Circuito cerrado

Texto: Lola Ancira Intervención: Enrique Urbina

Always eyes watching you and the voice enveloping you.
Nothing was your own except the few cubic centimeters in your skull.
George Orwell, 1984

Los jueves eran de robo, pero de un momento a otro, el de esta semana se convirtió en jueves de muerte. Lucía vio todo en cuanto se registró en una de sus cámaras, y pasó los últimos diez minutos repitiendo la escena en cuadro por cuadro o cámara lenta, encontrando diferentes detalles. En la última reproducción, por ejemplo, notó que la intención del conductor fue, desde un principio, aplastar el cráneo, realizar un trabajo impecable.

Ésa era la tercera muerte desde que empezó a dedicarse a observar a los demás, pero las anteriores ocurrieron siempre en domingo. Miró el incidente de nuevo para tratar de convencerse de que el animal no había muerto, pero vio el cráneo estallar una y otra vez, y le resultó imposible modificar el pasado por más que insistiera en pausar el tiempo en el segundo anterior a ese mínimo desastre.

Aquel canal de compras 24 horas parecía una total pero obligatoria pérdida de tiempo hasta que anunciaron el circuito cerrado de televisión que terminó por adquirir. Pagó la oferta que incluía la instalación y un curso básico. Se convirtió en un testigo mudo e invisible. A los pocos días, recibió una invitación para vender su material a la Sociedad de Voyeristas Anónimos (cuya relación con Vecinos Vigilantes ha sido clandestina desde sus inicios), y decidió aceptarla por la comodidad de permanecer en casa.

Notó pronto que la SVA aumentaba su retribución si en los videos se registraban actos sexuales, violentos o sanguinarios, de ahí que las noches de jueves a domingo se convirtieran en las mejores, pues en éstas, con seguridad, ocurría al menos uno de esos bien remunerados eventos.

Desde entonces, cada mes verificaba que todo el sistema estuviera en orden para archivar con precisión taxidermista, en distintas carpetas digitales y según los días de la semana y acontecimientos, sus grabaciones.

El aislamiento de Lucía dependía por completo de la vida de los otros. Para ella, espiar representó lo que mejor sabía hacer: imaginar, sospechar, conjeturar. Esperar. Crear y ser fiel a una ficción propia.

Su mirada indiscreta se aferró durante años a contemplar existencias ajenas, a vigilar con especial cuidado, a través de varias lentes que le otorgaron el anonimato, todo aquello con lo que logró encubrir su vacío.

Se enteró de distintas rutinas y horarios, de secretos y acciones peculiares. Sabía quién, a la vuelta de la esquina, maldecía al mismo que saludó segundos atrás, soltaba un escupitajo consistente o devoraba, con mirada cínica, a los peatones. Contempló pleitos, infidelidades y abusos; todo lo que reflejaba la verdadera naturaleza humana. Era una sombra que se adaptó a diversos cuerpos, una delatora, la extensión de una memoria infinita con múltiples ojos y oídos.

El domingo, Lucía observó temprano, gracias a la cámara del pasillo interior, a un niño tocar de puerta en puerta. Al llegar a la suya, ella notó cómo, al igual que cualquier otra persona que se sabe observada, él titubeó. Aquella mirada cíclope de pupila roja y aguda solía ahuyentarlos tras el primer intento, pero éste insistió. Cuando abrió, el niño le preguntó si había visto a su perro. Lucía respondió que, hacía unos días, una de sus cámaras registró un accidente que involucró a uno. Ella le preguntó si quería ver el video, pero al niño se le inundaron los ojos y se echó a correr.

Más tarde, Lucía reconoció en la primera cámara al auto que modificó los jueves de robo. El vehículo se detuvo al tiempo que bajó la ventanilla del conductor. Un hombre sonriente miró la cámara que lo enfocaba, guiñó un ojo y señaló hacia delante mientras el auto ganaba velocidad con rapidez.

Lucía dejó de respirar por un instante, retrocedió con angustia hasta tocar el respaldo de su silla y sintió cómo una diminuta ráfaga helada avanzó por su espina dorsal después de mirar, en la pantalla contigua, al niño con el que habló a punto de ser embestido.