En la Peña de los Zopilotes
Un cuento de Rafael Casarrubias Balderas
I.
—PIÉNSELO BIEN, DON Rodolfo. El muchacho todavía está muy tiernito, le va a hacer mucho daño.
El viejo se quedó viendo el ahuehuete entre las nopaleras y una cercade piedras de río. Desde su estudio, sentado en una silla de madera de roble, miraba por la ventana el árbol seco, marchito, moribundo.
Celerino pensó que no lo había escuchado, así que le siguió insistiendo:
—¿Está usted seguro? Mire que no va a tener la fuerza suficiente para superarlo. Le digo que está muy verde el chamaco.
El viento levantó una polvareda que hizo resonar hasta los vidrios. Don Rodolfo reaccionó convencido:
—Ya te dije que sí, Celerino. Ya sabes que no hay manera de que me raje ni que me eche para atrás cuando estoy convencido de algo. Ese muchacho tiene que reaccionar; tiene talento pero se distrae mucho. Debe pasar algo para que saque ese potencial.
—¿Potencial para qué?
—¡Tú qué vas a saber! ¡Obedece y haz lo que te digo!
A don Rodolfo todos lo respetaban y lo obedecían. En el pueblo nadie se atrevía a contradecirlo, y se lo había ganado a pulso. Vetusto, sapiente, osado, una vez, durante la Revolución, llegaron tres bandoleros que intentaron saquear el pueblo. Fueron adonde don Delfino, en ese entonces el hombre más importante de los alrededores, lo sacaron de su casa a empujones y amenazas, y lo amarraron a un árbol mientras le saqueaban la casa y manoseaban a su esposa y a sus hijas. Don Rodolfo no dudó en enfrentarlos cuando se enteró de la desgracia. Llegó en su caballo, divisó a los tres hombres desde lejos, se detuvo a unos doscientos metros de distancia, sacó de la estuchera la pistola que le habían prestado para que se defendiera, apuntó y, en menos de dos segundos, soltó tres disparos.
Cuando cayeron al suelo, los tres hombres ya estaban muertos. Don Rodolfo se acercó para ver si no había más pistoleros, pero las mujeres le dijeron que sólo eran esos; entonces revisó los cuerpos mientras las muchachas desataban a su padre. Don Rodolfo tenía entonces menos de veinte años, nunca había disparado un arma y sin embargo cada tiro había sido contundente y había dado justo en puntos letales de las cabezas de los hombres. Mientras escuchaba los lamentos de las mujeres, se preguntó si había sido causa de una benigna fortuna o si, en cambio, se trataba de una habilidad innata y una puntería aguda.
Pronto se corrió el rumor de la hazaña en todos los poblados vecinos. Don Rodolfo se volvió muy querido entre la gente: se llenó de ahijados, recibía todo tipo de regalos; era codiciado entre las mujeres, aunque él siempre amó a Almudena, una de las muchachas más bellas del pueblo, con quien se casó y vivió felizmente, aunque nunca tuvieron hijos.
Casi todos votaron por él cuando se postuló para alcalde: la gente se sentía segura, decían que vendrían tiempos difíciles; decían que don Rodolfo era un hombre valiente, que los protegería en caso de que un ejército quisiera atacarlos. Nunca llegó ningún conflicto, la Revolución nunca hizo su aparición en el pueblo. Fue como si el lugar fuera inmune a la violencia o estuviese bendecido y protegido por la Virgen. La gente siguió con sus actividades agrícolas y comerciales en la más pura cotidianidad. Apenas llegaban noticias de, batallas, revueltas y hasta magnicidios, pero en lugares tan lejanos que las personas no se preocupaban en lo más mínimo por el desastre en el que se encontraba la nación; parecía como si la Revolución fuera un suceso que se desarrollaba en un país remoto.
De todos modos, don Rodolfo siguió gobernando durante muchos años; durante su mandato el pueblo disfrutó de tiempos de bienestar y progreso. Construyó un pequeño hospital, pavimentó las calles más importantes, embelleció la plaza central, enflorando los jardines; hizo arreglos a la iglesia y mandó a hacer una virgen muy grande y bonita. Nunca se quedó con un centavo del erario público, daba ayudas a los pobres y gobernaba con justicia.
Cuando construyó la escuela, él mismo daba las clases y fue el director de la escuela. Era un hombre muy culto, había leído cada uno de los libros que atiborraban su estudio. Pronto se dio cuenta de que la educación era una tarea que requería toda su atención, así que dejó la alcaldía para concentrarse por completo en la formación de los niños del pueblo.
Alfabetizó a varias generaciones con paciencia y cariño. A veces llevaba a los niños a paseos por el campo y les hablaba de botánica; les enseñaba muchas cosas sobre flores, plantas e insectos. Don Rodolfo tenía facilidad de palabra, era capaz de entretener a los niños hablándoles de astronomía, geografía, historia y ciencias; pero, sobre todo, les compartía su pasión por la poesía. En sus clases ponía a los niños a memorizar versos de López Velarde, Pellicer o traducciones de poetas franceses del siglo XIX que luego recitaban con gracia e hilaridad. Otras veces los alentaba a elaborar sus propias composiciones: así fue como se dio cuenta del talento que tenía Mauro.
Durante una clase, el muchacho desmembró los versos de un poeta romántico; fragmentó la forma, deshizo la rima, desvistió las imágenes, se apropió de la obra y recompuso todos los elementos en una composición auténtica que habría hecho ruborizar hasta el más ducho de los poetas.
Ningún otro niño lo notó, nadie se dio cuenta; quizá ni el propio Mauro lo sabía, pero esa noche don Rodolfo no pudo dormir pensando en la valía de su descubrimiento. Al otro día, le pidió a Mauro que de tarea hiciera otra poesía. Los demás niños pensaron que era un castigo por algo malo que había hecho, porque a ellos no les dijo que hicieran nada.
Mauro vivía con su madre en una casita en la ladera de un monte a las afueras del pueblo. Y se entretenía con su perra Caterina que lo acompañaba a todos lados; incluso lo esperaba echada a la sombra de un árbol mientras Mauro estaba en la escuela.
Una semana después Mauro leyó en clase una composición excelsa que hizo aplaudir a todos sus compañeros. Don Rodolfo le dijo que siguiera escribiendo, que tenía talento, debía aprovecharlo; debía irse a la capital para seguir estudiando. Mauro decía que viviría siempre en el campo.
II.
Vuelan en círculo, los zopilotes, en un crujiente latir de alas. Vuelan intranquilos en el horizonte soleado.
–¡Qué no ves que este pueblo está maldito, Celerino! Te atrapa en sus entrañas, te envuelve y no te deja salir. Aquí nunca pasa nada, ninguna novedad, nada fuera de lo común; aquí uno se ahoga de tedio. Parece como si este pueblo fuera el refugio de los santos, un lugar inmune al diablo; o como si estuviera aislado y protegido del mundo por una cortina de nubes. Aquí se te olvida el tiempo y cuando te das cuenta ya eres un viejo decrépito. Es como estar inmerso en la pintura de un paisajista en donde todo convive en perfecta armonía, cada elemento en su lugar. Mauro no tendrá ningún futuro más que seguir trabajando en el campo, y si a acaso, se volverá un teporocho de taberna, si no sale de este pueblo. A todos les pasa lo mismo y nadie se da cuenta, se les consume la vida. Ya le dije que se vaya a la ciudad. Yo le puedo ayudar a que consiga dónde quedarse, y quién lo alimente, para que pueda estudiar allá, pero nomás no me hace caso. Ese chiquillo está de a tiro necio. Celerino no entendió nada de lo que le dijo el hombre. No entendía por qué tanta obsesión con ese muchacho. Y es que en el pueblo Mauro se sentía como pez en el agua: las tardes pastoreaba las chivas, a veces se quedaba dormido debajo de un árbol, seguido se le perdía algún animal, pero el muchacho conocía como la palma de su mano los pastizales y no tardaba en encontrar a la chiva fugitiva. Los fines de semana iba a bañarse a un pequeño arroyo y se entretenía atrapando pececillos y ranas. Luego se tiraba en el pasto, como lagartija, a secarse al sol; se ponía atrás de las piedras, escondido, esperando a que apareciera un coyote para dispararle con su rifle de perdigones. Siempre acompañado de Caterina, por supuesto, siempre imaginando aventuras. Se sentía el héroe de una historia de fantasía, alojado en una isla remota donde nada, absolutamente nada, lograría acabar con su idilio.
III.
Plantan sus patas, los zopilotes, en la tierra ardiente; estiran, alerta, sus cuellos, al apetitoso aroma de la carroña fresca.
Las gotas de sudor le bajaban por la frente hasta los ojos, Doña Malena se detuvo, soltó con cuidado las bolsas y los bultos, sacó un pañuelo y se limpió el sudor de la cara. Todos los martes, jueves y domingos, la madre de Mauro caminaba ocho kilómetros para ir a vender comida a las mujeres que visitaban a los presos de la cárcel local. Doña Malena pudo ver a lo lejos, entre el polvo que levantaban las llantas en el camino de tierra, el auto de Don Rodolfo. Lo reconoció en seguida, en el pueblo era el único que tenía coche, un Buik 1940 que conducía con orgullo a todos los pueblos vecinos; en él se había recorrido por completo el estado. A veces se ponía en la plaza del centro recargado en su lujoso auto con su traje, los brazos cruzados y unos lentes obscuros: parecía el amo del mundo, parecía que lo sabía todo. A pesar de estar ya entrado en años el atractivo de Don Rodolfo era evidente; cualquiera que lo viera lo confundiría, más bien, con una estrella de cine.
En el caluroso páramo soleado el Buik se detuvo junto a doña Malena:
—Todavía le resta un buen tramo para llegar a la prisión, ¿Verdad doña Male?
—Ya nada más tantito. La trabajoso es subir ese sendero empinado que se ve ahí. El resto es pura bajada.
—¡Súbase, que la llevo!
—No quiero andar dándole molestias, se va a desviar mucho.
—No es ninguna molestia, mujer. Mire nomás las marcas que ya le dejaron las bolsas en los brazos. ¡Súbase!
Las costumbres rígidas de la pequeña comunidad provocaban un escandaloso pudor en la mujer. No era bien visto que dos adultos mayores estuvieran solos. Así que la mujer se subió en el asiento trasero, mientras Don Rodolfo acomodaba las bolsas en el maletero. Listo todo, se arrancaron.
—Está de a tiro seco todo el campo, no se ve para cuándo llueva.
—Para mí que este año se van a perder las cosechas.
Mientras la mujer respondía Don Rodolfo se salió del camino y se desvió por una lomita repleta de nopaleras y biznagas. La mujer no dijo nada, no le causó extrañeza ni se sorprendió cuando el auto se detuvo. Don Rodolfo se metió la mano al saco buscando algo, cerró los ojos y en un instante estiro su brazo y, apuntando hacia atrás, disparó su pistola.
IV.
Las cabezas de los Zopilotes se iluminan de líquido rojo, se embarran de desasosiego; sorben la angustia, saborean las penas.
El silencio del campo fue interrumpido por el tacón de los zapatos, don Rodolfo caminó por los alrededores intentando recuperar el aliento; respiraba el olor del llano, sentía la agrura espinosa de la sangre en el aire; limpió su arma con un paño y regresó al auto: la ventanilla salpicada, el cadáver desvanecido con la expresión solemne de una muerte instantánea y la marca del tiro certero en la cien fueron los señuelos de la confirmación de algo que don Rodolfo sospechaba, pero que trató de negar con ahínco durante toda su vida: él, que aspiraba ser un hombre de letras, que quiso ser un peregrino, un evangelizador; que siempre trató de crear algo propio, comunión entre las personas; de frente al cadáver de una señora endeble, el hombre se dio cuenta de que tenía el don de matar y esa era su mayor habilidad.
Don Rodolfo se subió a su Buik y empezó a conducir hacía la Peña de los Zopilotes. Ahí ya lo esperaba Celerino. Al verlo, le pidió que lo ayudara a bajar el cuerpo, pero apenas se dio cuenta de que dentro del coche estaba la mujer muerta, Celerino se quedó pasmado, no podía ni mover una mano.
–¿Me vas a ayudar o te vas a quedar ahí mirando? ¡Qué me ayudes, te digo! Si no vas a hacer nada es mejor que te largues. ¡Vete de una vez o te entierro una bala en el cogote para que te deleites con el sabor de la sangre!
Don Rodolfo empezó a soltar tiros al aire y Celerino huyó asustado. Él mismo tuvo que bajar el cuerpo pesado, arrastrarlo por la arena rocosa y lanzarlo al vacío por la Peña de los Zopilotes.
V.
Pican, desgarran la carne y tragan; saltan, izan las alas, se pelean entre ellos, gruñen y, satisfechos, dejan sólo los huesos.
Don Rodolfo pasó la noche a la intemperie, no se atrevía a regresar al pueblo. Se sentía condenado para siempre. Sabía que le esperaba una angustiosa sentencia de penas y una culpa que le sería difícil superar. Pensó en lanzarse él también del peñasco y que las rocas filosas le desgarraran el cuerpo. Pero una vez más se llenó de fuerzas, sabía que tenía que ser él quien avisara al muchacho.
Por la mañana, Mauro escuchó desde su cuarto el motor del auto y los ladridos de Caterina que avisaban de una presencia extraña. Al abrir la puerta pudo ver a Don Rodolfo recargado en su auto, sus brazos cruzados y los lentes obscuros.
—Acércate muchacho, tengo algo que decirte. Sucedió una desgracia.
Mauro, espabilado, se acercó corriendo, con la misma vitalidad de siempre. Don Rodolfo sin dudar soltó, hiriente, la noticia:
—Han encontrado a tu madre muerta en la Peña de los Zopilotes.
El muchacho se aferró al rígido pecho y se ciñó al robusto cuello en un llanto desmesurado. Don Rodolfo quiso despojarse del escuálido cuerpo e intentó separarse, pero el muchacho se aferraba con fuerza. En un instante se le quebró el talante; don Rodolfo sintió un sañudo frío de sangre en los huesos y se doblegó por primera vez a un sentimiento; abrazó fuerte al muchacho y, mientras le acariciaba el cabello, le dijo al oído:
—No te acongojes, Maurito. Ve a recoger tus cosas: nos vamos.~
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