Lo que callan los muros
Un cuento de Elisa Aceves
Para mi abuelo, Enrique Aceves Aguayo.
SIEMPRE HUBO UN hedor en el aire, una combinación entre polvo y perfume viejo. Siempre olía a arroz rojo y a demasiado caldo de pollo. Hubo siempre, además, una dureza permanente en los muros, ya que ni las palabras ni los golpes los pudieron tirar. Si esos muros pudieran hablar, contarían una historia así.
Esta era una familia normal. Iban a la iglesia, la madre vestía de negro con perlas, y siempre olían a loción de madera y a perfumes florales. Se pavoneaban, ya fuere en las joyas de la señora o en las ropas caras de los muchachos, traídas de Italia, as vajillas y los Lladró –eran todo menos discretos, pero ese era su gusto privado– y por regalar cadenas de oro.
Y todo, se entiende, adscrito a una cierta corrección. Del tipo social. En México, en la calle de Cicerón, en el barrio de Polanco, vivieron durante años hasta que poco a poco se fueron, uno a su vez, para entablar una vida en otro lado; cuando sus vidas no funcionaban, regresaban a refugiarse en los brazos de sus padres o de sus hijos – nunca se pudieron separar, y terminaron por volver completamente.
Eran buenos y se querían. Se ocupaban unos de los otros. Se llamaban por teléfono a cada vuelta de la esquina, para comunicar hasta los hechos más mundanos. Comida había de sobra, porque alguna vez faltó. Cuando existió el dinero, se dio a manos llenas, porque alguna vez las manos no tuvieron ni donde esconderse. La bebida era un tema diferente. Nunca faltó. Pero quienes bebían, debían esconderse, como siempre, de los ojos juiciosos que los perseguían hasta las horas poco nobles de la mañana. Ese daño los acompañaría toda la vida, y a los suyos también los buscaría en sueños.
Cuando existieron las crisis, no encontraron dónde establecerse porque nadie les permitió la entrada. En vez, la crisis se alojó en la pared, como una sombra. Esperaba el momento adecuado para apoderarse de sus víctimas y colarse en sus adentros.
Era una familia donde nadie hablaba, donde nadie comentaba algo que después terminaba por convertirse en un secreto. Los muros en la noche escuchaban los susurros, el llanto, y los dolores que los miembros de la familia emitían a nadie, para nadie, pero constantemente.
Era como si las palabras tuvieran un elemento de ponzoña, un elemento prohibitivo, casi lastimoso, algo que hacía que les quemara la lengua y prefirieran tragarlo. Algunos lo llamarían algo políticamente correcto, otros dirían que era únicamente discreción. Lo único que podría calificarse como certero sería el daño que les causó. No se permitían estar en paz consigo mismos ni con los demás. Era como si el conflicto que no existía en sus cabezas se había permeado en sus almas para volverlos dependientes de los problemas. Dependientes, pero temerosos. Las puertas se azotaban tanto que los marcos ya no embonaban. Las alfombras se cambiaron varias veces, como si hubiera sido evidencia de un asesinato. Los cuartos se compartían con todos y con ninguno, pues abrir el alma a compartir las dolencias era cosa de locos. La cocina solamente era habitada por la señora, ya que el señor vivía arriba en su cuarto, donde se pasaba horas frente al televisor esperando a que lo llamasen para comer.
Los hermanos iban y venían. Aprendían de diferentes maneras. Uno en la escuela, el otro a golpes. Uno era estudiante del cuadro de honor, al otro lo sacaron de cinco escuelas para que luego terminase en una academia militar, donde sí recibía golpes bien propinados. Sus manos nunca se han deshinchado. Llegaban a casa a comer, y a recibir más críticas de parte de los muros, que lo torturaban por las noches.
Los muros vieron llegar las enfermedades. Todas tenían nombres muy complejos, pero residían en lo mismo; en el no-lugar del habla, donde las palabras se pierden, se encontraron con malestares constantes que luego se tornaron permanentes. En más de una ocasión intentaron escapar. Sin embargo, existía una línea invisible que los ataba al departamento en el último piso en la concurrida calle del barrio capitalino. Italia, Estados Unidos, o cualquier lugar de la República Mexicana…volvían sin discutir, llamados al lado de su sangre. Era su deber, a final de cuentas, el que los mantenía a un lado de los muros que comenzaban a soltar un color verde como tóxico, que los invadía y los envenenaba.
Los muros se volteaban a ver, unos a otros, al escuchar la forma en la que se hablaban los habitantes de la Familia. Era con cariño, casi como si fueran a ponerle azúcar a todo lo que tuviera que ver con sus padres y con ellos mismos, pero tenían un ángulo de falsedad impredecible que salía únicamente en términos semánticos y silábicos. En cada cuarto había un crucifijo, y era como si hubiese tenido los ojos del mismo Dios Padre, eternamente vigilantes y espantosos, mirándoles y observando que no se dijera nada fuera de lo propio.
Llegó el día en que uno de los hijos –el más grande, más listo, y más destinado para el éxito, según las proyecciones de sus padres y demás familiares– se enamoró de un hombre. Pero, no se habló nunca. No se dijo nada al respecto . No hubieron ni gritos, ni golpes, ni sombrerazos. No hubo nada. Simplemente no se discutió. Incluso el día en el que sufría de una enfermedad que amenazaba con matarlo, no hubo manera en que se hablase la situación en la que se encontraba, o por qué se había enfermado. Él tenía una novia que –decían– quería mucho. No se atrevían a pensar lo que pudiera existir afuera de esos muros de mármol y de alfombra, de secretos y polvo. No se hablaron, no se contaron, y el hijo mayor se salvó por la medicina que procuraron personas que no estaban incluidas en su núcleo. Venía en diciembre, a ver sus padres, a su cuñada y hermano menor y, sobre todo, a los sobrinos. Vino, más de una vez, acompañado por un hombre, a quién le llamaban “el amigo.” Era una pareja, y aun así, el día en que se casó, sus padres no asistieron a la ceremonia. No fueron informados. Ese día, una grieta aún mas grande apareció en las paredes de mármol. Pero, por no romper con la tradición que los tenía sujetados en grilletes de oro con perlas, la ignoraron.
El hermano menor se casó. Se casó con alguien que no venía del mismo país, de la misma carga, de las mismas paredes agrietadas. De ojos color esmeralda y plagada de preguntas, vivió feliz hasta que las crisis se colaron por las ventanas, incluso por dentro del vidrio, pues acompañaban a los suyos. Eran parte de la familia; y junto con los recién casados se colaron opiniones y presiones, que nadie había invitado. Vino el alcohol prohibido, y los muros salieron a relucir, como si se hubiesen empacado en las maletas como regalos de bodas.
Nacieron dos niños, con tres años de separación. Y la historia amenazó con repetirse: la de discreción, lo políticamente correcto, las sombras, las paredes cuarteadas. La madre, de ojos esmeralda, levantó la mano, saco las espadas para defenderse. Les miró a los ojos, a todos, y obligó a hablar más de una vez.
Treinta años después, más muros y grietas en las maletas. El hijo menor regresó, casi a los sesenta años, a vivir con sus padres, sin hablar, sin comentar, sin decir. Su mujer , la de los ojos esmeralda, nunca más volvió a ser admitida en el departamento de las paredes cuarteadas.
Murió el abuelo, el señor, el dador de rencores y de amores.
Los nietos fueron llamados a un lado de su sangre, a velar al hombre que les llenó de regalos y de abrazos, y sin ellos saberlo, también de pesos y de deseos para una vida como él la hubiese querido. Y volvieron a casa, a hablar con la abuela, a preguntar, a contarle, a decirle, y a llorar. Sobre todo, a llorar.
Pero en la casa vieja, el departamento grande, se lloró únicamente lo correcto. ~
Me llamo devore
Felicidades