Las malas costumbres
Un cuento de Mauricio González
CONSIDERO QUE ESTO será así todos los días. Y peor aún, empeorara, a medida que el tiempo pase. ¿De qué me puedo aferrar entonces si todo me parece irrisorio? Sentado en el banco de la vereda soy el hombre que mira el mundo. Su estúpida y lenta progresión. ¿De qué ríen esos niños? Probablemente se burlen de mí.
Tengo tanto para decir que ni siquiera sé por dónde empezar.
A mis noventa años soy un recuerdo que respira cada vez con más dificultad. Dicen por ahí que uno cuando llega a viejo debe disfrutar y descansar por todo lo que ha trabajado y vivido. Dicen también que los viejos son los que más saben pero a mí nadie me viene a preguntar. Creo que la vejez es el verdadero infierno. Soy religioso y creo que dios castiga a aquellos que se han portaron mal en la vida. Lanza sobre nuestros pobres cuerpos terribles enfermedades que no nos matan pero que nos debilitan transformando nuestra dulce espera en una lenta agonía. Este castigo parece imperceptible para los demás pero en realidad está a la vista de todos. El espejo de la vida ajena es nuestra cachetada diaria. Los cuerpos esbeltos, atléticos y sin complicaciones se pasean frente a nosotros. Estables y derechos se sostienen en sus fornidas piernas. Las culpas y pecados de nuestra vida la pagamos con una prolongada vejez. Y si por lo menos, me hubiese vuelto senil, eso sería una bendición, pero no, sigo aquí tan lucido como siempre. Un poco más cascarrabias, lo sé. Pero ese es un atributo que viene con los años. Pero lo que más me molestan de todo ese conjunto de seres humanos repletos de vida son los chiquillos. Esos que se viven riendo y molestando.
Son chiquillos fastidiosos. Están ahí, en la calle, molestando a los vecinos. Insolentes se creen los dueños de la cuadra, y cada tanto, algún auto debe frenar bruscamente para no llevárselos por encima. Juegan al fútbol y gritan y no dejan a uno dormir la siesta. La semana pasada uno de los duendes de piedra que decoran el frente de mi casa apareció roto. Estoy seguro que fueron ellos porque son insolentes y maleducados. Además son groseros porque cuando uno le llama la atención se ríen y miran desafiantes. El problema es que son hijos de vagos que están todo el día en la casa mirando televisión y tomando vino. Y también son negros porque viven en la miseria pero siempre tienen plata para el vino y para comprarse el electrodoméstico de moda. Escuchan, a todo volumen, esos temas que suenan todos iguales y parecen compuestos por animales. Pero lo peor de todo. Lo que en realidad me hierve la sangre son las madres. Cotorras despreciables que usan la calle como si fuese una extensión de la peluquería. Están ahí, en la vereda, chusmeando. Contaminando con mentiras todo el barrio. Son aprendices de brujas, apoyadas sobre las escobas, que cumplen un papel decorativo porque son tan inútiles que apenas si saben barrer. Jamás las vi con un balde en la mano como todas las mañanas limpiaba mi difunta mujer. Estas reinas de la comodidad ni siquiera pueden cuidar a sus hijos que corren por las veredas y las calles destruyendo todo a su paso. Esos chicos son futuros delincuentes juveniles.
De todo ese grupo de madres sin diplomas hay una que tengo entre ceja y ceja. Una jovencita que apareció en el barrio pocos meses después de la muerte de mi señora. La muy maleducada es aún más grosera que su tonto hijo, un ratón que apenas llega al metro veinte. Este curioso engendro mal hablado tiene la costumbre de escupir sobre mi vereda. Lo sé porque más de una vez lo he visto. Su madre, en vez de sentirse avergonzada por el comportamiento de su hijo, lo alienta. Ella, chocha de la vida, fomenta las malas costumbres. Hay que verla allí parada envuelta en un vestido de tela fina color blanco. Un vestido que le queda tallado y marca a la perfección sus delicadas formas. Si se concentra la vista en un objetivo se pueden descubrir las imperfecciones de su superficie. En ella las imperfecciones eran virtudes. El vestido trasparentaba una bombacha fina que supuse era blanca. No usaba corpiño y los pezones se cernían al vestido. Por lo demás, que decir de esos labios gruesos e insinuantes que eran el contorno perfecto de un rostro aindiado. Su larga cabellera negra que caía sobre el final de su cintura y el comienzo de su perfecta cola. Que agregar si a todo esto se suma una pose misteriosa de seducción constante. Lástima su hijo que en este instante se cae deliberadamente sobre mis flores. La yegua de su madre se da vuelta, me mira y llama al niño. Espero que de una vez por todas si quiera lo rete un poco pero nada de eso ocurre. Una caricia en la cabeza que más bien parece un gesto de aprobación. Confundido me quedo mirando las flores aplastadas. El grupo de mujeres se hacen las desentendidas y siguen charlando como si nada hubiese pasado. En pocas horas caerá el sol y quién sabe si mañana veré el día. Me levantó con las pocas fuerzas que me quedan y ayudado por mi bastón me dirijo lentamente hacia donde están las mujeres. Algunas se dan vuelta cambiando la postura. Provocativas parecen gallinas dispuestas a picotearme. La borrega, madre del aprendiz de inodoro, habló.
—¡Como anda don Julián! Discúlpeme lo del nene pero se cayó —se atajó la yegua.
—No es la primera vez que pasa nena… esas flores en las que se cayó tu nene eran las últimas que quedaban de un montón que había plantado mi mujer —comenté— y de las cuales la mayoría fue aplastado por el culo de tu hijo. Me gustaría que tu nene alguna vez se disculpara conmigo porque no se trata de un par de flores si no lo que esas flores representan.
Hubo un pequeño silencio en el cual todas las mujeres se miraron. Seguido la madre del mocoso dijo.
—Esta bien don Julián… ahora voy yo y le arreglo la plantita —Lo que pareció un arrepentimiento se transformó de pronto en sarcasmo—, pasa que a mi nene le dan miedo los viejitos. Ahora voy yo y le arreglo todo… póngase donde están las flores rotas que ahora voy.
Me di vuelta para ir donde estaban las flores. Las mujeres detrás cuchichiaban algo que termino en una estrepitosa risa. Distinguí claramente que se trataba de la risa de la yegua y deduje por lo tanto que se reían de mí. Me di vuelta, volví sobre mis pasos, y arroje el bastón a la calle. La yegua que estaba visiblemente divertida agrego.
—¿Ahora que quiere Don Julián? —pregunto.
Sin mediar palabras me baje los pantalones, saqué mi miembro y comencé a mearlas. Las mujeres huyeron despavoridas. En ese instante supuse que a mis noventa años cualquiera podría tener un momento de insania. Después de todo son ellas las que fomentan las malas costumbres.~
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