De la luna y el mar
Un cuento de Dán Lee/ ilustración Cristina Sánchez Reizábal.
DE CRISTAL Y mármol veteado de plata, escarchadas por polvo de diamante, así eran las torres de Celenia. Las calles de nácar lucían cristales ambarinos a lo largo de sus muros. Miles de pares de pies aplanados recorrían con pequeños saltos las avenidas bajo la luz azul de la enorme luna.
Cientos de años les llevó a los ralunos edificar su ciudad, reflejo de los mandamientos divinos, de entre los cuales «Buscaréis a los dioses sólo con vuestros ojos y con el producto de vuestras manos» era el más importante; dedicaron vidas enteras a erigir retorcidas cumbres que escudriñaran el firmamento, buscando agradar a las deidades.
Atravesando los cónicos techos de vidrio, los ojos de los ralunos brillaban hacia la luna azul cada mañana, preguntándose si allá vivirían aquellos que regían sus días. No faltaron aquellos que en secreto anhelaron saltar hacia el círculo celeste que todo lo cubría, pero bien supieron enterrar el deseo blasfemo en el fondo de su conciencia. Esto no obstaba para que se elevaran de cuando en cuando, ya que, de entre todas las actividades del pueblo de Celenia, ninguna era preferida a saltar; atravesar los aires con ligereza y lentitud era arte, deporte, rito y hábito: hubo algunos que extinguieron sus alientos en el transcurso de un formidable brinco.
Para lograr tan prodigiosos saltos, los ralunos contaban con piernas robustas, y con manos y pies largos y palmeados que se extendían cual abanicos que les permitían controlar su avance a través de la atmósfera tenue.
Las criaturas despegaban del suelo haciendo alarde de potencia física. Flexionaban las rodillas, tensaban los muslos bajo la piel pardoverdosa, con los ojos fijos en el cielo. Acto seguido, extendían las piernas y salían proyectados, los brazos pegados al cuerpo blando.
En un día normal de Celenia, se podía ver con frecuencia a algún individuo elevarse lentamente, como un diente de león llevado por el viento, describía una lenta parábola para luego caer con suavidad, levantando una nube de polvo plateado al llegar a la superficie.
Las plazas principales exhibían grabados y esculturas de afamados ralunos cuyos saltos habían trascendido la débil memoria del pueblo: piruetas, saltos tan grandes que el ejecutante casi creía tocar la luna azul, o tan largos como una colosal avenida, se hallaban inmortalizados en figuras de roca transparente que cambiaban de color al paso del astro: del celeste al índigo, del ultramar al añil.
En la biblioteca existía también «La pequeña Celenia», breve historia de la ciudad que presumía haber sido escrita durante un salto extraordinariamente largo Cualquier raluno podía revisar el volumen de páginas metálicas; asimismo, la canción más popular de la metrópoli trataba de un par de enamorados que saltaron juntos y aterrizaron con un pequeño en brazos, fruto de su unión.
También estaba el laberinto vertical, una imponente torre de espejos cuya entrada, a nivel del suelo, era de fácil acceso; la dificultad estribaba en salir. Cada rebote era incierto, cada alternativa engañosa. Hubo quienes, confiados en el buen destino de algún salto, estrellaron sus cabezas en un entrepiso, descalabrándose los menos, o provocando un alud de risas los más. Tal vez por eso había un cartel en el pórtico de ingreso: «Mira bien hacia dónde saltas», rezaba.
En fin, nada hacía más felices a los ralunos que saltar tan arriba y lejos como fuera posible.
A pesar de la despreocupada vida de estos seres, y la hermosa arquitectura de la ciudad, no todo era alegría. Dos cuestiones impedían la total felicidad de las criaturas: la noche y El Mar.
La noche envolvía a Celenia como una niebla muda. Ocultaba los edificios, las calles y las plazas. Durante la noche, los insomnes ralunos no podían saltar, ni escribir, ni hacer grabados ni mirar la luna azul, sólo a las lejanas estrellas, que casi nada iluminaban. La noche traía consigo vientos estelares que endurecían los miembros de los ralunos, quienes se quedaban quietos o moviéndose lentamente bajo los techos de cristal, añorando la luz y la tibieza de la mañana.
Alguien tuvo la idea de seguir a la luna azul por toda la faz del pequeño planeta y construir otra ciudad a imagen de Celenia en el otro extremo del mundo; de forma que una de las dos metrópolis recibiera la luz y el calor cuando la otra estuviera bajo el luto nocturno y los habitantes pudieran ir saltando de una ciudad a otra, siempre bendecidos por la luna.
El plan fue bien recibido. Ese mismo día comenzaron a proyectar la nueva urbe, pero el anochecer llegó con una revelación: los sacerdotes escucharon vibrar la voz sagrada en los cristales del templo; las agujas, esferas y prismas vítreos se estremecieron al comunicar la voluntad de los dioses: quienes viajaran más allá de los límites de Celenia se encontrarían con El Mar.
Nadie supo entonces lo que era El Mar, y nadie osó cuestionar los designios de los creadores, así que alejaron de sus mentes el anhelo de la luz eterna y se resignaron al frío y la oscuridad, refugiándose en los cristales y el mármol, en las anhelantes miradas hacia el cielo, en la algarabía de los saltos.
Las eras transcurrieron y las leyendas sobre El Mar pasaron a ser mitos en las memorias de los ralunos. Celenia, olvidada por sus mismos dioses, decayó. No se edificaban más picos vítreos como dedos erizados hacia el firmamento; millones de pies palmeados se arrastraban por las calles y los buenos saltos eran menos frecuentes. Cada vez más ralunos perecían con la llegada de la noche, ante el frío o la triste inmovilidad.
Fue ese miedo a la noche lo que llevó a un grupo de ralunos a idear una nueva fuga de Celenia. Descubrieron en la biblioteca el antiguo plan y decidieron llevarlo a cabo. Lograron entusiasmar a sus aburridos compañeros para intentar una migración hacia tierras nuevas. Sembraron en sus mentes el anhelo del descubrimiento, de edificar nuevas agujas y prismas que acariciaran la luna azul. Hubo quien les recordó la amenaza de El Mar, pero nadie quería saber más de mitos o prohibiciones.
Los hogares de cristal comenzaron a quedarse desnudos mientras los bultos de viaje aumentaban. Por fin llegó la noche en que la gran marcha comenzó. A pesar de lo tieso de sus movimientos, prefirieron salir en la oscuridad para así poder elegir un punto desde el cual tuvieran la certeza de que podrían llegar saltando desde Celenia hasta el nuevo emplazamiento si salían al anochecer, con la promesa de la luna azul en el horizonte. Decidieron establecer la nueva metrópoli en el primer espacio que hallaran donde el astro iluminara con todo su esplendor.
Millones de cuerpos de piel brillante avanzaron, los ojos fijos en la negra lejanía; comenzaron con saltos cortos y titubeantes, pero al paso de los minutos los ánimos crecieron y los llevaron a recorrer mayores distancias. Los exploradores más valientes viajaban a la vanguardia, armados con puntiagudas aristas de cristal, dispuestos a enfrentar a El Mar en cuanto apareciera, si es que existía. A cada salto esperaban encontrar un ser enorme y terrible que obstruyera su éxodo, pero les impidió paso. Al notar que el avance no era interrumpido, la idea de haber vivido engañados, reclusos tan sólo por el capricho de los sacerdotes, se extendió entre los viajeros como una infección. Libres de sus temores, aceleraron en medio de un gran alboroto, el cual aumentó cuando el más adelantado de ellos comunicó haber distinguido un destello de luz en el horizonte.
La marcha se apresuró y en poco tiempo los ralunos vieron el brillo azul como una lágrima celeste desprendiéndose de la orilla del planeta. Millones de ojos acuosos se iluminaron al tiempo que las piernas saltaban con nuevos bríos hacia la naciente luna. Ignoraban que su desobediencia había echo brillar una chispa en la polvosa memoria de sus deidades.
Los viajeros se acercaron a la luna azul y la vieron crecer enorme en el firmamento. Se sintieron más tibios con ese calor y los saltos se llenaron de vida. Cabriolas, giros y piruetas se dibujaron en los aires de aquel pequeño mundo. Cada vez un número mayor de ralunos se elevaba más y más alto, levantando las manos hacia la luna, agradeciendo la luz y la oportunidad de edificar una nueva Celenia; felices por estar vivos y sintiéndose a salvo de El Mar.
La catástrofe comenzó lentamente, como todas las que duran milenios.
Con un salto especialmente bello, un raluno ascendió como no lo había hecho antes nadie en mucho tiempo, estirando los miembros hacia la luz, queriendo alcanzarla. Al principio se sintió orgulloso al notar cuánto se separaba del suelo, más y más; sabía que todos allá abajo lo veían y pensó que tal vez ese salto sería relatado en libros y canciones, o inmortalizado en un grabado de nácar en la plaza principal de la nueva Celenia. Quiso detenerse, y notó que no paraba de subir. Miró hacia abajo y descubrió rostros alegres y sorprendidos. Quiso llamarlos y pedir ayuda, pero su ascensión multiplicó la velocidad. Se sintió succionado a través del negro espacio, hacia la luna.
Después del primero, vinieron más. Aquellos sorprendidos en medio de un salto intentaron descender al mirar la vertiginosa desaparición de su congénere, quien ya no era más que un punto pardo en el enorme globo azul sobre sus cabezas. Agitaron los dedos, piernas y brazos, pero todo fue inútil. En segundos, una lluvia de meteoros blandos y verdosos trazaba un puente entre el pequeño planeta y la luna azul. Los que quedaban de pie súbitamente se sintieron flotar. Intentaron encajar las uñas de los pies y manos como raíces en el suelo, pero era como si el mismo polvo de plata los rechazara. Todos y cada uno fueron atraídos hacia el inmenso globo celeste en medio de palmoteos y aullidos.
Algunos rezagados presenciaron el terrible espectáculo y huyeron en marcha desgobernada de vuelta a la seguridad de Celenia.
Muy pocos lograron escapar.
Tal fue el castigo sufrido por los ralunos, expulsados de su planeta hacia el inmenso astro azul.
Cayeron en una lluvia tupida sobre una superficie blanda, de una sustancia desconocida para ellos. Los engulló, arrastrándolos a través de profundos abismos hasta tocar suelo firme. Intentaron saltar, sin éxito, en este nuevo ambiente que parecía sorberlos hacia abajo. Volvieron los ojos al cielo, pero se encontraron sumergidos por un entorno líquido, espeso, seguido de una atmósfera pesada e inestable que todo lo deformaba; lo único que alcanzaron a percibir fue la lejana superficie plateada de su planeta, que lucía aún más pequeño desde este nuevo lugar. A pesar de la distorsión y la lejanía, supieron que en algún lugar de aquel disco plateado estaba Celenia, la de las torres de cristal, esperando por ellos.
Y hasta nuestros días, allí, en el fondo del mar, han esperado los ralunos la noche que tanto odiaron, anhelando la aparición de Celenia en la faz de la Luna. Cada noche vuelven los ojos hacia allá, con la esperanza de distinguir las calles de nácar y las ventanas de ámbar, soportando insomnes el castigo de los dioses, solicitando el perdón y el regreso… y cada noche las caprichosas deidades se burlan de ellos al ver sus intentos por volver a la Luna; ríen al contemplar miríadas de ralunos derrochar sus fuerzas en saltos que sólo logran agitar la marea.~
Leave a Comment