Los fantasistas

Desde la admiración que causan los mejores deportistas en los niños, hasta la superación propia, y la pasión por esa superación, el autor hace una reflexión de lo que significa el deporte

 

A MENUDO SUELO asomarme por las ventanas de mi casa a mirar a la calle que desemboca en el río. A menudo miraba también, mientras me volvía un hombre, a los niños jugar en la tranquilidad de la calle. En ese ínterin recuperaba algo de aquellas corridas sin sudores, recuperaba algunos gestos de tibieza que se escapaban de las caras agraciadas de aquellos guerreros de la vida pintados de colores, manchados de barro y sonrientes. Recuperaba algo que no me deja aun y que ojalá jamás pueda olvidarme.

Recordar entonces, porque éste es el juego habitual del tiempo, de las edades, de la vida que pasa y nos deja algunas evidencias. Recordar, entre otros, al niño mirándose al espejo y pretendiendo patillas de adulto, mirándose fijamente en esa acusación de la niñez única que acusa desde el asombro al asombrado, al perplejo divertido que luego de peinarse como el padre o la madre salía correteando a la calle a encontrarse con el mundo. Su mundo, en el que una rama desojada de las moras podía ser un arma para aniquilar enemigos, mutantes, marcianos y, luego de exterminarlos, la misma rama podía ser una varita que poblara el mundo de nuevos seres imaginarios, asombrosos, tenebrosos.

Ese mundo, fértil en ideas, que no abandonan al hombre hasta que este decide abandonarlas, tiene todo en un puño, en un puñado de tierra, en una piedra, o en dos, o en cuatro de ellas que se erigían en el más imponente de los estadios de fútbol.  Allí sólo correteando y nombrándose con el nombre de otro uno era quien quisiera, pateaba como quien quisiera y gambeteaba como quien quisiera. Podía volver a convertir goles del pasado, del presente en su nombre o del futuro en nombre ajeno. Todo estaba ahí, al alcance de la mano y es cierto que las posibilidades cambian si cambiamos pero jamás dejamos de ser posibles.

Queda flotando entre cierta tragicidad, comprendida en su dimensión real, esa mudanza de lo mágico del niño, del mundo mágico del niño a ese mundo pasional del adulto, al hombre como dueño de sus posibilidades.

Quedan también en la anécdota aquellos ídolos falsos que uno tuviera y se atribuyera como propios sólo fundándose en una admiración que a veces no tenía o no tiene a nuestros días una explicación. Queda algo más allá de la anécdota, realmente quedan muchas cosas pero me interesa pensar un poco más en cómo esos ídolos falsos nos encaminan detrás de un ser y un hacer que se realizan en el deporte, en cualquiera que elijamos. Cuánto se comparte y cuánto, indefectiblemente, se aprende a compartir y a competir cuando la competencia cae en la suerte de llevarse a cabo sanamente.

El deporte aporta muchos ejemplos a nuestra cotidianeidad, de los buenos, de los no tan buenos y de los definitivamente malos. Por esto hablaba de ídolos falsos, de ejemplos magistrales de atletismo, destreza, fortaleza u otros que, detrás de estos exponentes magistrales, nos muestran hombres como todos, con virtudes (las deportivas en este caso) y defectos como los que todos tenemos. Como tenemos padres y madres que a veces son también objetos de idolatrías obsecuentes y obnubiladas por el cariño que sentimos. Es importante tomar de los ejemplos lo bueno y lo malo, lo no tan malo y lo no tan bueno pero es mucho más importante quizá aquel momento en el que comprendemos o caemos en cuenta de que aquellos objetos de admiración son tan humanos como cada uno de nosotros. Esto no implica desdeñar cualquier cosa que puedan dejarnos o podamos tomar de ellos sino todo lo contrario. Implica la aseveración realista de que la humanidad es un exponente magistral en muchos casos y en otros es también humano y que es en lo humano y por lo humano que florece la virtud del virtuoso y la admiración del quien admira.

Quizá, saldado en la medida de las posibilidades el tema de los ídolos falsos, uno puede empezar a desentrañar que más nos da o deja el deporte en su expresión. Porque es innegable que el deporte es también una forma de expresión e innegable también  que ser lo que somos cada uno se realiza en ese expresarse. Aquí entra en juego algo que heredamos en gran medida de la competencia, de la sana competencia, de la que en muchos casos se trata de superarnos a nosotros mismos. En el realizarse del deporte entra en juego un encaminarse de la pasión, no de las diseminadas o pluralizadas sino de esa pasión que de alguna forma nos hace ser aquello que somos, por lo cual reímos, lloramos de tristeza, de alegría, tememos, enfrentamos esos temores, etc.

Esa pasión que nos conmina a superarnos, a aspirar al triunfo porque la derrota ya la tenemos y no tiene nada de malo pero la voluntad de los hombres siempre ha sido de superación. Esa pasión nos pone ahí, en ese límite incompresible e irracional en el que el cuerpo pesa menos (o más) antes de salir a una cancha de fútbol, en el que el calor nos invade aunque afuera haga bajo cero, en la sensación de que aun nos resta un último sprint  para ganar la carrera aunque nos hayan sacado mucha ventaja.

Me detengo brevemente a pensar en aquellos que desde la necedad son encaminados a superarse y lograr lo que logran pocos por su pasión, aquello que les permite sentirse vivos está definitivamente en el deporte. Aquellos que sin los recursos, ni el apoyo necesario, como sucede en casi toda Latinoamérica, llegan hasta donde pueden y este “hasta donde pueden” a veces toma dimensiones espectaculares.

Cómo pensamos esto más allá de la física y los resultados, cómo lo pensamos más allá del imponderable azar que lo gobierna todo desde una anarquía inaprensible.

Corremos, saltamos y miramos alrededor y nos vemos en los ojos de los otros que sienten lo mismo: los mismos miedos, los mismos deseos, las mismas cosquillas del desafío que nos permita ser en nuestra máxima expresión, en la expresión atávica del juego que es cierto que ha evolucionado a niveles excepcionales pero que en el fondo sigue tratándose de lo mismo, sigue tratándose de nosotros.~