EL CASTILLO DE IF: La imposibilidad de la nostalgia de izquierdas
Un texto de Édgar Adrián Mora
LA NOSTALGIA TIENE diversos rostros. Al parecer, en este siglo es un elemento imprescindible de la creación artística. Las referencias a un pasado que se supone idílico o ingenuo, permite miradas irónicas o cargadas de cierta postura que enarbolan los productos culturales del pasado reciente como algo que el kistch o el camp convirtieran, vía la mirada entrenada del espectador asiduo a la cultura pop, en algo cool.
Ahí está ese éxito instantáneo y, en cierto sentido desmedido, de facturas como Strange Things, la serie del verano que explotó en la plataforma Netflix a partir de sus guiños a clásicos cinematográficos de los años ochenta como ET, Stand by me, Carrie, Alien y otros varios (mención aparte y análisis independiente merecen las referencias a los seriales noventeros y de principio de siglo XXI como X Files, Millenium y, sobre todo, Fringe). La cultura pop norteamericana como gran referente de las preocupaciones de entretenimiento de las generaciones actuales.
La época en la cual vivimos, con una aparente medida de fuerzas entre los EU y Rusia, pareciera invocar los años dorados de la Guerra Fría. Aquella que asumimos a través de productos propagandísticos como Rocky IV, Rambo III o Delta Force. Ese espíritu de inestabilidad constante, de vivir en un peligro innombrable pero existente, retoma bríos renovados en una época en donde la derrota del socialismo es algo que de tan evidente ni siquiera se menciona. El capitalismo emerge en su fase salvaje para convertir en ficción digerible aquello que, en algún momento, representó una realidad para varios millones de seres sobre el planeta. ¿Cómo viven esos seres la nostalgia que no tiene que ver con la añoranza de una cultura pop de endiosamiento de los valores norteamericanos y demonización de los soviéticos?
[pullquote]Al parecer, en este siglo [la nostalgia] es un elemento imprescindible de la creación artística.[/pullquote]
He ahí una pregunta que no adquiere una respuesta inmediata o satisfactoria. Quizá se deba a que la historia de la militancia del socialismo y el comunismo ya es de por sí triste. Y sentir nostalgia de la tristeza es una especie de redundancia que no puede conducir sino a una depresión severa en aquel que pretende internarse por esos caminos. Y, sin embargo, es un camino que alguien tendría que tomar en algún momento. Es uno de los grandes temas, sobre todo en los países de una América Latina que, al triunfo de la Revolución Cubana en 1959, vislumbró la posibilidad de romper con la hegemonía norteamericana en la región e instaurar la dictadura del proletariado. Ambiciones más, ambiciones menos.
Daniel Espartaco Sánchez se interna con mucha pericia en esos vericuetos. Escuché al autor en la presentación de su más reciente libro, Memorias de un hombre nuevo (2015), en la Feria del libro de Tijuana de este año y de inmediato me llamó la atención el hecho de que su novela tuviera puntos de contacto con otra obra que se había presentado el día anterior, Anatomía de la memoria (2014) de Eduardo Ruiz Sosa, y con mi ficción biográfica sobre Héctor G. Oesterheld, Continuum (2015). Los tres libros aludían a un tiempo en el cual el heroísmo era una posibilidad. En donde el horizonte de la revolución, vislumbrado por las posibilidades del triunfo del socialismo, imprimía un optimismo que creó personajes que, sin embargo, y desde el revisionismo posterior de la ficción, no pueden ubicarse más que en el terreno de la nostalgia. Una nostalgia, a diferencia de la impulsada por la cultura pop gringa, que alude a aquello que no fue. Una nostalgia por la victoria inevitable antes de que se revelara en monumental fracaso. Así fuese en la Rusia soviética, como el la ficticia Ruritania, en la Argentina de la resistencia a la dictadura o en la vida impuesta por la guerrilla en el México de los años setenta en el norte del país.
En el caso de Daniel Espartaco Sánchez esta exploración se convierte en un leit motif de su obra y en parte fundamental de la poética que ha construido, de manera consistente, hasta el día de hoy. Hay referencias que usan el revisionismo histórico pero que, al mismo tiempo, se matizan por el uso de un humor que no es festivo ni esperpéntico sino, en todo caso, amargo y negrísimo. Por ejemplo, al describir a uno de los personajes que aparecen en su novela Bisontes (2013), pareciera aludir al famoso sketch que los Monty Python hacen en The Life of Brian (Terry Jones, 1979) donde los guerrilleros que se oponen a la presencia de romanos en tierra judía dejan patente que la división entre ellos mismos es lo que impide la existencia de una resistencia eficaz. Dice Espartaco Sánchez:
En 1969 Fernanda Luján pertenecía al MARIP, Movimiento Armado Revolucionario Independiente del Pueblo, una escisión del MARP, Movimiento Armado Revolucionario del Pueblo. La separación de ambas organizaciones ocurrió en medio del asalto a una sucursal del banco Longoria, en la ciudad de México, cuando no sólo fueron evidentes los desacuerdos tácticos del grupo, sino que dos líderes naturales en pugna son demasiados para un grupo armado de cinco personas. Cuando llegó la policía, los dos nuevos grupos (el ahora llamado OMARP, el Original Movimiento Armado Revolucionario del Pueblo, y el MARIP, Movimiento Armado Revolucionario Independientemente del Pueblo) huyeron cada uno por su lado y ambos intentaron apropiarse el asalto fallido, lo que causó una gran confusión en los medios que quedó zanjada al llamarlos terroristas a todos.
En Bisontes aparece Miguel Habedero, personaje que encarna al escritor contracultural de los años sesenta reconocido en su época y destinado a “revolucionar” la historia de la literatura mexicana. Habedero es, en sí mismo, una construcción fársica que alude a todos los escritores que podrían incluirse dentro de tal definición. ¿Cuántos escritores no pueden presumir de lo mismo que Habedero? En ese sentido, resulta interesante la manera en cómo Espartaco Sánchez consigue construirle un futuro menos idílico que el que muchos de estos escritores asumen como deuda histórica e incomprensión de los ignorantes. En Gasolina (2012), Habedero aparece también como tutor literario en un encuentro de escritores jóvenes (del FONCA, podría presumirse): “Los cuatro becarios en la categoría de novela éramos Carrera, la pálida Romualda Velásquez, el inexorable Mario Gratín, exhaustivo en sus comentarios y yo. El tutor, Miguel Habedero, un escritor de los años sesenta, no tenía nada qué decirnos: miraba absorto la mesa y hacía un ruido exasperante con el bolígrafo. Según me explicó mi compañero de cuarto, era autor de dos clásicos marginales de la literatura mexicana: Caminos de desolación y Walden tres. Cuando Carrera terminó de leer el sexto capítulo de su novela, Habedero se quedó absorto frente a sus fotocopias y se rascó la coronilla”.
El título de esta novela corta refiere al éxito de Daddy Yankee, el reguetonero que se convirtió en figura internacional a partir de la interpretación de tal pieza. El autor de Gasolina hace una defensa del reguetón como vehículo de transformación lingüística, al mismo tiempo que se burla de quienes enarbolan una supuesta superioridad moral por rechazar la música de este tipo de género. A pesar de su aparente contemporaneidad, también acá aparece la nostalgia, y un reclamo: la inexistencia de persecuciones en lancha (un cliché de las películas de espías y de las denominadas “de acción”, probablemente desde los años sesenta) en la literatura mexicana. Por lo que Sánchez incluye una larga escena de persecución en lanchas con combate a mano limpia en una de éstas. Es Habedero quien hace tal afirmación en “Gramsci, ¿por qué me has abandonado?”, cuento incluido en El error del milenio (2014). Uno de los diálogos con el narrador:
Nos quedamos de ver en un café de chinos en la calle de Madero. [Habedero] Usaba un corte estilo afro que le sentaba muy bien, una chaqueta de mezclilla y suéter cuello de tortuga, la barba tupida y arremolinada. Yo no lo había visto desde que tuvo que salir del país, perseguido por la policía y acusado de colaborar con la guerrilla. En la ciudad, al menos entre un pequeño grupo de personas, se convirtió en una leyenda. Me contó que había estado viviendo como ilegal en los Estados Unidos, ganándose la vida como barrendero y lavaplatos. Tamborileaba sobre la mesa con una cajetilla de cigarros y miraba hacia todas direcciones, temeroso, pensé, de encontrarse con alguna de las mujeres que había abandonado más de diez años atrás. Encendía un cigarro con la colilla del anterior, sin hacer una pausa para respirar, pendiente de la puerta que daba a la calle, del mostrador donde una china hablaba por teléfono, o de la puerta del baño, e incluso, no podía evitarlo, echaba un par de miradas furtivas debajo de la mesa.
―José Agustín estuvo en la cárcel ―le dije.
―¿Por disidente?
―No, lo agarraron con dos kilos de mariguana para consumo personal.
―¿Qué otras noticias ha habido?
―Gustavo Sáinz se exilió en Estados Unidos.
―¿Algo más?
―Carlos Monsiváis y Octavio Paz tuvieron una polémica.
―Algo interesante ―me dijo, como si pudiera haber algo más interesante que una polémica entre Carlos Monsiváis y Octavio Paz.
―Carlos Fuentes acaba de publicar una novela.
―¿Tiene persecuciones en lancha?
―No.
―En serio, Stoltz, ¿nada interesante?
―Nada ―le dije.
Tanto El error del milenio como Cosmonauta (2011) tienen ambientes nostálgicos que evocan una desilusión más o menos atribuible a la derrota del socialismo. Cosmonauta, quizá el mejor volumen de todos los que menciono en este texto, reúne una serie de historias en las cuales la sensación de suspensión en el tiempo es algo inherente a todos los relatos. Resulta curioso, por ejemplo, la mención a muchos elementos propios de la cultura popular soviética que, agrupados como elementos de memoria en los diálogos y narraciones de estos cuentos, suenan más a ficción que a cuestiones cotidianas. En “Estación Espacial Mir” se anota, por ejemplo:
Mi padre dice que cuando él era niño no sólo se podían ver las estrellas, sino también los satélites artificiales; me contó que vio el Sputnik, a Yuri Gagarin, a Laika, y yo le creí. Ahora no le creo nada, pero me gusta que me cuente cosas de cuando él era niño; la vida era más simple y feliz. Me dice que Laika descendió a la tierra en paracaídas y cayó en el desierto del Gobi, que de ahí fue llevada a Moscú donde le hicieron un desfile y la nombraron Heroína de la Unión Soviética. Me cuenta que cuando murió disecaron su cuerpo, como yo he visto que algunas personas hacen con sus perros, y la colocaron en el mausoleo de Lenin, donde también está enterrado Yuri Gagarin. Me dice que hay una estatua de Laika en el Monumento a los Conquistadores del Espacio en Moscú. No pueden ser unos tipos malos los rusos, como dicen en las películas, si son capaces de ponerle una estatua a un perro.
Más allá de esa nostalgia por lo que no fue, hay en los dos volúmenes de cuentos mencionados, una referencia clara a cuestiones más cercanas y en suma entrañables. Cosmonauta aborda a la familia, a la relación que se establece con los padres; todo traspasado por una neurosis triste que hace de cada una de las piezas una especie de bomba sorda; de historia en apariencia inane que, sin embargo, está destinada a explotar en nuestro interior en algún momento.
Al terminar la lectura de estos libros de Daniel Espartaco, y con Memorias de un hombre nuevo en el buró, pienso que el triunfo de la nostalgia pop del capitalismo, esa que inunda las pantallas de cine, televisión y alguna narrativa contemporánea, funciona porque alude a un tiempo superado que se sabe mejor que éste; su repetición es un síntoma de que el horizonte de expectativa de nuestra sociedad actual se encuentra, en paradoja, hacia atrás. La probable inexistencia, o poca resonancia de la nostalgia por la cultura pop de la izquierda representada por la inscripción en la historia de los soviéticos, se puede explicar porque quienes podrían sentir esa nostalgia creen aún que ese tiempo no ha finalizado; han eternizado su expectativa hacia el futuro y, de mil formas distintas, han construido una imagen del mundo en donde la revolución siempre será posible. Escuchan a Silvio Rodríguez (Cuba es el único país en donde he sentido una auténtica nostalgia por los tiempos soviéticos, encarnado en el imaginario como la época anterior al “Periodo especial”), siguen llevando afiches del Ché Guevara a las manifestaciones, escriben tesis doctorales sobre Gramsci y les emociona la aparición de figuras como Vladimir Putin y su aparente confrontación con los Estados Unidos. Recuerdan a las personas que siguen poniendo un plato extra en la mesa, o planchando el traje de domingo y colocándolo sobre el perchero, ambas cosas destinadas para el uso de alguien que ha muerto varios años atrás. La rutina de las costumbres es una de las cosas más difíciles de extirpar y una vacuna para que la memoria no nos joda el optimismo sin evidencia.~
Daniel Espartaco Sánchez, Cosmonauta, México, FETA, 2011.
–Gasolina, México, Nitro/Press, 2012.
–Bisontes, México, Nitro/Press, 2013.
–El error del milenio, México, Nitro/Press, 2014.
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