Pegada
«Me dio un poco de pena al principio. Luego, nada de piedad, todo me importaba una mierda. […] Lleno de miedo, de frustración, de mierda cotidiana, de ejecutivos, de jefes de ingeniería listísimos, de tráfico espeso, revuelto, turbio.» Pegada, un cuento de César S. Sánchez /fotografía José Manuel Romera.
1
CUANDO LO VI entrar en mi despacho detrás de Jordi, me asusté. El pollo casi no cabía por la puerta. Piel de la cara amoratada, cabeza redonda del tamaño de un balón de basket. Más de dos metros encerrados en un traje azul marino con chaqueta con botones dorados de ancla. Una columna por cuello envuelta en un pañuelo de seda que, estirado, podría servirme de sábana. Grande y morado como una morsa en medio de una tormenta.
Jordi y yo nos dimos la mano. Su compañero se me quedó mirando desde las nubes al tenderle la mía.
—Es el hijo de Artur, se llama Carles —nos presentó Jordi.
Artur era el máximo accionista de la fábrica, el capo di tutti capi. Tras casi cinco años de relación entre nuestras empresas, no le conocía, ni siquiera había conseguido que se pusiera al teléfono. Por fin, tenía delante a su hijo, de quien nunca había oído hablar. Delante, detrás, encima, alrededor, ocupando cada porción de espacio libre y algún rincón de las dimensiones superiores.
Retiré la mano al ver que no iban a corresponderme. Mejor, porque el gordo gastaba manos pequeñas. No hay nada más ridículo que un hombretón con manos pequeñas.
—Bien, bien —dijo Carles en tono ausente.
No me hizo falta más. No era chulería, que sí. El pañuelo no dejaba lugar a dudas. No era timidez, que supuse que también. Era el tono de voz, la inexpresividad absoluta que transmitía. Los catalanes nos habían mandado a un retrasado mental para apoyarnos en la encerrona. Tengo olfato para identificarlos, sobre todo cuando las circunstancias me obligan a depender de ellos. Con tantos como hay, a veces resulta complicado. No en aquel caso. En aquel caso, saltaba a la vista de cojones.
¿Sabrá sentarse? —pensé—. ¿Sabrá siquiera que está en Madrid? Al gordo, solo le faltaba babear.
Les ofrecí dos sillas en mi despacho. Había que hacer algo de tiempo. Durante unos segundos, Carles dio vueltas alrededor de la suya. Cuando su fofo culo fue a dar por fin en el asiento, dijo:
—Bien, bien.
Acto seguido, clavó la vista al frente con ojos de fuera de servicio.
2
Nos montamos en mi coche, ya que ellos habían venido en taxi. La reunión con el contratista, la encerrona, era en una hora, a las 18:00 cerca de Atocha. Por el camino charlé con Jordi de la estrategia a seguir, de los puntos que convendría destacar y de los que no. Aunque disimulábamos, ambos estábamos como flanes. Más bien, yo como un flan, él como crema catalana pasada.
Jordi era el delegado de la zona centro de la fábrica de transformadores. Unos meses atrás, Artur le dio el ultimátum: o te vas a Madrid con alquiler por tu cuenta o te vas a la puta calle. Jordi soportaba Madrid y no le gustaba la puta calle, aunque fuera una puta calle de Cornellá de Llobregat, su ciudad natal.
Algunos transformadores habían petado. Mi empresa los compraba para montarlos en cuadros de control. Ahora, ellos y nosotros teníamos de uñas al contratista y a la propiedad. Por culpa de su material defectuoso, nos encontrábamos en un aprieto de la hostia.
—Bien, bien —decía Carles a cada poco.
Su cabeza ocupaba todo el espejo retrovisor.
El tráfico estaba espeso, revuelto, turbio. Quienes llegábamos tarde a alguna parte habíamos coincidido en las mismas calles. Los coches eran prolongaciones de las personas cabreadas y asustadas que los conducían, moscas atrapadas en miel.
—Bien, bien —oía decir desde atrás sin venir a cuento.
Aguardando en la recepción del edificio de oficinas, Carles acercó su enorme boca a una oreja de Jordi y murmuró algo.
—¿El servicio dónde está? —preguntó éste a la recepcionista.
—Al fondo de aquel pasillo.
—Bien, bien —respondió la morsa.
A mitad del recorrido, se detuvo mirando hacia los lados, incluso al suelo y al techo. Al parecer no conocía el significado de la expresión: al fondo.
—¿Ese tío es subnormal? —me atreví a preguntar a Jordi.
—Si yo te contara —fue su respuesta.
3
Cuando llegamos, los ejecutivos de la empresa contratista ya estaban sentados. Los conocía a casi todos. Estaban los de compras, la directora financiera, los de proyectos: estirados, seguros de sí mismos tras sus estadísticas y certificados. Estaba Jesús, el jefe de ingeniería. Jesús había trabajado en Alemania y se creía más listo que el resto del mundo. Era el único que no llevaba traje. De él provenían los informes en nuestra contra.
Antes de entrar en la sala, frente a la puerta de cristal, Jordi se me acercó.
—Carles pregunta si debe acompañarnos dentro.
Respiré hondo. Miré fijamente al gordo.
—Tú mismo. Ahí se va a decidir parte de tu futuro, de nuestro futuro.
Dudé de que entendiera el significado de mis palabras, de la palabra decidir, de la palabra nuestro.
—Bien, bien —soltó Carles.
La reunión comenzó. Enseguida, Jesús tomó la palabra. Todo críticas irrefutables. Que si él sabía cómo se construía un transformador porque había trabajado en una fábrica de Bremen, que si la chapa magnética de los nuestros era de baja calidad, que si el cobre más latón que cobre, que si éramos unos incompetentes, unos mentirosos, unos timadores, unos chapuceros. La misma mala leche de costumbre. La misma soberbia. Las mismas batallitas. Los ejecutivos lo miraban con cara de lelos y asentían. A ver, solo entendían de estadísticas y certificados.
Jordi y yo capeábamos el temporal como podíamos: dándole la razón sin dársela del todo, concediendo al mismo tiempo que resaltábamos las virtudes del material y el servicio, aunque, sobre todo, dejándole hacer su numerito. El gordo, a lo suyo, callado como un putas, con la vista clavada en el escote de la directora financiera. A lo mejor, echaba de menos la teta materna.
En un momento, el jefe de ingeniería interrogó a Carles directamente:
—¿Es así o no es así?
Se me cerró el ojete. Jordi bajó la cabeza encomendándose a sus dioses: San Iniesta, San Xavi Hernández, San Tarradellas y otros presidents seguro que desfilaron por su cabeza en esos instantes.
Tras unos segundos interminables, el gordo habló:
—Bien, bien —dijo.
—Pues eso —remachó Jesús, cerró su carpeta y se sentó de nuevo.
Sin poder creérmelo del todo, respiré tranquilo.
Llegó el turno de los ejecutivos y, por tanto, de las amenazas de no pagar las facturas pendientes entre palabras como sinergia, índices, calidad, seguridad, bla, bla. Y yo desconectado, en medio de una visión del gordo follándose a la directora financiera en la postura del misionero, aplastándola bajo su fofo corpachón, eclipsándola. Por alguna razón, imaginé que la tendría pequeña. El gordo, no la directora financiera. Las directoras financieras de las multinacionales la tienen descomunal y dispuesta a partirte por la mitad, es un hecho.
Al final, se nos entregó una lista de modificaciones técnicas que debíamos llevar a cabo lo antes posible para que siguieran confiando en nosotros. Después de todo, la cosa no había ido tan mal.
4
Cenamos en un restaurante del centro. Mientras intercambiaba anécdotas de trabajo con Jordi, Carles se las entendía con el rioja. Empinar el codo se le daba de maravilla, tanto como vigilar escotes.
—Bien, bien —nos interrumpía a veces, cuando no estaba pimplando.
Nosotros nos reíamos por lo bajo, llenábamos nuestras copas y reanudábamos la conversación. Por cada trago nuestro, el gordo se endiñaba tres.
A la hora de pagar, ni hizo intención de sacar la cartera. Por un momento, temí que la pata más débil del taburete tuviera que aflojar la mosca. Por fortuna, Jordi se me adelantó.
—Me tienen los gastos controlados, pero supongo que, estando él, harán la vista gorda —susurró mirando de reojo a su compañero.
—Estos catalanes —dejé caer, mientras me reía con ganas del chiste.
Al llegar al hotel del gordo, uno de esos de 800 pavos la noche sin desayuno, éste no se tenía en pie.
Un uniformado con gorra nos salió al paso y se ofreció a cuidarme el coche mientras nosotros ayudábamos a nuestro colega a encontrar su habitación. Un guasón, el botones venido a más.
Con cara mustia, cogió el billete de cinco euros que, apenado, le tendí. Seguramente estaba acostumbrado a propinas más suculentas. En mi mundo, cinco euros era una propina de final feliz
—Si encuentro sitio por ahí, se lo aparco, porque parece que la cosa va a alargarse —murmuró ladeando la cabeza hacia mis acompañantes.
Cuánto daño estaba haciendo el club de la comedia —pensé.
En el ascensor, apenas cabíamos. Cada vez que Carles se tambaleaba crujían hasta los cimientos del edificio. Me dio miedo de morir aplastado. Debía de pesar 160 kilos por lo menos. En serio, temí por mi vida.
5
El baño de la suite era más grande que mi piso. El espejo era de esos que te hacen delgado. Con el inquilino, tendría que hacer milagros. El Greco en plena forma las habría pasado canutas para lograrlo.
Me lavé la cara. Estaba sudado por el esfuerzo. Sentía la camisa pegada al cuerpo. Me peiné con los dedos, me quité la corbata y la metí en un bolsillo de la chaqueta.
Al salir del baño, Carles estaba sentado a los pies de la cama. Jordi de pie a su lado. Aún así, parecía el más bajo de los dos.
—Bueno, yo me voy.
—Espera un momento —me ordenó.
Acto seguido, se echó hacia atrás y le pegó una patada al gordo en un lado de la cabeza. Un golpe terrible que sonó como una palmada en un colchón. La cabeza de Carles casi no se movió.
—¿Qué haces, estás zumbado, quieres que te echen?
—Bien, bien —comentó el gordo.
—Cuando estabas en el baño, he tenido que mover la maleta de éste. Pesa como un muerto y, en un descuido, se me ha caído. Le ha caído encima de los pies y ni se ha inmutado. No siente nada.
Me acerqué a Carles. Pasé la mano por delante de sus ojos. Las pupilas no reaccionaron.
—Joder, es verdad, el idiota no sabe ni dónde está —murmuré.
Apreté el puño y le solté un izquierdazo en las costillas de tanteo. Fue como pegarle a un montón de carroña, a una salchicha gigante. El aire salió de su cuerpo con ruido de ventosidad.
—Bien, bien —dijo.
—¿Bien? ¿Bien? ¡Te voy a decir yo lo que está bien! —grité.
Le arreé un upper al mentón. Sentí una corriente eléctrica que me llegó hasta el hombro. El hijo de puta tenía las manos pequeñas, pero la cara de hormigón.
—Bien, bien —repitió.
—Déjame a mí —me apartó Jordi—. Me lo merezco.
Le dejé. Se lo merecía. Se puso a sacudirle patadas a Carles. Algunas acrobáticas, otras secas, sin florituras. De joven había hecho taekwondo y, en fin, no entiendo mucho de artes marciales, pero todavía se le daba de puta madre.
Entretanto, me apliqué al mueble bar. Pasé de los benjamines, me centré en las botellitas de licores. Primero el güisqui, luego lo demás. Me costó abrir la primera. Mis padres las coleccionaban. En casa, estaba prohibido tocarlas, constituían el tesoro familiar.
Me tocó salir a escena. Yo también me lo merecía. Todos nos lo merecíamos. Lo mío había sido el boxeo, así que me dedique a poner en práctica mis conocimientos. Derechazos, ganchos, jabs, directos cayeron en tromba sobre la cara del gordo. Él: «bien, bien» todo el tiempo con la mirada perdida, una mirada cada vez más oculta tras los párpados hinchados. No estaba mal para un treintañero que llevaba más de dos años sin entrenar.
—Joder, no has dejado ni vodka —escuché quejarse a Jordi que se esforzaba con el tapón de un benjamín.
—Lo siento —me disculpé al mismo tiempo que mi puño impactaba contra la oreja derecha de Carles y el corcho salía disparado.
Me dio un poco de pena al principio. Luego, nada de piedad, todo me importaba una mierda. Era como hostiar al saco terrero, a un saco lleno de todas las ocasiones en que los dueños de la fábrica no me habían hecho ni puto caso al advertirles del lío en que nos estábamos metiendo, de todos los retrasados con los que me veía obligado a tratar a diario. Lleno de miedo, de frustración, de mierda cotidiana, de ejecutivos, de jefes de ingeniería listísimos, de tráfico espeso, revuelto, turbio.
—Ya está bien —murmuró Jordi al rato.
Y lo estaba. Me dolía el cuerpo de zurrar al subnormal. El gordo tenía los labios como morcillas, la nariz como un tomate aplastado. Hilillos de una sangre espesa le resbalaban por la piel, pero el muy cabrón permanecía sentado, en la misma posición.
—Bien, bien —dijo.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Yo me encargo —respondió Jordi, que daba la impresión de estar tan cansado y borracho como yo—. Lo llevaré al hospital y diré que hemos tenido un accidente o que nos han atracado.
Me sonó bien, verosímil dadas las circunstancias.
Nos despedimos. Eché una última mirada a la cama. La cara de Carles parecía un cojín de plumas en el que él o alguien como él hubiera estado sentado durante horas. El subnormal canturreaba.
—Está cantando ¿puedes creerlo? —dije.
—Anda, pírate ya.
Salí de la habitación con una mezcla de sentimientos: cansancio, repugnancia y cierta sensación de alivio. En el ascensor, abría las manos y las cerraba para relajar músculos y tendones. Allí estaban: nudillos inflamados, uñas mordidas, piel reseca por el aire de Madrid. Hacía mucho que no me miraba las manos. Tenía manos. Tenía manos y pies y brazos y rodillas y cabeza y polla y estaba borracho y me sentía vivo.
Sobre la alfombra roja del hall, me crucé con una parejita. Él, de traje azul claro, camisa salmón con cuello y puños blancos. Pelo canoso peinado hacia atrás, moreno y no precisamente de trabajar. Ella, mucho más joven, metida en un vestido largo que se ceñía a su cuerpo como plástico de envolver alimentos. Rubia, sinuosa, comestible. La guiñé un ojo saboreando mi media erección. Se apartaron para dejarme pasar.
En la calle, el botones humorista se aproximó. Cuando estuvo cerca lo suficiente, finté a la derecha y amagué un crochet con la izquierda. Dio un saltito hacia atrás con los ojos cerrados, soltó las llaves de mi coche en mi mano señalando hacia una de las callejuelas adyacentes y se alejó corriendo hacia su puesto de siervo y custodio. Sonreí.
6
Al día siguiente, llegué tarde a la oficina. Mis compañeros me estaban esperando como agua de mayo. Lluvia ácida es lo que sentía yo en las tripas después de haberme pasado vomitando toda la noche.
No necesité explicarles que la cena se había prolongado. El aspecto me delataba. Les conté que la reunión con el contratista había ido bien, que con unos ajustes en la fabricación saldríamos del paso. Luego me encerré en el despacho y llamé a Jordi.
—¿Cómo fue?
—Seguimos en el hospital. Al final, conté lo del atraco. He tenido que ir a poner una denuncia. Le dan el alta esta mañana. Luego le acompañaré al aeropuerto. Después de lo que le dimos, no tiene más que contusiones.
—SÍ que es de hierro el tío —dije.
—¿Sabes? interrumpió Jordi—. He hecho una foto de las peticiones del Jesús ese y la he mandado a fábrica. Me acaban de responder que las atenderán sin problema.
Aquello era bueno, más que bueno. Ya era hora. Parecía que el gordo nos había traído suerte.
—¿Les has contado lo del atraco?
—He tenido que hacerlo. Al padre le ha dado igual, al muy cabrón. Mucho que Madrid está lleno de ladrones, moros y panchitos, pero poco interés por el estado de su hijo. De paso me ha soltado que, a partir de ahora, la gasolina por mi cuenta.
Ese era el secreto de los ricos, pensé, joder a los que cada vez tienen menos. Como putas de polígono industrial, chupaban y chupaban y tragaban y nunca se cansaban. Sin embargo, ellos no compartían la dignidad de las busconas, la dignidad de cobrar por un trabajo de verdad.
—No estuvo mal lo de anoche —dije—. Podríamos repetirlo.
—Sí. Estuvo de puta mara.
Saboreé el acento polaco.
—Incluso podría llevar a algún amigo —seguí, dejándome llevar por la imaginación—. Qué coño, hasta podríamos publicitarlo y cobrar por zurrar al memo. Conozco a un par de tíos que pagarían bien a gusto. ¿De verdad que no recuerda nada?
—Lo único que dice a las enfermeras es: bien, bien. ¿Te suena?
—No bromeo, Jordi. Piénsatelo. Oportunidades así no se presentan todos los días.
Por supuesto, bromeaba.
—Lo pensaré —dijo me pareció que muy en serio.
Colgamos. Tecleé en Google el nombre completo del gordo. Había bastante información. El gordo al timón de un yate propiedad de la familia. El gordo y su papi en la inauguración de un hospital. El papi y su hijito paquidermo cortando la cinta de una promoción de chalés en Castelldefels. Lo último: su hermana y él habían constituido una Sicap con dos millones de capital inicial.
Pasé el resto de la mañana calculando lo que tardaría en reunir 2 millones de euros con mi sueldo. Descontando lo mínimo para sobrevivir, me salió más de un siglo. Por lo menos, yo no estaba gordo, me dije; por lo menos yo no era subnormal.
Por la tarde, eché la primitiva y me acerqué a mi antiguo gimnasio. Me informaron de que mi antiguo sensei ya no daba clases allí, pero me apunté de todos modos. Todavía era joven. Todavía me movía con soltura. Todavía tenía pegada.~
Se puede masticar el sabor de trabajar con este relato….