Hibridaciones sinápticas: Si la muerte viene y pregunta por mí
Un texto de Iliana Vargas
UNA DE LAS personas más fascinantes a cuyo trabajo me he acercado se llama Diamanda Galás, a quien se debe el título de este texto, que proviene, a su vez, de los versos en un poema de Miguel Huezo Mixco, escritor salvadoreño. Para quienes no la conozcan, diré brevemente que Diamanda es cantante, compositora, pianista, escritora, artista visual y performer, nacida en San Diego, en 1955, pero
de raíces griegas y turcas, lo cual determinó bastante su visión en torno a la muerte, el dolor y el terror causados por los genocidios en la historia de estos pueblos. También las plagas y las epidemias que han consumido a miles de personas en distintos países y momentos históricos se han sumado a su trabajo, en particular la rápida diseminación del SIDA y su efecto fulminante en quienes lo padecen, pues su hermano fue una de las primeras víctimas de esta enfermedad. Además, fue su hermano –un dramaturgo llamado Phillip-Dimitri Galás– quien la llevó por los caminos de la literatura, y gracias a ello, Diamanda ha incluido poemas y fragmentos de textos de Michaux, Pasolini, Pavese, Baudelaire, Vallejo y Nerval en sus discos, e incluso realizó la trilogía “Masque of the Read Dead” a partir de la obra de Allan Poe, enfocándose en la crítica hacia la ignorancia y la indiferencia con que las autoridades eclesiásticas, médicas y la misma sociedad se han manifestado ante los enfermos de SIDA.
¿Y cómo repercute toda esta carga de información y afectación en el trabajo de Diamanda Galás? Yo diría que empieza por transformarse, caracterizando y asumiendo diversos personajes a partir de la identidad de cada proyecto, donde se conjuga lo performático, lo literario y lo dramático con sus cantos, letanías, aullidos, glosolalias, gemidos, cacofonías y todos los matices y todas las manifestaciones posibles e imaginables que pulsan en la voz; en su voz, educada en rangos operísticos para alcanzar los tonos más extremos. Los ambientes alterados, incluso terroríficos, prevalecen en la mayoría de su discografía, salvo los álbumes dedicados al blues o al rock, y aunque sus conciertos siempre se llenan, conozco poca gente que disfrute escucharla. La primera vez que puse un disco suyo, yo tenía como 19 años, y todavía vivía con mis papás. Recuerdo que no me pidieron que lo quitara, pero sí me preguntaron que qué le pasaba a esa señora, que parecía que la estaban matando. Ahora, cuando la escucho, como vivo sola, no me preocupo de subir el volumen salvo porque mi cuñado, que vive enfrente de mi departamento, una vez me dijo: “con tu música uno no sabe si unirse a la fiesta o si llamar a la policía, porque parece que están matando a alguien.” Me dio risa, pero me quedé pensando en eso: más allá de lo obvio, que es el grito, a veces agudísimo, ¿cómo hace Diamanda para transmitir una sensación y una atmósfera que no conocemos, pero somos capaces de identificar o relacionar con algo tan sobrenatural para nosotros, como lo es la muerte? ¿Y por qué, en lo particular, escucharla, dejarme llevar por esta manifestación sonora de algo tan temible y en ocasiones angustiante, a mí me da paz y me reconforta? Supongo que se debe al gusto que uno va adquiriendo por lo extraño, o lo poco convencional –sin afán de pedantería- como parte de la búsqueda y exploración de lo otro, de la alteridad que constituye la mayoría de los temas, las atmósferas y los personajes de los que abrevamos para poblar nuestro imaginario cuando nos dedicamos al estudio y la creación de lo fantástico en sus diversas aristas y representaciones artísticas. Sin embargo, hay algo importante que aclarar en la intención musical de Diamanda: muchas veces se le ha relacionado con una escena en la que hay una línea estética influenciada por la literatura gótica y vampiresca, pero ella misma ha especificado que sus performances más fuertes, o las vocalizaciones más espectrales en las que alude de forma directa a la muerte, se deben a una especie de invocación y protesta a partir del sufrimiento de la gente en el exilio, o torturada, marginada y violentada por los gobiernos y los sistemas económico-sociales en distintas latitudes del mundo. Su manera de confrontar a la muerte desde el binomio de lo real y lo literario es lo que a mí me provoca la fascinación y la necesidad de escucharla; lo que me ha otorgado no sólo largas sesiones de catarsis, sino un cambio radical en la visión y percepción de la muerte, porque una cosa es decir “la muerte”, refiriéndose a un proceso lógico en la evolución de cualquier entidad viva, y otra cosa es decir “mi muerte”: apropiarse de algo abstracto y darle forma, voz y sentido como parte inherente de uno mismo. Aquí es donde quisiera regresar al título de este texto al poema de Miguel Huezo Mixco para abundar un poco en la relación bipolar que solemos tener con nuestra propia muerte:
Si la muerte viene y pregunta por mí / haga el favor / de decirle que vuelva mañana / que todavía no he cancelado mis deudas / ni he terminado un poema / ni me he despedido de nadie / ni he ordenado mi ropa para el viaje / ni he llevado a su destino el encargo ajeno /ni he echado llave en mis gavetas / ni he dicho lo que debía decir a los amigos / ni he sentido el olor de la rosa que no ha nacido / ni he desenterrado mis raíces / ni he escrito una carta pendiente / que si siquiera me he lavado las manos / ni he conocido un hijo / ni he emprendido caminatas en países desconocidos / ni conozco los siete velos del mar / ni la canción del marino / Si la muerte viniera / diga por favor que estoy entendido / y que me haga una espera / que no he dado a mi novia ni un beso de despedida / que no he repartido mi mano con las de mi familia / ni he desempolvado los libros / ni he silbado la canción preferida / ni me he reconciliado con los enemigos / dígale que no he probado el suicidio / ni he visto libre a mi gente / dígale si viene que vuelva mañana / que no es que le tema pero ni siquiera / he empezado a andar el camino.
La primera vez que oí esta canción, lo que más me estremeció fue el coro: “dígale si quiere que vuelva mañana, que no es que le tema, pero ni si quiera he empezado a andar el camino”. Después, cuando leí el poema y lo seguí con la voz de Diamanda, recordé la historia de “Francisca y La Muerte”, que venía en los libros de texto de primaria, en donde La Muerte va a buscar a Francisca, porque ya es hora, pero Francisca siempre tiene algo que hacer, y de alguna manera, la vitalidad con que realiza cada uno de sus actos, logra anteponerse a la supuesta cita inamovible. La verdad, no recuerdo si lo entendí así cuando era niña, pero al escuchar la canción, lo primero que asimilé fue que muchas veces nuestra invocación de la muerte es en realidad una reafirmación de la vida, una prueba in situ del clásico “nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido”, porque nuestros actos más nimios son los que construyen las bases de la cotidianidad que nos hace buscar, que nos hace desear, que nos hace merecer. Pero, ¿qué? ¿Qué cosa, qué persona, qué elemento, qué proyecto nos hace alejarnos la soga del cuello? Unos dirán que el instinto de sobrevivencia actúa sin necesidad de demasiadas motivaciones, pero una vez conocí a alguien para quien eso no fue suficiente, alguien que me mostró cómo muchas veces la propia muerte se convierte, de forma paradójica, en el anclaje al día a día: su misterio, su oscuridad abisal, sus posibilidades creativas en el inconsciente colectivo, su pulsación constante nos invita a explorarla, a inventarle un rostro, un mundo, una estructura, unas reglas, un significado. La convertimos en parte del destino y en parte del mañana; por eso la escribimos, la cantamos, la pintamos, la esculpimos, la llevamos al cine, la soñamos, la incluimos en nuestra mitología y cosmogonía cultural, le damos un rostro humano, la encarnamos, la apropiamos y la hacemos evidente para que no nos tome por sorpresa, para que sepa que la sabemos nuestra y la queremos cerca, porque mientras más cercana, más fácil será entregarse a ella, aunque la mayoría de las veces elijamos esperar un día más para conocer su verdadera esencia.~
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