Un caso de seducción
Un texto de Gerardo Ugalde Lujan
LUIS SE CONTEMPLA en el espejo: cabello peinado hacia atrás, con poco gel, el suficiente para permanecer fijo durante la cita. Su ropa aunque no elegante, ni siquiera de marca, se encontraba impecable; la había lavado y planchado. Un aroma fresco emanaba de su torso, agradable al olfato, un perfume barato pero no corriente. La cita era importante para él, cada detalle cuidado a la perfección para causar una impresión favorable. Antes de salir volvió a lustrar el calzado, deseaba que su rostro fuera reflejado por el empeine; si, su cara ahí estaba, ancha, deformada porque no era un espejo, solo piel de vaca, o algún material sintético. Arrojándose una sonrisa Luis colocó con delicadeza sus pies dentro de los zapatos, cogió dinero y sus llaves, caminó hacia la puerta. A lado del marco una rosa roja extremadamente perfecta reposaba en un jarrón de cristal cortado. Un haz de luz le otorgaba la gracia requerida para la finalidad otorgada por el amante. En la mente de Luis no había lugar para la duda o el miedo, era hoy el día; su mujer estaría ocupada, no le molestaría con llamadas inoportunas, al fin y al cabo ella ya no importaba; ella tenía un amante con el que hacía el amor y todas esas cosas que también hacia con Luis.
Un viento soplaba, chiflando con suavidad, enfriando la noche y los huesos de las personas que deambulaban por las calles de la ciudad. Pasada las nueve, los malvivientes eran arrojados al exterior y las personas comunes y corrientes huían a sus casas, ocultándose al igual que el Sol, dejándoles a los seres nocturnos el espacio necesario en el cual desenvolverse. Sin nada porque preocuparse paseaba la cita de Luis, esperando que el tiempo transcurriera, consumiendo un cigarrillo; iluminando su rostro con el resplandor de la punta de éste: fea, cacariza, seca; una piedra por rostro, un cuerpo delgado, cuya definición concordaba más con poste, que con una figura humana. Esto no le importaba a Luis, únicamente deseaba poseer aquella humanidad ajena, violentarla, satisfaciendo su deseo de venganza. Quería hacerle el amor, demostrarle a su mujer que era un macho, al cual no se le podía ver la cara de pendejo sin ninguna consecuencia.
El amante de Luis caminaba atravesando la oscuridad, única presencia en la calle, el escenario ideal colocado por la mano del Azar. Por detrás era perseguido por quien sellaría su destino. La rosa en la mano de Luis no le desconcertaba, ni siquiera le otorgaba alguna importancia; lo esperaba, sin saber quién era él y porque lo seguía. Juntos pero separados, a unos metros de distancia, gato y ratón enamorados, asechándose uno al otro. Bajo el cobijo de las sombras esconden su presencia, la criatura de dos espaldas emerge gritando. Del cabello Luis arrastra a su Sancho, descalabrado por el golpe que le dio con una piedra. Dirigiéndose hacia una casa a medio construir, sin velador, escogida premeditadamente para perpetrar el crimen.
Sancho despierta, percibiendo la incomodidad de sus brazos atados a su espalda. El dolor en la cabeza lo desconcierta, junto con la humedad que ignora es su sangre.
-¡Ayuda!-grita el hombre, por respuesta recibe una patada en las costillas.
-¡Calla hijo de puta!-Luis escupe al hablar, después de la patada, continúa con el escarmiento, pisa la cabeza de su Sancho, salta sobre el cuerpo, gozando con cada expresión de sufrimiento emitida por su víctima.
-Yo que te hice cabrón-llorando el Sancho, exige piedad-que te hice para merecer esto, ni siquiera te conozco-
-Claro que no me conoces, pero si a mi mujer, llevas dos meses cogiéndotela, sabiendo que tiene un hombre ya-de inmediato la sorpresa del Sancho le hace olvidar el dolor; desnudo en una habitación de motel, suda sobre el cuerpo caliente de una hembra, la cual, tras cada embestida brama de placer.
-Ya sabes quién soy verdad, si, yo soy el cabrón del que te burlas, pero ya no más imbécil, te gusta coger verdad, pues ahora yo te voy a coger a ti-descerrajándole otra patada en la mandíbula, Luis toma de los pies al Sancho, con fuerza arranca el pantalón. Baja el suyo. La saeta se introduce lentamente a través de la carne, un grito ahogado se escucha; bombeo más bombeo más bombeo, treinta segundos infernales, la desesperación de ambos llega a su punto más alto. El Sancho necesita morir, Luis va hacia un rincón oscuro. Intenta desatar sus manos, pero su espina y culo lanzan descargas eléctricas, inmovilizándolo, poco a poco la imagen de sus ojos se desvanece:
El Sancho, cuyo verdadero nombre es Rigoberto, se encuentra en su tugurio favorito, bebiendo cerveza, escuchando una escandalosa tambora, pasando el tiempo en compañía de sus amigos. En todos lados hay mujeres, tras varias cervezas todas lucen suculentas, Rigoberto siente el valor en sus venas, sin decir nada se levanta de la mesa y va hacia la barra; una gorda ríe y grita, llamando la atención, al parecer deseaba ser abordada por cualquier hombre.
Esa misma noche, como Noé dentro del Leviatán, Rigoberto era devorado por la bestia salvaje. La marea de sus carnes lo abrazaba, sumiéndolo en una asfixia, en vez de sentir desesperación, se obligaba a no respirar, esperando que el orgasmo lo desembocara. Concluido el acto amatorio ambos descansaban, tras la dura faena, bebían cervezas tibias; sin dirigirse la palabra, tanto Rigoberto como la gorda que respondía al nombre de Luz, contemplaban el televisor empotrado al muro frente a ellos. Transmitían las noticias de medianoche: asesinatos, fraude, robos: el reino de la violencia se mantenía firme en la Tierra. La atención de la mujer fue cortada, su celular vibraba: le llamaba su novio. Al principio a Rigoberto no le importó, era sólo una mujer más; pero al escuchar la conversación, percibiendo que se había convertido inmediatamente en un Sancho, su torrente sanguíneo le permitió una nueva erección.
Erecta, faraónica, como un bello poema de Rubén Darío, la rosa colocada en el ano de Rigoberto lucía perfecta. Luis preparó este detalle con la finalidad de imponer sobre los demás su condición de macho. Aunque después de arrojarle la roca en el rostro a su Sancho todo le parecía tan banal, efímero; la venganza ya no era para él algo de que jactarse. Salió rumbo a la noche, caminando despacio, sin decidir cuál dirección tomar. Parecía que quería ser atrapado, ¿para qué?, tal vez, para que su historia, su machismo, no se perdiera en el anonimato.
Ésta es su afrenta.~
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