Pasolini soy yo
Cuento: Rogelio Flores, intervención: Rodolfo JM
EL ESPEJO ME HIZO notar un mechón de pelo blanco que no vi venir, justo arriba de la frente. Toda mi vida he escuchado que los hombres con canas son interesantes, cualquier cosa que eso signifique. Yo esa mañana, al encontrarme con ellas, pensé en un anuncio de televisión donde un fulano se pinta la barba para ser aceptado por unos jóvenes que juegan con una pelota en la playa. Quienes mendigan la aceptación de los demás me deprimen, principalmente, porque me recuerdan a mí mismo cuando he incurrido en ese penoso juego. Siempre que lo he hecho ha sido para congraciarme con una mujer, y generalmente, no ha valido la pena.
Pasadas un par de horas, salí a la calle y caminé a una estética, donde pedí que me cortaran el pelo. La estilista me pregunto cómo lo quería, y le dije, “como Morrissey”. Ella no supo de quién hablaba y se concretó a seguir mis instrucciones con coquetería. Al final me dio su teléfono y quedé en invitarla a salir. No creo hacerlo. Era bastante guapa, además de simpática, pero a veces tengo la impresión de ya no tener nada interesante que decirle a nadie, menos a una mujer bonita y joven. Sí, ya no soy el de antes.
Sentí hambre y busqué una cantina fea, lo suficientemente vacía para no encontrar a ningún conocido. Así fue, y pasé alrededor de dos horas bebiendo solo mientras una tromba acribillaba al smog de la ciudad. Salí a la calle. El cielo lucía extrañamente limpio. En el aparador de una tienda me encontré con mi propio rostro, captado por una cámara de video y transmitido en tiempo real a un televisor chino de plasma. Observé mi corte de cabello con más detenimiento. No había quedado mal, las canas compensan la galanura perdida por los kilos.
Me detuve en un puesto de piratería y compré cuatro conciertos: Roy Orbison, Johnny Cash, Nick Cave y Morrissey. Me gustan las personas que visten de negro, como ellos. Yo solía hacerlo hasta que noté qué toda mi ropa se había desteñido con el tiempo y se había convertido en algo entre gris y verdoso. Ahora me pongo lo primero que encuentro, sólo discrimino aquello que esté roto o muy arrugado. Los colores me dan lo mismo.
Orbison y Cash están muertos, mientras los otros dos envejecen con dignidad, sin pretender ser jóvenes, ni saludables. Pensé en Oscar Wilde y una de sus frases que más me gustan: la decadencia es un privilegio de la aristocracia. Al reflexionarlo, se me ocurrió que sólo los edificios hermosos se convierten en ruinas, mientras los feos son demolidos y desaparecen sin dejar más rastro que el cascajo, luego se construye un Oxxo en el predio vacío y los habitantes del barrio fingen que nunca hubo otra cosa. Quiero pensar que soy un edificio viejo, como los que abundan en La Habana, habitado por fantasmas femeninos o por gatos.
Leí en el anverso de mis devedés piratas las canciones de cada disco y me concentré en una en particular, que creo, me queda como anillo al dedo: You have killed me, y pienso en ella, mi fantasma mayor.
—Pasolini soy yo—, le susurré a nadie.
Al pasar afuera de los tugurios avecindados en Eje Central, frente al Cine Teresa, se me acercaron dos edecanes de un table dance, con publicidad que prometía 24 chicas en pasarela y una cubeta de cervezas por cien pesos. Me pasé de largo y a mi mente vino Julia Roberts en la película Mujer Bonita. Quizá estas chicas alguna vez se identificaron con ese personaje y creían que algún día un Richard Gere las rescataría de su vida triste. Posiblemente no, tal vez eso sólo lo pensemos los que no estamos en sus zapatos y con una sutil hipocresía creemos compadecerlas mientras les miramos las tetas.
Sin saber cómo, llegué hasta mi viejo barrio. En la esquina dónde me juntaba con mis amigos, había un grupo de travestis en minifalda quienes, a falta de clientela, se entretenían molestando a todo aquel que pasara por ahí.
Una de sus víctimas fue un cojo que andaba en bicicleta (por imposible que eso parezca). Era el Tenebrás, un sujeto que había dedicado su vida a los asaltos, la droga y el futbol llanero. Él, junto a sus compiches, fue el terror de la colonia en otros años. Ahora todos están muertos, menos él, quien es objeto de burlas desde que perdió la pierna tras ser baleado en un atraco fallido. Los travestis se atravesaron en su camino y lo hicieron perder el equilibrio. El Tenebrás se precipitó al suelo, donde soltó la bici. En el piso lucía como un montón de cascajo, daban ganas de molerlo a patadas. Me acerqué. Sobre el piso pude leer mi nombre y el de mis amigos, mismos que escribimos con un trozo de madera cuando el cemento estaba fresco, hacía unos veinte años. Ayudé al viejo ladrón a levantarse, pero no me reconoció. O eso creí entonces, porque pensándolo detenidamente, en su mirada pude notar algo parecido a la vergüenza. Seguramente sí supo quién era yo, pero no quiso saludarme, ya me había desconocido otras ocasiones.
Una vez, en un camión, donde se subió cuchillo en mano, a asaltar a los pasajeros. Yo iba entonces con mis compañeros de la preparatoria, y antes de darme cuenta del atraco quise saludarlo. Él entonces me cruzó el rostro con un bofetón, que realmente, no fue muy doloroso, pero sí efectivo, ya que por usar yo frenos, me abrió el labio. La sangre hizo despejar cualquier sospecha de que yo fuera conocido del asaltante. A la semana me lo encontré de nuevo, cerca de mi casa y me devolvió las cosas que me había quitado en el camión. Incluso me regaló parte del botín; lo que no había podido vender, algunos libros de mis compañeros, entre ellos, uno de Efraín Huerta. Yo siempre supe quién era el dueño, pero no me dio la gana regresárselo porque era un cretino.
Ya incorporado, y sin reclamar la afrenta, el Tenebrás montó su bicicleta y se marchó. Uno de los travestis me miró a los ojos, para luego decirles a los demás que yo me parecía al joto que cantaba en los Smiths, pero en gordo. Yo le sonreí porque a fin de cuentas, aquello me pareció un cumplido.
Caminé hasta la vecindad donde aún vive uno de mis amigos, Leonardo, a quien no veía hacía años. Silbé como siempre y se asomó por la ventana, como si el tiempo no hubiese pasado y aún fuéramos adolescentes. Vamos por unos tragos, le apuré, y él aceptó. Bebimos todo ese día y el siguiente, hasta que yo me corté para regresar a casa a preparar mi clase del martes. Les había dejado a mis alumnos la lectura de dos capítulos de Crimen y castigo, y si hay algo peor que trabajar crudo, es improvisar una clase ante un grupo de chicos indiferentes, a quienes no les importa la literatura, ni la redención; ni el amor, ni nada en absoluto.~
Leave a Comment