Postal de verano
«Remko pensó que era la última vez que tendría su primera vez. Se asustó. No se detuvo.» Un cuento de Josemaría Camacho /fotografía: Brigitte Bardot
LA LÍNEA DE lunares bajaba desde muy arriba. Remko la veía salir hacia el cuello, por la nuca, desde debajo del pelo hasta debajo de la blusa. Un cruce como de hormigas que de pronto han tomado consciencia de su insignificancia y se han quedado todas duras, patitas quietas. Cada día la misma historia. Tres o cuatro horas de su mañana desperdiciadas flagrantemente —lo que es decir aprovechadas al máximo— mirando la nuca de Lucía. La hermosa piel de la nuca de Lucía. La curva de su oreja. Los pequeños vellos, troncos inclinados de palmeras finísimas. Un paisaje de verano desde la costera.
Llegó a México con apenas cuatro años. Bajó del avión de la mano de su padre y esperaron en el carrusel número nueve su breve carga: dos maletas. El padre decidió por los dos. Ahora Remko ya no tiene recuerdos de su vida en Rotterdam. Tiene diecinueve años. Casi no recuerda tampoco a su madre. A veces, por las noches, cree recordarla. No se trata propiamente de un recuerdo, sino de una imagen construida a propósito para poder volver a ella. Como la imagen de un santo en una iglesia de pueblo. A Remko le gustan mucho los pueblos. Le hizo falta su madre. Tiene una foto de ella cuando aún no se embarazaba. Está de visita en Ámsterdam. Unos meses antes de él. Unos años antes de la muerte.
Quince años en la Ciudad de México lo han vuelto de acá. Come y habla de acá. Huele de acá. Pero tiene un nombre y un color de pelo de allá. Un espíritu y un respeto por la vida humana que también parecen de allá. Está perdidamente enamorado de Lucía. Pero no de la forma en que uno lee que Remko está enamorado y mueve la cabeza a un lado, sonriendo con ternura, y piensa «qué linda es la vida y qué hermosa la juventud». No. Está enamorado a una manera más carnosa: no deja de pensar en sus piernas, en sus piernas abiertas, en comerle el sexo, apretarle los pechos como si fueran nalgas y acariciarle las nalgas como si fueran pechos. Quiere pasearle el pene por el cuerpo, en especial por los lunares del cuello que mira a diario. Tiene casi descifrado su gemido, lo ha escuchado algunas noches, encerrado en el baño.
Es así, ni qué mentir. Ni qué suavizar los pensamientos de Remko cada vez que mira a Lucía. Remko, que es buen chico, que es excesivamente educado, que se avergüenza frente a la presencia de algunas chicas de sexto que lo miran raro, por dentro arde igual que todos.
Tres veces pudo ser la primera vez que tenía sexo. Sólo la tercera con Lucía.
Primera.
Salió de las regaderas después del entrenamiento. Hay que decirlo: Remko jugaba la media cancha como Seedorf. Los rivales lo veían güerito y pensaban que era gringo. Parecía gringo, por supuesto, con las piernas flacas y pelos castaños en los sobacos. Ojos transparentes. Pero distribuyendo el balón se le notaba lo flamenco. Era claro, preciso, firme, limpio. Holandés, pues. Se le acercó Valeria y caminó junto a él con rumbo a la esquina donde Remko tomaba el pesero [1]. Platicaron nada. Un poco, pero nada. En un hueco que se hacía entre el muro de fondo de la escuela y un salón prefabricado que funcionaba como bodega de balones, Valeria, hirviendo sus propias tripas en la sartén de la pubertad, lo jaló y le dijo «vamos a coger». No. Miento. Dijo «cógeme», que es muy diferente, quema nomás de escucharlo, implica una posesión, una impetración y una intransición del verbo que así, convertido en orden, en condena autoinfligida, se hace fuego.
Se comieron y tocaron durante varios minutos. Ella con violencia y él receloso, trémulo. Remko no supo contenerse y terminó en la mano de Valeria, sollozando. Valeria, mujer noble, no lo humilló.
Segunda.
Julieta, hermana de su amigo Loncho. Muy pasada la media noche. Remko se había quedado a dormir en casa de Loncho para terminar un trabajo de Geografía. Cenaron hotdogs y se durmieron tarde. En la madrugada Remko sintió que las salchichas se le habían fermentado de más en el estómago. Abrió el ojo pelado, se levantó y fue casi corriendo al baño en calcetines y boxers (de esos grandes y largos que usan los adolescentes). No traía camisa pero qué importa, eran las dos de la mañana. Abrió la puerta y encontró a Julieta orinando. Se quedaron los dos quietos, asustados, durante dos o tres segundos. Nadie emitió ningún sonido y no hay pruebas de que algún reloj del mundo avanzara la manecilla flaca. El aire quieto hasta que la sonrisa socarrona de Julieta rompió el tiempo. Era la señal. Ven, pásale, quédate, le dijo. Pero Remko sintió otro calambre en el estómago y huyó al baño de la planta baja.
Loncho vivía en el norte, en una casa de tres pisos. Julieta tenía las piernas largas, de una proporción y belleza notables.
[pullquote]Está perdidamente enamorado de Lucía. Pero no de la forma en que uno lee que Remko está enamorado y mueve la cabeza a un lado, sonriendo con ternura, y piensa «qué linda es la vida y qué hermosa la juventud». No.[/pullquote]
Tercera.
Salió con Lucía tres semanas. Ella aceptó todas las invitaciones. Las mañanas de Remko sentado tras ella, perdido en su nuca, jugando un sudoku infinito en la cuadrícula de sus vellos de durazno, habían sido tardanza pura. Simple idiotez. Cuando por fin se animó a hablarle y ella respondió a sus guiños con alegría, se dio cuenta de que así pudo haber sido desde el día uno, que había sufrido en vano.
Hablaron una noche de las ganas que los dos tenían de hacer el amor. Él dijo que no, que no tenía ganas de hacer el amor, sino sólo de hacérselo a ella. Mintió. Y mintió dos veces: primero, porque tenía ganas de hacerle el amor a cualquier mujer, a cualquier hora y sobre cualquier superficie; segundo, porque no tenía ganas de hacerle el amor a ella, sino que quería romperla y desgarrarla y jalarle el pelo, la piel y la ropa. No amor.
Esa misma noche, al despedirse, Remko le dijo que lo hicieran. No tenía un condón a la mano, de manera que Lucía lo despachó a su casa. Mañana es el día, le dijo a manera de promesa. No de promesa, de contrato.
Primera.
La cuarta gran ocasión fue la primera vez que Remko hizo el amor.
El día que fue el día pasó breve pero intenso. Las horas no cayeron espesas, como lo había previsto el muchacho. Gotas de magma, vientos matutinos, un río.
Remko estaba nervioso y hubiera preferido un plazo mayor para ejercitar su voluntad, sus movimientos y su aguante. Salieron de la escuela y caminaron a casa de Lucía. Sus padres estarían fuera hasta las nueve. El nerviosismo de estar juntos antes de estar juntos le generó a Remko una taquicardia rítmica. Y digo rítmica porque la asimetría es también ritmo. Sus latidos eran en todo caso violentos. Los de Lucía también, imagino, pero como cubiertos por un fieltro suave. Todo en Lucía —Lucía misma— tenía texturas de algodón y harina.
Subieron a su recámara. Iban a los trompicones. Habían visto en películas que así es como se demuestra la impaciencia. Tiraron de sus ropas, rompieron el hilo de un botón, desfasaron los dientes de un cierre, convirtieron resortes en grietas de un cielo cargado. Hasta que, pasados unos minutos, dejaron de actuar, porque la temperatura los abdujo mutuamente y así, de pronto, se descubrieron sorprendidos, ajenos, en una posición inminente. Ella mirando al muro apoyada en sus manos y en sus rodillas, jadeando. Él, de rodillas mirándola por detrás. Lucía volteó el cuello para verlo. Sonrió. Condón colocado. Era el momento.
Remko pensó que era la última vez que tendría su primera vez. Se asustó. No se detuvo.
Lo pensó y miró hacia abajo, triste, mientras acompañaba el vals del amor. Llegó a sentir la nostalgia del instante perdido. Miró el abismo y renunció, como han renunciado todos los hombres y todas las mujeres desde el principio de los tiempos.
Era verano. Sintió, por unos minutos, la fugacidad de la vida, la horrorosa naturaleza del ser humano. Miró las caderas contenidas en sus manos. Lucía también estaba perdida.~
[1] Autobus.
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