de su propia vivienda. Pero es cierto que están mejor preparados y pueden optar a puestos de trabajo en los que se requiere una cualificación determinada que los otros no tienen.
Durante años la sociedad del Bienestar nos ha bombardeado con imágenes de felicidad irreal, dándonos a entender que sólo se es más feliz con el coche más grande, con la casa con mayor piscina, con la bañera de hidromasajes más burbujeante del mercado. Y, así, hemos ido cayendo en las redes del consumismo puro y duro, en el que no hay mes en el que no nos compremos una camiseta nueva o vayamos a cenar a terrazas y bares. Lejos quedan los tiempos de ser hormiga y ahorrar para el futuro, ahora somos más cigarras que viven el presente, el aquí y ahora, sin pensar en las consecuencias de las decisiones que hemos ido tomando a lo largo de la vida. Y es que hay que ser consciente de los propios límites de cada uno, personales y económicos, para poder hacer frente al futuro incierto que siempre nos espera. Nada es cómo se soñó con 20 años, nada será como imaginamos en su momento, porque la vida siempre tiene ese toque de imprevisibilidad ante el que debemos guardarnos las espaldas.
La moraleja de todo esto es la siguiente: debemos dejar de pensar con el criterio publicitario del consumismo, dejando de ser, como en la fábula, esa cigarra que nada guarda y ser más hormiguita que conserva alimentos para el invierno.
Nada bien se hace uno mismo cuando no piensa en el futuro, cuando queda deslumbrado por el lujo y el oropel y no se da cuenta de que todo es cíclico, como la rueda de la vida, que nada hay permanente (salvo la muerte) y que a todo volvemos. Las prisas y lo inmediato, como dijo alguien sabio, hacen daño al entendimiento, y a veces debemos pararnos y pensar si estamos tomando la decisión acertada, decisión que puede ser crucial para el resto de nuestras vidas.~
Triste panorama: lo que consiguió la crisis fue “democratizar” la precariedad. Buen texto.
Al final carajo estamos jodidos ¿ por donde carajo?. Gracias el texto esta de lujo
Nunca mejor dicho, el consumismo genera sueños con un complicado mensaje compuesto de “palabras que no dicen nada”. Está muy bien hecho que este artículo y Vozed en general lo hagan patente y visible.
Enhorabuena Ma. Eugenia por llegar a Vozed, buen artículo.