EL CASTILLO DE IF: Eduardo Galeano: una forma de ser latinoamericano

En El castillo de If: Eduardo Galeano: una forma de ser latinoamericano, de Édgar Adrián Mora /ilustración de Eduardo Mora


 

Durante mucho tiempo el discurso estuvo bastante descolocado de la realidad concreta. Ese viejo lenguaje estaba enamorado de su incapacidad de comunicar, como si eso fuera un sello virtuoso.
Eduardo Galeano

 

EN 1995 ENTRÉ a una enorme lona colocada en un predio cercano al metro Miguel Ángel de Quevedo en la ciudad de México sobre la avenida del mismo nombre. En ese lugar se extendían en el piso o en mesas improvisadas una cantidad inmensa de libros, revistas y materiales culturales de diversas naturalezas a precios accesibles. Era mi entrada al mundo de la exploración de los saldos y de la búsqueda de tesoros entre las montañas de ejemplares devueltos por las librerías. Muchas veces, entre esos montones de hojas que parecían venderse por kilo y mediante báscula, uno podría encontrarse una joya. Ahí fue que me hice de un libro que me voló la cabeza. Lo leí en pocos días y los siguientes lo pasé releyendo, subrayando y tomando conciencia del mensaje que transmitía. Nunca había leído cosa parecida. Después de años continuos de historia patria y universal contada a través de libros de texto gratuito y profesores perezosos, me encontraba con un texto que narraba de manera clarísima algo que me parecía evidente y cuyas consecuencias eran más que obvias en ese momento del tiempo.

Acababa de llegar al Distrito Federal proveniente de un poblado en medio de la Sierra Norte de Puebla. La memoria fresca de la dureza de la vida campesina, el testimonio directo de las condiciones de vida de los indígenas totonacas y nahuas de la sierra, los abusos continuos por parte de autoridades e intermediarios comerciales de la zona, todo eso hacía que lo descrito por el libro me pareciera verdad incuestionable. Eran los tiempos de efervescencia zapatista. Con una prosa similar a la que aquel libro contenía, el subcomandante Marcos lanzaba en sus Declaraciones desde la Selva Lacandona una relación de hechos que confirmaba lo que aquellas páginas habían anunciado más de dos décadas antes, en su año de publicación.

Años después de aquel primer encuentro, lo encontrado en aquellas páginas me sigue estremeciendo. La lectura y la vida posterior atemperaron en mí la recepción primera de aquel libro iniciático, pero no me hicieron renegar de éste. Incluso me atreví a recomendarlo a compañeros y estudiantes en quienes reconocía las inquietudes que yo tenía en los tiempos del primer encuentro. Siempre acompañaba la recomendación con las advertencias debidas: el libro era producto de su época, el tiempo aciago de las dictaduras militares y del intervencionismo norteamericano sin ambages; era producto, también, de la juventud de su autor al momento de escribirlo y publicarlo, alrededor de sus treinta años. Y, sin embargo, pude atestiguar cómo la prosa era tan poderosa que la mayoría de los lectores iniciados compartían esa fascinación primera y los empujaba, cosa que también alenté siempre en mí y en mis cómplices, a buscar más luces que alumbraran las sombras descritas en aquel volumen que ya para entonces era considerado un clásico de la reflexión acerca del ser latinoamericano. Ese libro fue, supongo lo habrán adivinado, Las venas abiertas de América Latina.

 

Ser sencillo

Estar en contra de las opiniones que tienden a la generalidad es uno de los deportes preferidos en estos tiempos de apatía hipster y búsqueda de aprobación pública en las redes sociales. Ante la muerte de Eduardo Galeano, después de unas horas de navegación azarosa, decidí apagar ese bombardeo de imágenes, citas y descalificaciones. Encontré denostaciones que, con seguridad, tenían argumentos para ser en sí, pero que en esos momentos no quería leer. Por ahí alguien lo comparó con Paulo Coelho, diciendo que eran autores similares. De ese tamaño y más grandes. ¿Qué hace un autor para despertar ese nivel de polémica y antipatía?

Una de las cuestiones que parecía desprenderse de los posts y opiniones de varios era lo que refería a una cierta cursilería y sencillez dentro de sus textos. Lo primero podría ponerse a discusión. No sé si la sensibilidad con la cual Galeano aborda temas terribles como la prisión, la muerte, la violación, la orfandad, quepa en los terrenos irregulares de lo cursi. En lo segundo, en cambio, estoy de acuerdo. La prosa de Galeano es transparente, diáfana. Por lo general alude a las emociones más que a la reflexión profunda. De pecados similares se acusa a Jaime Sabines y a Mario Benedetti, a Gabriel García Márquez. Y lo hacen por igual lectores experimentados que personas que repiten de manera acrítica argumentos populares escuchados o leídos en otros lados «nomás por convivir». ¿Por qué esa posibilidad de entendimiento cabal del texto molesta tanto?

Galeano puso en blanco y negro, sobre el papel, anécdotas y testimonios recogidos de la tradición oral del relato, de las notas de color de los periódicos pero, en cierto sentido más importante, también de los discursos enunciados por la izquierda militante latinoamericana. Toda la jerga exprimida del parloteo marxista (bien o mal asimilado y comprendido) que se escuchaba en las asambleas de los comunistas y los guerrilleros, esa incontinencia verbal que requería máxima atención para descifrar los argumentos y, más aún, para seguirlos. Galeano los pasó por el filtro de la literatura y de la crónica periodística y consiguió que muchos, incontables, leyeran esos textos y se permitieran la duda y la indignación. Cuando publicó El fútbol, siempre, a sol y sombra ‹ Panenka los izquierdistas más recalcitrantes, sobre todo más allá de Sudamérica, donde se concebía al futbol como otro opio del pueblo, debieron sentirse incómodos. Se unían dos mundos que alguien había decretado que deberían mantenerse apartados: el de la cultura popular (así fuera en su acepción de cultura de masas) y el del Olimpo literario. Hoy los libros que abordan el futbol de una manera similar son reconocidos como algo normal. Lo que se sigue castigando es la popularidad de los escritores basada en la cantidad de lectores que logra crear a partir de la sencillez en la forma de comunicar su propuesta. Incomodidad que, muchas veces, ni siquiera pasa por la lectura previa de aquello que se decide denostar.

 

Ser militante

Algo que muchos no parecen perdonarle a Galeano es su militancia abierta y la manera en cómo expresa ésta a través de su trabajo creativo. En estos días se le acusó de ser un «santón» para la izquierda latinoamericana, un escritor mistificado por su cercanía a figuras como Fidel Castro. No tengo elementos para defender esas relaciones, que Galeano tenía como claras y entrañables. La fidelidad (valga la palabra; guiño) tal vez tenga raíces en los días de Marcha y de Prensa Latina en donde Cuba era un oasis y un respiro en medio de una normalización de la violencia, de las desapariciones y de los asesinatos a granel. Una época de la cual no se hace memoria más que para reclamar que se siga «lucrando» con la memoria de todas las personas que murieron defendiendo ideales similares a los que Galeano siguió enarbolando toda su vida.

Tal vez lo que molesta es que se haya atrevido a tomar partido, a meterse en una trinchera en la cual los cuestionamientos se igualan a los argumentos válidos. En América Latina, sobre todo después del boom, la idea de un escritor que opina sobre temas políticos y que esgrime una postura clara parece imposible de pensar. Es más cómoda la indiferencia, la ambigüedad, la neutralidad perezosa. Ese «estar en los límites» (o fuera de éstos) presenta una ventaja para la crítica de aquellos que sí asumen un lugar claro: son outsiders, idealistas o aprovechados de las luchas sociales. Y no es improbable que varios lo sean. Galeano, sin embargo, no modificó sustancialmente sus posturas según como soplara el viento y eso debería ser tomado, al menos, como coherencia.

Nadie ridiculiza ni confronta el otro espectro de ese pensamiento. El que afirma que el lector de Eduardo Galeano debe ubicarse dentro del concepto de «perfecto idiota latinoamericano», según esto, por su falta de rigor y de «comprensión global» de la economía (esa nueva referencia) y la política internacional. Estoy seguro que muchos lectores no alcanzamos ese grado de comprensión (también estoy seguro que muchos de los acusadores tampoco lo tienen), sin embargo, creo que indignarse por lo que se relata en textos como Patas arriba: la escuela del mundo al revés tiene explicación en lo que se percibe en la vida cotidiana, en la economía y vida real, más allá que en los grandes tratados de la Escuela de Chicago. Militar como verbo, dentro de ciertos campos de la cultura latinoamericana, es un enorme pecado; como sustantivo cada vez es más tolerado. Tenemos mala memoria.

 

Ser ambicioso

Escribir Las venas… a la edad que Galeano lo hizo resulta sorprendente. Refleja una ambición desmedida por apresar una realidad compleja y de múltiples composiciones. Esa ambición lo llevó a generalizar algunas cuestiones y proyectarlas como propias de toda América Latina, aun cuando esos países hubiesen tenido procesos históricos distintos o asimétricos. En tiempos recientes reconoció la imperfección de ese abordaje (ver: http://cultura.elpais.com/cultura/2014/05/05/actualidad/1399248604_150153.html) y aceptó que incluso la izquierda ha cometido errores en distintos gobiernos a los cuales ha accedido. Pero más allá de renunciar a esas obras monumentales, decidió emprender nuevas tareas con dimensiones similares.

Eso es, por ejemplo, Memoria del fuego, los tres volúmenes en los cuales cuenta una historia de América (no sólo latinoamericana sino también angloamericana) a través de viñetas que, como un fresco monumental, permite atisbar lo general al centrarse en las historias particulares. Memoria del fuego es, con mucha probabilidad, la manera más accesible de acercarse a la historia de nuestra región: América Latina, un concepto cuestionado hoy más que nunca. Cualquiera que pretenda tener una visión panorámica de la historia latinoamericana debería regalarse la posibilidad de maravillarse con esta obra, tal vez no con la poética del autor, pero sí con su tremenda osadía. Esta excéntrica enciclopedia de la historia latinoamericana obtuvo el American Book Award en 1989, para quienes sólo leen libros avalados por los galardones.

Su ambición no paró ahí. En una forma similar se propuso contar una historia universal. La llamó Espejos y publicó un primer volumen en 2008. A saber si la obra se habría proyectado para crecer, nunca lo sabremos. Quizá todo lo que faltaba o lo que había planeado se escribió en volutas de humo de cigarrillo. En humos que se elevaron para contar una historia que no sería más escrita. Quizás.

 

Ser lector de Galeano

Soy un lector entusiasta de Galeano. Me enorgullezco de eso. Mi libro favorito de él es Días y noches de amor y de guerra. Durante mucho tiempo ha estado entre mis lecturas y relecturas favoritas. Estoy seguro de que estará ahí todavía durante algún tiempo. Me convence de que en esta vida hay mucho que agradecer. Que la vida es para ser vivida de la mejor manera posible y adaptándose a las situaciones que se nos presenten. Lo terrible nos puede pasar, pero también lo luminoso y lo digno de agradecer. Yo agradezco que Eduardo Galeano haya existido, que haya escrito y que se me haya concedido a mí poder leerlo. Gracias.­­~