Más allá del muro: «Aquicito» nomas

Un texto de Tanús Simons


 

LO RECUERDO AHÍ, a la distancia, desafiante a pesar del paso de los años. Árido, alto, casi inerte. El cerro Casuarinas observaba a los vecinos de Chacarilla del Estanque remarcando las fronteras. Aquella aglomeración de tierra y roca tenía a sus pies uno de los lugares más adinerados de Lima, ¿y a su espalda? Nadie lo sabía. Desde la ventana de mi habitación solo veía un lado. Para mí, un niño  que vivía en un superficial barrio de la enorme ciudad de Lima, el cerro Casuarinas era más que un límite natural. Lo que había al otro lado era «el más allá».

Me intrigaba conocer lo que el cerro me ocultaba. Para descubrirlo debía caminar cuesta arriba, embarrarme los zapatos, arriesgarme a alguna caída, salir de Chacarilla del Estanque ¿valía la pena? No. Me dediqué simplemente a contemplarlo a la distancia, y él se dedicó diariamente a desafiarme. No acepté el reto debido a un problema de distancia, («el más allá» no estaba tan lejos) sino porque prefería trasladarme a un lugar a 668 km de Chacarilla del Estanque: Moyobamba.

Cada verano viajaba al pueblo de mis padres en la selva peruana. En medio de montañas verdes, acechada por la vegetación y abrazada por el calor, Moyobamba era un espacio común para todos sus habitantes. En la ciudad los ancianos pasaban el día sentados en las veredas de sus casas saludando a todo aquel que pasaba por delante. En las zonas rurales, donde vivían mis abuelos, los niños descalzos perseguían riendo a todo auto que irrumpiera entre la selva. Ni el anciano ni el niño sabían que o quien aparecía en sus pequeños mundos. Sin embargo, los recibían con alegría.

En aquellas visitas a Moyobamba siempre había una excursión a algún pueblo. Siempre también llegaba un momento en que el conductor de turno se perdía entre la selva. A falta de internet y mapas, por entonces el único recurso era preguntar a algún campesino cómo llegar a nuestro destino. Cada año toda respuesta comenzaba con una tierna frase: «Eso está aquicito nomás…». Aquel inicio cariñoso solía esconder maléficas consecuencias para el viaje: Subir y bajar imponentes montañas, atascarnos en largos caminos de barro, sucumbir por horas al calor, entregarnos a los mosquitos…etc. El «aquicito nomás» suponía una distancia más que considerable. Sin embargo, esa simple frase trataba cariñosamente algo distante con la intención, quizás, de atraerlo y acogerlo.

¿Una vida en Chacarilla al margen de «el más allá»? ¿O pensar que todo y todos estamos «aquicito» nomás? ¿Vivir anclado en un barrio de clase media-alta o sentirse parte de algún pueblo de la selva peruana? La mayor parte de mi vida transcurrió en Chacarilla del Estanque pero mi mente dedicó mucho tiempo a evocar Moyobamba. Mi pertenencia, mi identidad,  giraban en torno al pequeño pueblo selvático. Al cumplir los 18 años, si me hubiesen preguntado, habría colocado Moyobamba como lugar de residencia en mi DNI. No fue así.

En ese frío documento de siempre ha estado escrito Chacarilla del Estanque ¿Te puede identificar un lugar en donde has vivido más de 15 años sin conocer realmente a tus vecinos? ¿te puede identificar un lugar en donde has estado más de 15 años sin ver a padres e  hijos jugar juntos en los parques? ¿En donde los muros te han impedido ver las fachadas de las casas aledañas? ¿ En donde jamás has recibido el saludo de alguien que no conoces? ¿En donde existe un «más allá»? Yo no me sentí identificado con aquel lugar en donde se vivía alejando lo cercano.

Para muchos Chacarilla del Estanque implica más que una dirección domiciliaria. Su nombre trae consigo el estereotipo de «pituco», «adinerado», «creído». Etiquetas que obviamente no me representan.

Esa imposibilidad de registrar mi verdadero sentir en mi DNI me frustra, me fastidia. El ardor aumenta aún más ante una pregunta cotidiana y aparentemente inofensiva ¿Dónde vives? Esa frase, en Lima, es más compleja de lo que aparenta. En una sociedad clasista, la pregunta esconde la intención de etiquetarte, juzgarte y creer que ya te conocen lo suficiente. La dirección de la residencia puede ser más importante que el nombre, o incluso más representativo que el número de D.N.I. ¿Qué sucede con los que recién se han mudado a una zona en particular? ¿Qué sucede con los que después de haber respondido la pregunta se mudaron al poco tiempo? ¿Qué sucede con personas como yo?.

Una vez me lo preguntaron cuando empecé a trabajar de periodista a una canal de TV. Tenía 23 años, aún no acababa la universidad y una de las mayores motivaciones para trabajar de reportero era conocer realmente mi ciudad, ir al otro lado de los cerros, conocer «el más allá». Un compañero me lo dijo mientras conducía el automóvil del canal rumbo a una comisión por las calles de Lima. «¿De qué barrio eres?» La pregunta de por sí fue difícil de responder, ya que «barrio» en Perú está relacionado a una espacio de la ciudad donde las vecinas comparten secretos ajenos, las amistades se forjan en la calles y las relaciones traspasan paredes. Chacarilla del Estanque no era un «barrio» ni pretendía serlo. Los vecinos lo llamaban «urbanización» quizás con la idea de darle un aire superior. Y es que en la clase media-alta de Lima el término «barrio» suele estar relacionado a la vulgaridad. Tras dos segundos de silencio le respondí a mi compañero: Soy de Chacarilla del Estanque. Sus ojos se abrieron, su cabeza asintió mientras al mismo tiempo dijo «ahí vive gente de dinero ah». Y claro, a ese comentario, con el paso del tiempo y el aumento de la confianza, siguieron muchas bromas y prejuicios. Él creía que me daba miedo andar por los barrios marginales, pensaba que me daba asco comer en algún mercado del cono norte, dudaba que pueda caminar entre piedras y arena en las zonas más pobres. «Lima no es Chacarilla del estanque» me dijo a modo de reproche, posteriormente uno de mis jefes. Unos cuantos murmuraron «¿Qué hace un pituco, como tú aquí?». Para algunos compañeros  mi respuesta al «¿de dónde eres?» fue más que suficiente.

Un día, recuerdo, me encargaron hacer un reportaje en un cerro a las afueras de Lima. Al llegar a San Juan de Miraflores entendí realmente el término «extrema pobreza». Gente durmiendo sobre arena, sin agua, sin luz. Familias enteras viviendo entre cuatro cartones. Lo único bien construido, con material resistente y fuerte estaba en la cima del cerro, se trataba de una prolongada muralla de concreto que impedía mirar el otro lado. ¿Qué hay más allá?  pregunté al camarógrafo ¿no lo sabías?, se sorprendió. Apoyado en sus hombros pude asomar mi cabeza sobre la fría pared. ¿Lo viste? Me dijo el compañero soportando mi peso. Sí, lo vi. Al otro lado había luz, piscinas, cemento, autos. Las pistas y veredas hacían que la arena sea casi imperceptible. Las casas enormes, en su mayoría, me daban la espalda, y por ende, también al muro que los «protegía» de la pobreza. ¿Qué lugar de Lima estaba ante mis ojos? No tenía ni idea. En ese momento tampoco sabía yo de qué lugar era exactamente. Dudé. Estaba justo en el medio de dos realidades opuestas.

¿Sabían mis compañeros de trabajo como llegué a Chacarilla del estanque? ¿Sabían quién era?.  Yo solo respondí el «¿Dónde vives?» pero para ellos dije mucho más. Bastó mi dirección para que afloren los estereotipos. Si es que la verdadera intención de la pregunta es «¿de dónde eres?» Cabe preguntarse si existe solo una respuesta. Quizás puede haber dos, o tres. O quizás simplemente no hay una respuesta clara.

¿De donde es el escritor Roberto Bolaño? ¿Mexicano? ¿Chileno? ¿Español? Él decía ser un escritor latinoamericano. ¿Podemos nosotros también definirnos en torno a varios lugares? ¿O rebelarnos ante aquello cercano con lo que no nos identificamos? En Conversación en la Catedral, Zavalita es aquel joven de clase alta que decidió rebelarse al poder oligarca que encarnaba su padre, el cual él rechazaba. Ahí apoyado en el muro, ¿era yo un periodista que se sentía liberado de Chacarilla del Estanque y sus estereotipos conociendo el lado pobre de Lima, o era el periodista de alma provinciana que sentía la necesidad de criticar a la clase alta capitalina? Estaba exactamente en el medio de dos extremos de la ciudad.

Mi padre compró uno de los primeros edificios de Chacarilla del estanque. Lo hizo en el año 1992, cuando aquella zona estaba en los inicios de su plena urbanización. Mi padre compró el departamento 302 en una época en la que el terrorismo y la crisis económica había rebajado los precios de las viviendas en Lima a una cifra que dista a años luz del «boom» inmobiliario actual. Tampoco saben ustedes que mi familia es de la selva peruana, que a pesar de haber crecido con ciertos privilegios jugaban con los niños en los pueblos, comían en el mercado y trepaban los árboles de guaba. No saben ustedes, ni aquellos compañeros del trabajo, el placer que me daba escuchar las historias de mis abuelos, tíos y padres e intentar imitarlas en cada viaje a Moyobamba.

Si me cuesta identificarme con la dirección de mi DNI, peor aún lo es con mi sello de nacimiento: El nombre. Hola, soy Tanús. ¿Cómo? Ta-nús. ¿Y de donde es ese nombre? Árabe. Pues se nota, ¿hablas árabe? No ¿Eres musulmán? No. ¿Conoce a los Abugattás del club árabe-peruano? Ni idea. Estás líneas son parte de un guión que he repetido mil veces en mi vida.

Entiendo la sorpresa, ya que  mi nombre no es común en Sudamérica ni en muchas partes del mundo (aunque paradójicamente conocí a un Tanús en San Borja, era el dueño de un taller donde mi mamá arregló su auto una vez). Entiendo, hasta cierto punto, que la gente piense que sé hablar árabe o que soy musulmán. Sin embargo, me molesta que en Lima asocien ser árabe con pertenecer a un club, tener padres relacionados a la industria textil, o conocer a tal o cual familia.

¿Acaso no pudo existir un libanés católico que llegó a la selva peruana en busca de caucho? ¿Acaso no pudo ocurrir que ese mismo árabe, llamado Tanús, aprenda castellano? ¿Acaso no podría suceder que un árabe no coma shawarma y prefiera comer Tacacho [1]? Sí, puede existir, ocurrir, suceder. Aunque mi historia sea compleja,  es real (y no descabellada).

No terminé de contarles la historia. Ahí, apoyando los codos sobre el muro de concreto, descubrí que tenía a la vista Chacarilla del Estanque. Eso significaba que por fin, y sin quererlo, estaba en aquella frontera natural y desafiante que observé durante años. Sí, estaba en el «más allá».

A pesar de la ligera neblina intenté encontrar mi casa y, porque no, aproximarme a la ventana de mi habitación. Una tarea difícil, casi imposible. Estaba mirando el reducido espacio de mi infancia a la distancia, desde una perspectiva jamás imaginada. En el «más allá» Chacarilla del Estanque era apenas reconocible, era una pieza pequeña y sin brillo, un elemento más de la gris Lima. Durante aquella búsqueda me pregunté si habría un Tanús mirando hacia el cerro Casuarinas en aquel momento ¿Por qué no? Nunca había pensado que alguien como yo, un joven de origen árabe y padres provincianos, podía vivir también en aquella urbanización. Me percaté que inconscientemente yo también había levantado un muro, no para dividir clases sociales, sino para encerrarme y protegerme de un falso estereotipo.

Tiempo atrás, haciendo un reportaje en los barracones del Callao (una de las zonas más peligrosas del Perú)  me inserté entre la gente para investigar el crimen de un joven pandillero. Conversé con un grupo de jóvenes del barrio que conocían a la víctima y que al parecer eran de su misma banda. Tras unos minutos de conversación, en los que logré obtener algunos datos, uno de ellos me preguntó: ¿De dónde eres?  Pensé que si les decía que era de Chacarilla del Estanque, además de burlarse de mí, podría intentar robarme. Empujado por el prejuicio mentí. Soy de La Victoria, les dije.  No solo negué mi lugar de residencia, sino que acepté el estereotipo y al mismo tiempo pensé que todos los que viven en los barracones del Callao eran peligrosos. Esos jóvenes podían no ser delincuentes, así como yo no correspondía al «estereotipo» de Chacarilla del estanque.

El muro sobre el Cerro Casuarinas es llamado el muro de la vergüenza. Vergüenza que sentí del lugar donde crecí, un muro que inconscientemente levanté con ladrillos de estereotipos.

Ahora pregunto ¿De dónde eres tú? Pues al final la respuesta es relativa. Lo que me importa es subir el muro y mirarte desde el «más allá». Me interesa intentar reconocerte traspasando esa ligera neblina del estereotipo. ¿Y yo quién soy? Al fin y al cabo, como diría Facundo Cabral en su célebre canción «Ni soy de aquí ni soy de allá». Ustedes y yo, podríamos ser de algún lugar lejanamente cercano o cercanamente lejano… podríamos ser de «aquicito nomas».~

 
[1] Comida típica de la selva peruana.