las once voces
Se tapó los ojos para oír mejor. A oscuras, así como estaba su cuarto, no hacía falta; pero así el miedo disminuía y podía concentrarse en lo que las voces le decían. «¡No te salvarás!», le susurraba recia la primera voz. «¡Grita y corre, eres hombre muerto!», aseguraba oscura la segunda de ellas. Recolectó así, contando amenazas, timbres, tonos, once voces; ya once. Entreabrió los ojos, tragó saliva y se obligó a hacer lo que llevaba días planeando: ya no podía soportar aquella situación.
¿Qué habían sido, dos semanas, tres? Una a una, las voces fueron instalándose hasta volverse un insoportable coro de quejidos, gritos y gemidos. En un principio creyó, por el tono de las sentencias, por su tirria, que las voces provenían de su propia cabeza. «¡Incinérate ahora! ¡Nada eres!», le ordenaban, desesperadas, como suele hacerlo la culpa o el trauma (cosas que, por otra parte, suelen emerger en situaciones como la de él). Un día, con la mano temblorosa, se golpeó la testa hasta el desmayo, para callar a las insoportables intrusas. Nada pasó. Demoníacas, las voces seguían allí cuando despertó, bramando con mayor enjundia. Acabó por entender que se trataba de otra cosa: las voces estaban en algún lugar de la casa. Cederles el espacio estaba, sin embargo, fuera de la discusión. Así que se envalentonó esa noche para hallar lo que hubiese detrás de los sustos y los reclamos. Monstruos. Presencias fantasmales. Obreros de Satán. Tal vez incluso sería algo que pudiera sacar a patadas de su casa; eso: su casa.
Anduvo a tientas por el mínimo pasillo, siguiendo a la peor voz de todas, que sonaba como miles de dientes mordiendo madera. Nacía en la pared de la cocina, detrás de la estufa. «¡Vas a morir!», le gritaba desde allí insistente; y quizá esta le molestaba más que otras porque decía obviedades. Auscultó el muro, que retumbaba con cada grito. Susurró como tratando de calmarla: «¿Tienes algo realmente importante que decirme?», le preguntó, salomónico. Obstinada, la voz siguió su cantaleta de amenazas: «¡Sigues tú! ¡Caerás tú también!», decía terca.
Observando que sería imposible hacer las cosas como almas civilizadas, se alejó de la pared rumbo a la caja de herramientas. Martilló primero con cautela en el sitio mismo de donde manaba la voz; luego con ira. Oculto en el boquete que finalmente hizo en la pared, la linterna le reveló a un hombre devolviéndole absorto la mirada, hecho nudo en aquel mínimo espacio.
«¿Usted y cuántos más van a venir a molestarme, señor?», preguntó al intruso. No esperó la respuesta que ya conocía. Hincado todavía en el agujero lo cogió del cuello; lo arrastró a la puerta, hasta la calle. «¡Oiga! ¿Me permite?», dijo el intruso suavizando la voz: «¡Buenamente hemos tratado de advertirle y así nos trata!», increpó con la voz a cuestas. Rumiando, él contestó que ellos nada le habían anunciado; que él conocía lo que afuera llevaba semanas hirviendo, que él sabía que aquello terminaría pronto con todos, que le tenía sin cuidado. «Este escondite es mío», le dijo clavándole los ojos, antes de azotar la puerta para seguir martillando paredes; cederlo sería imposible.~
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