El castillo de If: Tinta sobre tinta sobre tinta
Un texto de Édgar Adrián Mora
ALEJANDRO PANIAGUA ANGUIANO (Ciudad de México, 1977) construye, en Tatuajes de un mexicano herido (Fá, 2018), una cartografía rica en imágenes y tropos que conducen al lector a través de diversos sobresaltos. Tal riqueza de imágenes sólo puede abordarse con un intento de discernir qué se oculta detrás de ese mar de tinta de colores variados en donde los granates, la luz de los televisores en ruido blanco y la niebla son protagonistas.
El volumen presenta una riqueza de perspectivas y temas que, sin embargo, se organizan a partir de un aspecto: las distintas formas de violencia. Este elemento irrumpe aquí y allá de formas obvias (armas blancas penetrando cuerpos, puños furiosos hendiendo rostros, ametralladoras hiriendo el silencio), pero también de formas más sutiles y prolongadas (las batallas familiares, amorosas y nacionales).
Así, acudimos al parricidio imposible debido al complejo de Juan Preciado. La vista de un padre cuestionable o incluso aborrecible, pero de quien se busca la aprobación. Una aprobación que raya en lo divino.
La hipérbole y el animismo se combinan en imágenes que funden la cultura pop, el capitalismo corporativo y el impulso de muerte. El consumo nos consume, parece decir el poeta. No somos más que mercancía para la mercancía.
Los videojuegos, por ejemplo, aparece como la fuga perfecta para eso que denominamos la vida real, la existencia como un videojuego en donde sólo contamos con una sola “vida”. El mundo real es un fatality interminable.
A pesar de ese acercamiento a la cultura pop, Paniagua no renuncia a invocar al canon clásico, a resignificarlo en esta época. La Ilíada y La Odisea se insinúan como los relatos que, incluso más que La Biblia, nos han permitido pensar a la humanidad y sus preocupaciones como algo intemporal.
La guerra como el motor de la Historia aparece en estos versos convertido en un acto circense. Globos que estallan como el ego de generales derrotados. Al final, la calma y el silencio de la ausencia de la sangre. Al final, la oscuridad y los aplausos.
De las guerras colectivas a las guerras particulares saltamos de un poema a otro. En un país de feminicidios, el poeta dirige su mirada, una atroz, hacia la muerte anunciada de una víctima de maltrato. Oliva y Popeye son la alegoría arrancada del mundo fantástico de los dibujos animados para convertirse en protagonistas de una muerte anunciada. Oliva a expensas de Popeye, el marino enfurecido cuyas espinacas lo orillarán, en cualquier momento, al crimen.
En la alegoría de los cuerpos abatidos, miramos de improviso a un hermano de la clica, una clica que es el país entero. Tatuajes que son marcas de identidad sobre un cuerpo que es alegoría de nuestro cuerpo. La Lupita, La Madre, el AK47, el “que sea lo que Dios quiera”. La sangre que se vacía de un cuerpo que es sino la patria agonizante.
Esta tensión es parte fundamental de la propuesta de Paniagua, vida y muerte. Eros y Tánatos convertidos en los cañones de la misma escopeta. Uno escupe destrucción y fuego, el otro dulces, espejismos y luces.
Esa mitología contemporánea da paso a la deificación de lo cotidiano. Mitología de nuevos objetos, relaciones absurdas mistificadas. Un nuevo Olimpo hecho de pantallas planas y maratones de Netflix.
Y, frente al parpadeo de esas pantallas, asistimos a la crónica de los días que experimentan los solitarios. Películas de ficheras, porno, sueños. Todo el consumo de anestésicos antes de jalar el gatillo o asistir a la cita con la horca.
La memoria retorna a lo primigenio, a las batallas prehispánicas de guerreros tigres, jaguares y águilas. Guerreros que se mueven majestuosos al ritmo de los narcocorridos y prestos a dejar hermosos cadáveres como pasto para la putrefacción.
Los que no mueren, los sobrevivientes, van a otros espacios, a otros mundos en donde la batalla continúa. Los hospitales convertidos en sitios para la redención, los fármacos como las vías a los reinos místicos de la Nada. Un cuerpo quemado que se ilumina y un ansiolítico en odisea neuronal fulminante son vecinos de cama.
La tierra tiembla entonces, llegan los sismos que cimbran la existencia. Muros que son cuerpos, que son obstáculos, que son silencio. No hay escapatoria. La muerte siempre nos espera al regresar del sueño.
Y entonces el canon, los fantasmas de los gigantes retornan a los versos. La sombra de Shakespeare recorre las murallas de pixeles, terabytes y torneos en línea. To play or not to play, to kill or not to kill. Ese es el chingado dilema.
Y detrás de Shakespeare, Alighieri levanta la mano y nos llama a seguirlo en su descenso. Los versos son círculos que conducen a los infiernos hechos de ceguera, de locura, de rutina. A todos los/nos atormenta el demonio que habita tras sus/nuestros ojos.
Incluso la sensualidad es violenta. El erotismo un arma cargada. En una página se asoman como parte de la serie de consecuencias que desata una relación prohibida, pero a la cual no se puede resistir; en otra página, la sinestesia nos arrebata al percibir aromas que se identifican inconfundibles y que nos hacen cerrar los ojos con deleite.
La locura, la memoria y la vejez clausuran un viaje intenso por las grietas, los orificios, los relieves, los contrastes y el ardor que queda en nuestra piel, en nuestros ojos, después de llevarnos estos versos impresos en el cuerpo y en el alma. Ráyense con la lectura de este libro.~
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