Nieve
Texto: Olivia Teroba /eIntervención: Enrique Urbina
LEONARDO ENTRÓ AL baño del restaurante. De frente a los lavabos, metió la mano al bolsillo del abrigo. Sacó la caja primero y miró el anillo, lo acomodó para que la piedra luciera más. Después tomó la diminuta bolsa de plástico: con la habilidad que genera el hábito, trazó una línea de polvo sobre su identificación. Su imagen en la fotografía, de frente y con las orejas descubiertas, lo miraba impávido: por más que el calendario pasara cuenta de los días, aquella imagen suya seguiría ahí, con la mirada fija y sus veinticinco años, de frente a la cámara, ocultando la ansiedad por los preparativos de la boda, es decir, su primera boda. Intentó borrar aquella imagen mientras limpiaba la cocaína de la credencial; era mejor concentrarse en las diferencias, no en las similitudes: aquello fue hace años, ahora estaba aquí, en la Ciudad de México, a punto de pedírselo a Pamela, además las dos no se parecían en nada, excepto quizá una disposición a decir que sí a todo, esa entrega incondicional que a él le encantaba; pero en lo demás eran distintas. Inhaló el resto de polvo que le había quedado en el dedo y sonrió triunfante: el asunto era seguir hacia delante, a eso se llama progreso: olvidar, desechar lo anterior, dejarlo en la zona de la memoria que omitimos por salud mental.
Al volver, Pamela le devolvió la sonrisa que él traía fija en el rostro desde que salió del sanitario. El contenido de la botella había reducido notablemente. Leonardo se instaló frente a ella y miró sus ojos pequeños y marrones. Traía un escote amplio, que dejaba lucir su piel morena; el cabello rizado caía sobre la espalda. Él tomó su copa de vino, la alzó haciendo un gesto para brindar. Mientras sacaba la cajita del bolsillo interior de su abrigo sintió su brazo adormecerse, como si su cuerpo fuese incapaz de hacer el gesto otra vez: tomar la caja forrada de terciopelo, abrirla con el dedo pulgar, mostrar el anillo. La imagen lo invadió: Natalia hace años, en la entrada de la casa de los padres de ella, en su porche de vivienda estilo americana bien metida en provincia, con un foco amarillo iluminando melancólico su cara de por sí triste, su piel transparente que la volvía un fantasma al anochecer, pero no, ahora era Pamela y mejor dejó que los nervios se apoderaran de él, convencido de que se debían al momento, y no a la forma en que los hechos se le empalmaban, como dos diapositivas de acetato, una sobre otra a otra. Pamela, en el orden natural de los hechos, le respondió con un beso, y dijo que sí. Leonardo llamó al mesero y pidió otra botella.
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La primera vez que visitó el registro civil, en el aire de la pequeña ciudad de Natalia se respiraba una tranquilidad luminosa, que se reflejaba en el cabello rubio de ella. La actitud ajena de Natalia contrastaba con el entorno, y lo hacía brillar, a él, aún más. El juez los miraba ajeno, encerrado en esa atmósfera densa y gris que es la burocracia, donde los rostros de los otros son prácticamente intercambiables.
“Mi hija es muy tímida”, le dijo a Leonardo el suegro, satisfecho de que ella hubiera encontrado por fin un buen partido: alguien con trabajo, con estudios, de buena familia. Leonardo sabía que en realidad era adicta, y lo mostraba con desenfado fuera de su círculo familiar: cuando se conocieron, en Italia, lo llevó de la mano a visitar zonas rojas, donde podían comprar y consumir de todo. “Es un gran momento para comenzar una familia. Sé que mi hija está en buenas manos”, remató el señor, conmovido. Abrazó a Leonardo y lo miró con una sonrisa: sus ojos eran azules, como los de ella.
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“Tienes que dejarlo”, le dice José, su mejor amigo y —convenientemente— su abogado. “Está bien que tengas dinero suficiente para divorciarte de vez en cuando, pero las exesposas sólo traen problemas. ¿Por qué tienes que casarte? Puedes salir con ellas un rato, pasarla bien, y ya”. Leonardo se defiende: “No siempre ha sido mi culpa. Mira, yo creí que Pamela era la indicada y se fue, tú lo viste, esta vez yo no hice nada para que sucediera, sólo pasó”.
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Los suegros no se quisieron quedar a la fiesta: estaban molestos porque no hubo ceremonia religiosa. La madre era catequista en la parroquia del pueblo, el padre devoto de la Virgen de Guadalupe, por eso le puso así a su hija: una vez casi se queda sin mano en la fábrica; se salvó de milagro, por eso la ceremonia era tan importante. Hablaba pausadamente, pero alterado. Guadalupe lo miraba callada. El señor siguió reclamando hasta que su discurso se desvió, perdió fuerza y comenzó a quejarse de la falta de valores en los jóvenes en estos tiempos. Ella, que conocía bien el ritmo de sus alegatos, le pidió en ese momento que dejara de molestar, que por una vez dejaran de meterse en su vida. La hermana menor intervino, conciliadora. Les pidió que se quedaran al menos a cenar, por favor. Leonardo la recorrió apresuradamente con la vista, de reojo. Era más alta que Guadalupe, las dos compartían el tono de piel moreno claro, el cabello negro y lacio.
Meses después, la hermana acompañaría a Guadalupe a firmar el divorcio. José, el abogado, los miraría con gesto de resignación. La tercera vez en cinco años.
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Su madre solía limpiar cada juguete con una toallita húmeda, para que él no se ensuciara las manos. Por eso lo mejor del día de reyes era desenvolver los regalos, sacarlos de sus empaques impolutos. Entonces no había intermediarios entre el plástico de colores brillantes, con su olor a nuevo, y sus manos diminutas, cálidas.
El padre presentándole a dos novias en un día, presumiendo al muchacho como evidencia de su capacidad de ternura y de responsabilidad. El descubrimiento sexual precoz, con una compañera de la escuela. El potencial que tenía cada mujer a su alrededor para brindarle placer.
Algo tendría que explicar aquel ánimo contradictorio, empeñado en huir del compromiso y comprar cada dos años anillos de matrimonio.
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Pamela y él se conocieron en una fiesta de los amigos de José. Leonardo le invitó nieve. Le gusta decirle así, suena menos agresivo que coca. Suena incluso, inofensivo. Inhalaron discretamente en el patio, sobre la llave de su departamento, que estaba unida a un llavero de la torre de Pisa. Nieve. En la nieve de los Alpes conoció a Natalia. Ella era mesera en el restaurante, le invitó una copa de vino y más tarde, con la tristeza anegando sus ojos insoportablemente azules, le contó que su familia era muy rica pero ahora apenas tenían para mantenerse. Por eso debía volver a México, para ayudar a sus padres; dejar la vida que llevaba, tan inestable, trabajando en cualquier sitio, drogándose tanto: le explicó esto, de hecho, en un arranque de sinceridad, producto de las pastillas que los tenían despiertos al amanecer. Él le tomó la mano, la miró con una sonrisa que no dejaba lugar a dudas: ahí estaba iniciando algo.
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Quiere terminar esta tonta conversación con José: la cabeza le da vueltas. Toma sus cosas para salir de la oficina. Observa entonces un mensaje de su excuñada: Guadalupe está bebiendo otra vez.
El problema del para siempre es que tiene algo de sentencia, de maleficio: al menos como recuerdo, la otra persona permanecerá, incansable, contigo.
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Leonardo encuentra de inmediato a su excuñada y a Guadalupe: están en la barra, la primera intentando convencer a la segunda de irse de ahí. Pero no hay caso: es hasta que Leonardo le toma el brazo, que su exesposa reacciona. “No quería divorciarme, hijo de puta”, le dice, pero él apenas alcanza a escuchar, y no le hace mucho caso. La conduce, con todo y las quejas de la hermana. Guadalupe se vuelve a mirarla, “Déjame”, le dice cortante. Va detrás de Leonardo como si fuera el único camino que pudiera seguir. Tiene el rostro hinchado de tanto llorar. Apenas sube al auto de su exmarido, se queda dormida en el asiento trasero.
Leonardo quiere deshacer de tajo de esta situación. Tiene ganas de matar a Guadalupe. Tiene ganas de matarse. Lo único que hace es estacionarse en doble fila, para inhalar un poco más.
Llegan al departamento, el que era su hogar hasta hace un par de días. Aunque las cosas de Guadalupe no están, aún conserva el aire enrarecido de la mudanza reciente. Ella viene callada, camina por su cuenta, reconoce el lugar, sonríe: sabe que lo que viene a continuación será una necedad, un tiempo extra, una broma.
Apenas entra a la habitación, se desnuda. Resplandece en medio de la oscuridad del cuarto. Leonardo la ve así, y siente que el amor se va mezclando con el odio, a ella, pero sobre todo a él mismo, sabe que es una idiotez pero no se detiene, toma un trago largo del whisky de la mesa de noche y se acerca a la cama. Mientras la penetra Guadalupe le pide que se venga adentro y él a esas alturas está borracho y drogado pero no lo hace.
Tener un hijo fue el problema con Natalia. Todo el tiempo lo mencionaba de alguna forma. Cuando se quejaba de lo sola que estaba en el departamento toda la mañana, cuando le sugería buscar una casa con jardín, o cuando salían a caminar y se cruzaban con una pareja con un niño y le tomaba la mano con fuerza. Si a Leonardo lo asusta la continuidad de las cosas peor lo hace sentir la idea de la multiplicidad: pensar en su propio rostro reproducido en pequeño le da asco; apenas Natalia comenzó con los síntomas él le dijo que no podía ser, se habían protegido siempre, y le pidió la separación antes de que ella pudiera demostrar nada. Le dio dinero y la mandó de vuelta a casa de sus padres: todo terminó en una carta donde ella le habló de un aborto por causas naturales. Le envío también un vino con una tarjeta, escrita con una letra que no disimulaba la furia: “A nuestra salud”.
Ese vino se lo tomó con Pamela. Para ella era natural la presencia reciente de Natalia en el departamento; a veces, riendo, se ponía su ropa: eran de la misma talla. A Leonardo dejaron de perturbarle esos gestos: incluso le aliviaban, lo hacían sentir que ya todo había pasado. Cuando Guadalupe se ponía el vestido de Pamela y los lentes de Natalia, pensaba que esos gestos demostraban que la situación estaba bajo control, la crisis superada.
Después de un tiempo se dio cuenta de que sí, había un parecido, y eso que las unía a las tres quizá era lo que más lo excitaba: lo hacía sentirse dueño de la situación, como si estuviera con todas al mismo tiempo: tres mujeres de fisonomía alargada, lánguida, que oían música todo el día, de distintos géneros, aunque todas sus canciones compartían el tono triste. Quizá lo mejor de ellas era eso: cómo su presencia callada, su estar hacia dentro, hacía brillar todo alrededor, con una luz nívea.
Mientras penetra a Guadalupe, Leonardo piensa que su tono de piel se parece al de Pamela. Pamela se fue sin avisar, a la mitad de una fiesta que Leonardo hizo en casa, que ya había durado todo el fin de semana. Fue con la que todo brilló más, pero también duró menos. Al principio ella le seguía el ritmo: bebía, inhalaba, se reía de las bromas pesadas de sus amigos, incluso se acostaba con ellos si Leonardo se lo pedía. Con el tiempo se le metieron ideas raras en la cabeza. Fue el dinero de Leonardo lo que la puso así, él sabía que es difícil saber la vida resuelta tan de repente. Pamela comenzó a meditar y hacer yoga y de ahí en algún momento empezó a sentirse una santa. Primero dejó de acompañarlo a las fiestas y después incluso lo reprendía por su modo de vida; hasta que un día salió por la puerta sin llevarse nada.
Después de que eyacula sobre el colchón, Guadalupe lo abraza con fuerza. Leonardo siente entonces el tiempo como un vórtice que lo va consumiendo todo, igualando todo, y sabe que no vale la pena resistirse, que sigue un flujo de hechos donde él no puede decidir cuándo detenerse, es el mismo impulso que lo arrastra a la adicción, el que calca un tiempo encima de otro, en ese momento Guadalupe toma la cocaína y la vierte sobre su propio cuerpo, la nieve que él aspira cerca de sus senos es la misma por la que esquió con Natalia, la que ella tomaba del suelo, con los guantes puestos; la observaba y decía, la nieve es algo muy triste, Leonardo aspira esa nieve y le sube hasta la coronilla, detrás de los ojos, Pamela lo mira sonriendo, lo abraza por el cuello y él está otra vez dentro de ella, ella le dice al oído que no se vaya, que se quede ahí dentro, que no quiere que termine nunca.
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