I was dancing when I was twelve…

Un texto de Ira Franco.

 

YA HABÍAMOS LLEGADO a la luna sin picarle un ojo pero no encontramos los bosques de hongos gigantes de Meliés, tampoco aquellos acróbatas explosivos de grandes ojos y cabeza repitiliana que la habitan. Quien sabe, quizás se escondieron para no vernos. Estábamos solos, muy solos.

David Bowie Ziggy Stardust 1972Nací con el glam, en el 73, pero el primer año que recuerdo es el 79: mi pequeñísima mano copia la fecha del pizarrón verde, mi juego favorito son las palabras y por esa época creo hablar italiano: «mil novecientos setentiii nuoooove». Hablo para mí, aún me creo todos mis cuentos. La maestra me pone una estrellita dorada en el cuaderno, desde hoy soy una víctima más del brillo. En mi casa hay muchos LPs, discos de 78, 45 y 33 revoluciones, cuyos ejemplares más antiguos aún se rompen si se caen al suelo. Los míos son de historias narradas por Milissa Sierra y los de mis hermanos de rock o de folk. Is it strange to dance so late? Acá en las fiestas se baila a Donna Summer pero mi hermana se ha quitado los acampanados y ahora calza un pantalón ajustadísimo de terciopelo o terlenka o protolicra con la que, a mis ojos, se convierte en la born-again greaser, Olivia Newton-John. El recuerdo de esos pantalones está grabado, cosido a una frase que aún me digo de vez en cuando: the bad girl always gets the boy.

Vestidos de neo-rockabileros, tronábamos la caja torácica en las canchas de polvo y basquetbol con Rapsodia Bohemia, sólo para regresar a casa y subirle recio al Triste de José José y a las telenovelas de Lucía Méndez. Mamaaaa, just killed a man…Zowie Bowie había nacido dos años antes que yo, aunque en la misma fecha, un 30 de mayo. Cuando Zowie era un bebé de meses, con cara de espanto y testa rubicunda, su padre inventó a Ziggy Stardust. No era un extraterrestre aunque se vistiera así, como un arlequín del espacio. Era un tipo capaz de ver al Starman, era un profeta que nos contaba sobre aquél alien que nos observaba, cauteloso, desde las estrellas cercanas. Nos espera en el cielo, le gustaría venir a conocernos pero no quiere asustarnos. Zowie Bowie tenía un padre que escribía frases hermosas y lapidarias como Let all the children boogie y yo uno completamente distinto que solía contarme bucólicas historias sobre los albores del siglo XX, cuando los niños, no importando su clase social, estrenaban zapatos sólo una vez al año, crecieran o no los pies. En su pueblo, los indios jornaleros cargaban en sus espaldas a los preescolares mestizos, uno, dos o tres kilómetros, lo que hiciera falta para entregarlos en la única escuela. Vaya transporte escolar. Era normal verlos como animales de carga, un poco más retobados que las mulas, quizás. «Cuanto han cambiado las cosas» dijo nadie, nunca.

Mientras Zowie Bowie crecía y se desentendía de ese nombre glitteroso —y lo cambiaba por el aburridísimo Joey o el simplón Joe hasta que mucho más tarde, ya cuarentón y cineasta, cambiaría por Duncan—nosotros sintonizábamos Radio Éxitos sin tener idea de cómo se llamaban las canciones. Algún despistado programaba un reel de temas vendedores, para ¿jóvenes? pero sin mucha estructura, copiado quizás del top five de algún Billboard gringo y repetido a la náusea. Del demonio y gente mala, rayando en el chavo banda, era cachar uno que otro programa especializado en géneros raros, como «Acerado», por las noches. El puro Heavy Metal, mano. En cambio, los buenitos de top siders y pantalones rosas nos conformábamos con sacar la letra The Sounds of Silence y la maldita trova cubana (que a veces también cabía en la misma estación), apestosa a corrección política de izquierda. Y es que, ser de izquierda ¡estaba bien visto y daba cierto caché! Cómo han cambiado las cosas, dije yo alguna vez.

Algunos empezaban a oír a Duran Duran, a Depeche Mode, al temprano The Cure. Eran, claro, los que viajaban, los que podían pagarse una visita al Tower Records en Nueva York o picharse un cassette del vecino rico. Yo era tan joven y tan bestia que ni siquiera me alcanzaba la intrepidez para ir a robar un LP a Hip70, la única tienda de discos fuera del mainstream que recuerdo. Yo sólo me robaba soundtracks como el de «Carros de Fuego» del DeTodo, una antigua tienda departamental con capital mexicano ubicada sobre el Eje 7, que ahora alberga un Walmart.  De cualquier modo, culpo a la canción de protesta (porque qué horror culpar a mi propio mal gusto) de robarnos al menos un quinquenio y dilatar nuestra sed de buen rock. Radio Éxitos daba algunas buenas cosas, generalmente para la gente que tenía a los Beatles como el único astro posible (Now the workers have struck for fame/ ‘cause Lennon’s for sale again), pero el papá de Zowie brillaba en toda su lúcida ausencia: los mocosos tuvimos que esperar mucho tiempo para encontrarnos con este artista, un sino musical con el que compartíamos, sin saberlo, tantos caminos.

Todo cambió una mañana muy limpia en que mi mamá nos levantó a las cinco de la mañana, como era usual. Acababa de cumplir 11 años y como todo nerd que se precie, iba «adelantada» en la escuela. Para mí eso no era ningún síntoma de inteligencia, sólo quería decir que tenía que asistir a 1o. de secundaria en pleno acto de cohibición, muchos meses antes de que me salieran las chichis —un nombre horrible, como de animal de ordeña, pero así se les decía entonces, no bubis como ahora, o el aborrecible «nenas». Hasta que parí encontré cómodo referirme a mis senos con el único nombre que me gusta: tetas…enormes y turgentes, si es posible—. Pero en aquél tiempo no tenía yo, vamos, ni el más mínimo asomo pezonero.

Aunque mi pecho plano delataba a una niñita, algo pasó esa mañana y, como dije antes, nunca volví a ser la misma. It’s a god awful small affair / to the girl with the mousy hair… Fue una voz en la radio. El tipo hablaba de música y no de la guerra de Irán e Irak, era tan distinto al tarado que oía mi papá por las mañanas con las «noticias del mundo». No era un comercial ni un id de la estación «es Radio Éxitosssss». Una voz ronca dijo el nombre de la canción poco antes de que se oyera hiss del acetato. «A ver qué les parece», dijo, como un amigo que llega a tu casa a prestarte sus discos.

Creo que ese día mi alma se vistió de glitter por primera vez. Solita, con la mano en la cintura, aquella canción me habría de sumir de lleno en la adolescencia, el sintetizador como un conejo blanco de Lewis Carroll que seguí enloquecida, en trance, hasta caer en el hoyo profundo de mi futuro. Mentiría si dijera que fue Start Me Up, —la primera canción emitida por la estación de radio en cuestión, Rock 101—, en junio de 1984: esa mañana, lo que oí fue Tainted Love, de Soft Cell.

Mi glitter nació ya manchado por los sonidos robóticos, el new wave, el new romantic y todos los brits que habían mamado de la psicodelia de Bolan, Bowie y Brian Eno. Faltaría tiempo para que Bowie se volviera canon, para que el grueso de los que oíamos rock pudiéramos siquiera considerarlo superior a grupos y figuras que en aquél tiempo nadie discutía: Pink Floyd, Led Zeppelin, U2. Lo raro es que para cuando Bowie llegó a mí, fue como dicen de los amores cursis: era como si todo hubiera sido nada más un preparar el terreno para su música, como si lo hubiera estado esperando desde siempre. Yo dejé de ser niña esa mañana, más o menos al mismo tiempo en que Zowie (Joey, Joe, Duncan) Jones le retirara el habla a su madre y se fuera a vivir a Suiza con su David, su padre, que no se parecía nada n-a-d-a al mío. Ambos están muertos ahora y los echo de menos, de una manera extrañamente similar. Mis Blackstars.~