Not with a bang
¿Puede haber algo peor que el fin del mundo? Un texto de Ruy Feben
LOS ANIMALES NO me asombraron sino hasta bien pasados los diez años. Antes de eso nunca perseguí palomas, nunca freí una hormiga con una lupa, nunca quise una mascota y, sobre todo, nunca acaricié un cachorro. Esto último siempre le pareció anormal a mi madre: tenía cinco años y no me divertía que un tierno y dorado labrador me moviera la cola; acaso sentía temor (bueno, seamos realistas: tenía fobia) de esas bestias enormes cuya única hambre –y esto yo lo sentía auténticamente– era matarme en el parque, convertirme en apenas un gemido, un lloriqueo. Mi mamá siempre decía que el perrito solo estaba jugando, pero a mí esa interpretación me parecía demasiado benevolente: un animal carece de inteligencia y voluntad; o sea: no tiene alma. Según mi entender infantil, un ser sin alma podía emular las formas, las voces, la muerte, pero no la empatía: son siniestros. Gusi Gusano y la Rana René son capaces de mantener su sonrisa artificial ante el más sangriento de los asesinatos: igual que un perro. Por entonces no mediaba racionalidad con este hecho pero, ahora que lo veo con los ojos de un adulto de la era postpsicoanalítica, me parece que lo que me aterraba era la falta de certeza. La falta de comandos que permitieran controlar al perro de manera inequívoca. Era yo un niño inseguro que aprendió demasiado temprano que el superego es el jefe: cualquier espacio de indeterminación me parecía sencillamente siniestro. Y para mí, no había nada más siniestro que un valle verdísimo rodeado de árboles y repleto de juguetones cachorritos interpretando mis gritos de horror como invitaciones a corretearnos.
Más o menos por estas mismas razones me obsesioné desde muy niño con las máquinas. Contrario a los perros del parque que por ninguna razón me tomaban por su amigo y a los cara de niño que aparecían todo el tiempo en el patio de la casa sin causa aparente, los efectos de pulsar un botón eran predecibles con rotunda exactitud, casi siempre. Me maravillaba, por ejemplo, un Spirit que mi padre recibió de la empresa en 1989: los vidrios subían con solo pulsar un botón, siempre del mismo modo, siempre a la misma velocidad. Comprobé una y otra vez, absolutamente absorto y asombrado, que esa repetición fue fidedigna hasta que el mecanismo automático de la puerta se descompuso, y aun entonces me maravilló que no funcionara nunca, sin importar lo que yo hiciera. Ese mismo auto hablaba en determinadas circunstancias: «Abroche cinturón de seguridad», decía; «Combustible a punto de terminar», sentenciaba, siempre con el mismo sonsonete artificial, con el mismo canturreo que subía y bajaba como cálida marea. Otros portentos de la precisión mecánica maravillaron mi niñez: un jueguito electrónico y portátil de beisbol, al que fácilmente se le encontraba el modo para hacer jonrones infinitos; un carrito a control remoto que mi madre me compró en un mercado y que, para sorpresa de todos, respondía siempre con exactitud atómica; los teléfonos de tonos. No tardé en descubrir ciertas películas: en Volver al futuro II me sorprendía no tanto con la patineta voladora (que, muy animalmente, dejaba de funcionar en el agua) como con la chamarra que se autoajustaba a la perfección y los zapatos deportivos que se anudaban solos y la pizza que se horneaba perfecta en segundos; tras ver Terminator II me desvelaba muchas noches pensando no en las imposibles aventuras de un robot redimido, sino en la exactitud con la que tantas vidas distintas se cruzaban, la paradoja del niño que manda a su padre al pasado para que lo engendre; la repetición mecánica de los días en Hechizo del tiempo se me antojaba un paraíso. Mucha gente de mi generación creció queriendo ser jedi o Tortuga Ninja; yo hasta los diez u once años quise ser el Doc Brown.
Cuando estaba a punto de terminar la escuela primaria sucedieron tres cosas. La primera: aprendí a usar un desarmador; entendí que las máquinas no eran sistemas infalibles: bastaba quitar un tornillo para que todo se volviera chatarra. Así lo comprobé con el jueguito de beisbol portátil, que desarmé una vez con la intención de mejorarlo; no sé si logré eso, porque lo que obtuve fue un esplendoroso montoncito de metalitos inútiles. Segunda: tomé mi primera clase de biología; entendí que los animales responden a los impulsos siempre e inequívocamente de la misma forma (al menos nosotros). Esa clase desencadenó otras clases, filosofías y sociologías e historias que me hicieron comprender un hecho que cambió toda mi vida: los animales funcionan como máquinas; las sociedades igual; la historia. Lo único que no funciona con circuitos exactos y desarmables es el alma –y por eso escribir tiene sentido: porque nos recuerda que hay algo dentro de nosotros que todavía pasta y rumia y jadea sin sentido ni orden. De no haber descubierto eso, yo hubiera sido ingeniero y este texto trataría de, digamos, la manufactura de armas durante la Guerra del Golfo.
Lo cual me lleva a recordar la tercera cosa que me sucedió poco antes de terminar la primaria. Una noche mis padres, a punto de divorciarse, miraban fijamente en el televisor de la casa (que continuamente tenía problemas impredecibles con la antena) una imagen que no olvidaré nunca: un mapa de Irak, verde, donde con puntos rojos se señalaban los sitios de conflicto. En la pantalla decía, en letras muy grandes: «GUERRA EN EL GOLFO PÉRSICO». No me dejaron mirar demasiado: después del mapa aparecieron imágenes de tanquetas disparando, soldados corriendo por el desierto, explosiones. En el instante en que mi madre puso su mano sobre mis ojos supe que se trataba de algo grave. Por esa época yo dormía junto a una ventana grande en la parte de arriba de una litera; pasé varios meses temiendo que en una noche cualquiera la ventana se iluminara y un misil enviado directamente desde Bagdad golpeara mi colchón, justo el mío. Para mí era algo así de automático: hay guerra a trece mil kilómetros de distancia, pero la máquina que jadea debajo de las coincidencias perfectamente podía determinar, qué sé yo, que un misil saliera de rumbo, volara mucho más de lo esperado, y pum: cayera en una ventana no tan grande de la colonia Narvarte. Esa lejanía tan cercana que la tele me procuró con la Guerra del Golfo me volvió la vida caótica y fantástica a un tiempo: no existía un niño en un colchón en Basora; existía solo el mío, solo mi ventana. Recuerdo esa época como algo emocionante, básicamente porque dejé de temerle a los perros (comprendí que eran máquinas) y comencé a temerle a otras cosas (comprendí que eran máquinas): de un barbón de la tele aprendí que había unas naves extraterrestres que se llamaban OVNIs que, a veces, secuestraban gente sin que nadie se diera cuenta; en las clases conocí el concepto de aborto; mis compañeros de la escuela, que era solo de hombres, empezaron a producir cantidades obscenas de testosterona que, de manera absolutamente animal, les provocaron tremendas ganas de golpearse unos a otros en los recreos. Mi mundo se volvió un caos sistemático donde, según estrictas matemáticas, las probabilidades de que algo me matara eran altas, cada vez más altas.
Me parece que es una cosa generacional: nací al final de la Guerra Fría, he visto desfilar decenas de crisis económicas, nuestro sistema social está devastado por siglos de injusticias, he presenciado casi en primera fila magnicidios y holocaustos, tenemos toda la tecnología a la mano (y de manera tan natural, tan incontrolable, tan animal), nos han repetido hasta la náusea que el mundo terminará en cualquier momento. Y lo que hemos vivido (o visto en la tele, que es lo mismo) nos ha enseñado que eso sucederá de un momento a otro: con una bomba atómica o con un brote imparable de antrax o con una masiva guerra civil o con un arma inteligente, inimaginable y cruel: hemos aprendido que el final de todo será devastador, automático, casi mecánico; eso nos aterra, pero de algún modo nos deja tranquilos. Hubo un momento en el que, durmiendo todavía en esa litera junto a la ventana, muchas noches después de tener pesadillas recurrentes con una bomba, llegué a desear que sucediera algo, lo que fuera, con tal de que mi fantasía se cumpliera. Vi tantas películas de ciencia ficción, leí tantos libros de héroes curtidos a fuerza de eventos inesperados, que creía que un hombre de verdad solo podría hacerse después de una catástrofe de verdad.
Han pasado más de veinte años de eso; he aprendido a temerle de verdad a las balas y que los OVNIs seguramente contienen seres de paz. He aprendido que no existe nada más mecánico que el pensamiento mágico: tras el derrumbe ideológico de casi todas las religiones del mundo, necesitamos todavía creer que algo nos salvará –y para que algo nos salve, debe haber una amenaza inminente pero maquinal, alguien a punto de pulsar un botón que automáticamente baje la ventana de la catástrofe. De tal manera que no dudo (no me atrevería jamás a dudar) de los gringos que tienen doscientos mil dólares de víveres enlatados en un búnker bajo sus backyards en Kansas, ni de los italianos que compran un pueblo en Yucatán para garantizarse una visa en la segunda venida de no sé quién: lo que ellos hacen responde a una verdad única, mecánica como jueguito de beisbol, que se llama no supervivencia, sino cordura. Superego. Empatía. Alma. Y supongo que yo, al igual que ellos, espero (deseo) que de verdad algo pase el 21 de diciembre de 2012, cuando (dirían las decenas de documentales que al respecto se han transmitido en todos los canales de televisión) «el calendario maya llegue a su fin». Que pase algo por mera solidaridad con el mundo; por mero placer mecánico; porque de algún modo lo merecemos; por rigor dramático. Porque (diría otra máquina perfecta: la publicidad) tanta gente no puede estar equivocada. Porque, de no acabarse el mundo, podrían pasarnos cosas peores.
Hoy, mientras comenzaba a escribir este texto, encontré una página que se llama Future Timeline [1]. Ahí se hacen predicciones enteramente basadas en la ciencia de los años por venir; sorprendentemente, quienes han aportado información sobre ese futuro no contemplan su destrucción (ilusos). Algunas predicciones son certezas: la Copa del Mundo de 2014 será en Brasil; hacia 2030 la posibilidad de enfermar de cáncer será prácticamente nula. Otras son proyecciones de la ininterrumpida carrera de nuestra ciencia y de nuestros movimientos sociales: hacia 2024 tendremos la mayor crisis de refugiados de la historia por cuenta de una tremenda inundación en Bangladesh; a mediados del siglo XXII Estados Unidos habrá decaído como potencia y los estados del sur volverán a anexarse a México por la afinidad cultural y porque México será una economía en rápido crecimiento. Las visiones del futuro siguen hacia los siglos por venir, pero en algún momento nuestra visibilidad se agota: en el siglo XXI hay decenas de predicciones por año; en el XXIII, vagas y pocas fantasías cercanas a la ciencia ficción (la colonización de Marte, un promedio de estatura de 2.10 metros). Pero las certezas más rotundas las tenemos de los siglos más lejanos en el futuro. Sabemos que en el año 50’000,000 después de Cristo África y Asia formarán un súper continente y que dentro de cientos de miles de millones de años (y cito la página) «el último hoyo negro se habrá evaporado. El universo se seguirá expandiendo para siempre, pero estará esencialmente muerto». Este es la última frase de la última entrada de esa página: es un final tan terso, tan calmo, tan natural (¿tan animal?) que me aterra del modo que los perros me aterraban hace más de veinte años.
No sé si el terror se vea claramente: dentro de miles de millones de años, más de los que podemos contar, el universo, las galaxias, las supernovas y los asteroides, los soles y las lunas, lo desconocido, habrá desaparecido. No quedarán misterios. No existirá el futuro y nada habrá existido nunca. Las maquinitas de beisbol y los perros y Marty McFly y el polvo que queda cuando todo muere no habrán sido. Nunca. Si antes no llega la maquinal guerra ni el cataclismo nuclear, tendremos el horror auténtico: terminaremos como cuatro líneas escritas por TS Eliot [2]:
This is the way the world ends
This is the way the world ends
This is the way the world ends
Not with a bang but a whimper.
Necesitamos el fin del mundo; deseamos el fin del mundo. Porque el peor fin del mundo posible sería que no sucediera nada. Que nuestro pensamiento mágico se frustrara. Que nuestra ventana no baje con el botón. Que este mundo con el que lidiamos no sea una máquina aceitada sino un perro moviendo la cola, interpretando nuestros horrores como un juego continuo, infinito. Cruel. Seremos acaso el eco imaginario de un Eliot que nunca existirá, repitiéndose quién sabe dónde: not with a bang but a whimper, not with a bang but a whimper…~
Notas:
[1] www.futuretimeline.net
[2] http://allpoetry.com/poem/8453753-The_Hollow_Men-by-T_S__Eliot
Mientras haya frío o calor, uno de esos fenómenos físicos transformará la vida, pero la vida continuará su curso. Algo de eso dijo Chopra.