La última persecución

Un cuento de Gerardo Ugalde

 

AGUILAR HABÍA MATADO a cuatro personas; al atraparlo, el sheriff lo miraba con odio y alegría al mismo tiempo. Esperaba que lo ahorcaran frente a su casa y así poder contemplarlo sentado en el pórtico. Tal vez se tomaría una foto con Aguilar; era la última persecución que el sheriff John Brown realizaría. Estaba viejo y poco a poco sus ojos se nublaban tras las cataratas; sin embargo, todavía mordía cual un perro de cacería. Por eso cuando Aguilar huyó, se sintió renovado. Tomó su viejo rifle Winchester y a su azabache alazán. Maldijo al viento por la lentitud de sus ayudantes; Al alba, John Brown cabalgaba hacia el bosque.

El prófugo parecía cansado de huir, las pequeñas colinas que lo hacían subir y caer eran un castigo igual que la horca. Sin pistola y encadenado de los pies, pensaba que lo alcanzarían en cuestión de una hora. Logró evitar su ejecución por torpeza del guardia, quien olvidó que Aguilar era un mejicano del desierto, acostumbrado a los coyotes. Mientras comía el guardia dejó caer el tenedor cerca de la celda, sin tomarlo de nuevo salió porque el sheriff le gritaba ciertas indicaciones: el mejicano lo agarró esperando el momento indicado.

Regresó el guardia junto con un joven de escasos quince años, el aprendiz del carpintero; llevado a la cárcel para que compusiera algunos muebles. Mientras el joven trabajaba, Aguilar observaba a su alrededor planeando una treta. El joven clavaba unos maderos sin precaución de su pulgar, sujetaba con torpeza los maderos. Un accidente en segundos.

Cuando esto ocurrió el mejicano observaba la situación, saboreándola como un gato: el guardia tenía en su garganta el tenedor incrustado y el aprendiz varios martillazos en la cabeza, pero estos no fueron como para matarlo, sino como para desquitar al pulgar. Una mancha de orín en la entre pierna del joven se marcaba. Aguilar lo miró y la sorna en su rostro le confería cualidades míticas: “Sigues vivo”

La desesperación le ganó dejando atrás la pistola del guardia. No podía regresar, ya lo habían visto varias personas; ensilló un caballo y huyó hacia el monte. John Brown estaba a medio camino rumbo a la cantina, oyó los gritos de la gente, pero no distinguió más que sombras. Cuando le dijeron que el mejicano había escapado salió corriendo hacia la avenida; una lejana figura mitad hombre y mitad caballo salía del pueblo. La descarga del Winchester hizo caer al centauro. John Brown fue a su casa y preparó sus cosas para una nueva cacería.

***

Un pueblo antes de llegar a El Paso era el punto más cercano para que Aguilar pudiera reorganizarse, sin embargo doscientos cincuenta kilómetros no se recorrían en un día; menos si se estaba a pie. El bosque era benévolo por su clima, prometiéndole encontrar agua en cada cacto y riachuelo que cruzaran en su camino.Descansó bajo unos árboles, pendiente de escuchar algún ruido extraño. En su mente no rondaba la idea de la muerte; él era un asesino, no por venganza ni por maldad, todo lo que había hecho era para mantenerse con vida. Pensaba en la más profunda y perfecta vida que un hombre puede desear. La locura del tiempo en el que vivía, llevaban consigo la desesperación y la mala suerte. Aquellas cuatro personas, asesinadas por mano; seis con el guardia y el aprendiz, no eran más que tristes encuentros con el azar. Hombres como él, habitaban desde tiempos remotos y seguirán haciéndolo hasta los días finales. Debía pensar en lo inmediato, evitando sorpresas y contratiempos. Dos piedras en sus manos le comunicaban la firmeza de su carácter y la decisión en el semblante. Las estrelló contras las cadenas, una y otra vez hasta que éstas cedieran.

El primer hombre que cazó John Brown sería más tarde él mismo: un hombre de sesenta años, con dolor de huesos y un poco ciego. Habían asesinado a su hermano menor, todo, como siempre, por la mala suerte que acompaña a los pobres. Cuando llegó a casa aquél día y vio a su madre desmayada sobre el cuerpo ensangrentado, supo, escuchado a el viento, que su destino era el asesino. Empuñó el revólver familiar —legado de su padre tuberculoso— para dirigirse a el horizonte; cuando la barba le cubría la cara, John Brown había matado al viejo. Al regresar a la comarca, solicitó el puesto de comisario, encargándose de la protección con suma violencia. Con su propia mano cuarenta hombres dejaron de existir e hizo colgar  bajo orden judicial, a más de cien. Él era el Ángel de la Muerte del que hablaba las Revelaciones. Aguilar suponía que sería una rutina más. Pero cuando éste enfiló a la sierra, Brown, experto en seguir criminales, sabía que los mejicanos podían perderse en esos lugares fácilmente; durando hasta un mes ahí, cazando aves y bebiendo de los manantiales.

Aguilar continuó su camino, durante horas, la certeza de que llegaría a su destino era inminente; sin embargo, al caer la noche por segunda vez, pensó que podría estar perdido. Eso no era tan malo, ya que significaría que sus perseguidores jamás lo encontrarían. En cambio la falta de un arma de fuego le causaba temor, aunque era valiente, sin una pistola, era inferior ante cualquiera que si la tuviera. Caminó dos horas más, protegido por la luna llena hasta que la neblina lo detuvo. Sus nervios resintieron el frío, frotó sus brazos y piernas. Al sentir en el bolsillo de su pantalón una piedra, recordó aquella yesca encontrada en la mañana. Dudó antes de prender fuego, pero la temperatura descendía aún más, eso lo obligó a estrellar la yesca y encender una pequeña fogata. Con un poco de calor, su cuerpo se relajó; los nervios, siempre de punta, se estremecieron al escuchar unos pasos en dirección a él.  Rodó a la oscuridad, esperando que la luz le descubriera algo. Se levantó con cautela. Y justo cuando se ponía en pie, sus cabellos fueron jalados con fuerza. Intentó liberarse, pero el hombre que le sujetaba, no le permitía ni la menor ocasión. Al escuchar el sonido del acero cortando el aire, premeditadamente, su garganta resintió un cosquilleo. La adrenalina le otorgó fuerza y se lanzó hacia el suelo. Junto con él, su captor también cayó. Le pateó el rostro corriendo hasta la fogata, para tomar un leño al rojo vivo. Un joven apache yacía ante él; lastimero, tal cual una cierva herida. Aguilar sabía que si no lo mataba, el apache lo haría en cualquier oportunidad. Se acercó a él y observándolo detenidamente pudo apreciar su rostro sin pintura de guerra. Le hizo algunas preguntas en inglés, el apache le contestó torpemente pero con cierta claridad: llevaba varios días sin rumbo, exiliado de su tribu, por haber ayudado a unos niños pálidos en vez de asesinarlos. Ya que el indio casi le cortó el cuello, al reclamarle por eso, el apache lo miró a los ojos; sin odio y sin alegría, su pétreo rostro demostraba el sufrimiento de su raza. Perseguidos, arrinconados por los blancos, humillados y cazados, Aguilar entendía a los indios. Retornó a la fogata sentándose, el apache recogió el cuchillo y se lo obsequió al mejicano en una muestra de respeto. Tomó el cuchillo, lo colgó en su cuello y juntos vieron como el día quemaba la noche.

***

Las sombras se apoderaban de la vista del sheriff. A él no le molestaba eso, lo tomaba como la irremediable vejez, por lo tanto debía esperar con mucha paciencia la muerte o a su presa. Cabalgando a través de la noche en el bosque, junto con dos jóvenes que temblaban más de miedo que de frío, Brown olía el sudor de Aguilar; una combinación de hombre y coyote: capaz de viajar en círculos, siempre llegando a algún lado. El Winchester sobre en su regazo le hablaba con suaves susurros cadenciosos, reclamándole la fría ausencia de los disparos. Picó al caballo y éste se enfilo a lo más oscuro, sus sentidos (por excepción de la vista) se agudizaron a tal nivel, que aun lejos de sus ayudantes podía escuchar cómo estos eran asesinados por dos hombres. Si algo había aprendido Brown, era evitar ser sorprendido. Bajó del equino y preparó algunas provisiones. Luego, picándole el trasero con su cuchillo, el animal corrió hacia donde estarían sus enemigos. Disparó cuatro veces y se parapetó en unas rocas, mimetizándose con el ambiente.

De los cuatro tiros, tres habían dado en puntos importantes. Al parecer el indio estaba muerto y Aguilar sangraba de su nuevo muñón. Con la mano que le quedaba cogió uno de los revólveres y decidió caminar sin rumbo. De repente, el bosque fue bañado por una luz mortecina. Lo suficiente para permitir ver los alrededores. Siguió caminando, olvidándose por completo de John Brown. Vio al apache tendido en el suelo, con la herida en el estomago; éste parecía no ser afectado por la luz, al igual que los ayudantes del comisario .Los tres eran cadáveres grises en medio de colores tristes. Para Aguilar todo esto no era importante, él continuó caminando, ya no le parecía importar si el sheriff lo veía; apuntándole a la cabeza. Una tremenda sed, casi como una daga que le atravesaba, lo hizo olfatear un pequeño pero caudaloso riachuelo. Formando una cuenca con sus manos, se mojó la cara y bebió; sus pulmones, a través del esófago, sintieron bienestar. Bebió de nuevo, disfrutando de aquella límpida corriente. Ya saciado, siguió la afluente hasta un estanque, cogió una roca y la arrojó al espejo para divertirse. Cuando se acercó las ondas continuaban haciendo bailar el cristalino líquido. Poco a poco su figura se marcaba en el reflejo. Ya apaciguada el agua, Aguilar se contempló, y en su frente notaba la marca de un disparo.

***

Desde hace unos días John Brown no recordaba si sus parpados estaban abiertos o cerrados, la inminente ceguera se posicionó sobre él, rodeándolo primero una densa neblina, para después ser atormentado por los susurros de las sombras.

“Yo vi a John Brown aquel día en el bosque y me alejé sin hacer ruido, dejándolo  a su suerte. Cuando regresé al pueblo, no dije nada del sheriff.”~