La ficción que nos precede
Un cuento de Josemaría Camacho
ME QUEDÉ DORMIDO sentado en el sofá frente al televisor. Cuando desperté eran las 4 de la madrugada, la pantalla seguía encendida. Dos mujeres se golpeaban el rostro sin miramientos dentro de un ring enjaulado de forma octagonal: un despropósito inmundo. Había sangre y gente pidiendo a gritos más sangre. Un réferi con guantes negros, visiblemente excitado, observaba la acción de cerca. Estaba tan arrimado a ellas que parecía un depravado con sed de humores femeninos, ebrio de una malteada de sangre, transpiración y saliva. La señal de televisión fallaba, daba brincos, congelaba cuadros, dejaba puntos fundidos y trataba de retomar el ritmo. Yo estaba aún envuelto en un sopor ácido pero ya despierto. Parte del video se congeló de pronto y otra parte siguió su curso: pixeles de colores fosforescentes formaron la silueta de un fantasma hecho de una materia tan sutil que podía viajar a través de la fibra óptica. Dos o tres segundos después la pantalla fijó finalmente una imagen deforme, en parte realista y en parte anárquica, no figurativa, electrónica: una postal ciberpunk. Afuera llovía fuerte. Me agarró una tos súbita. En ese momento, precisamente ese, fue cuando me di cuenta de que algo se había podrido definitivamente, de que la realidad también estaba fallando, de que no había vuelta atrás.
No tengo ninguna prueba que me respalde, nunca lo he hablado con nadie, pero tengo la hipótesis de que los seres humanos compartimos una sensación común que nos amenaza desde el fondo de nuestra conciencia. Una sensación que no ofrece tregua, que desgasta el ánimo y la vida y los huesos, que sirve como el escenario en el que ocurren absolutamente todos los hechos —importantes o prescindibles— que conforman nuestra vida. Es casi una categoría del entendimiento. Se trata de la sensación de que todo se va a echar a perder en algún instante, de que el sistema va a fallar, de que las cosas dejarán de tener sentido de un momento a otro. Así, en un parpadeo.
Algunos —pienso– imaginan esta ruptura de manera catastrófica, como la pérdida de alguna ley física o de convivencia civil. Por ejemplo, que el planeta deja abruptamente de girar y la totalidad de las cosas y personas salen disparadas hacia el cielo. Por ejemplo, que se desata una guerra tan violenta que en apenas minutos el mundo es 95% ruinas y cadáveres. Otros, tal vez, lo imaginan como una liberación positiva. Por ejemplo, que el sueño deja de tener límites y absorbe al mundo de manera categórica. Por ejemplo, que los cuerpos se disuelven en el vacío y comienza una flotación espiritual que es absolutamente agradable y permanente.
Pero quizás no sea una sensación universal. O quizás el sistema deja de funcionar sólo para uno mismo y no para todos, como cuando cerramos los párpados y la realidad se destruye. Lo reitero, no tengo ninguna prueba de que otros lleven la sensación consigo como lo hago yo. Todo esto lo imagino. En mi caso la intuición creció y creció con el pasar del tiempo hasta que dejó de ser una intuición. Se convirtió paulatinamente en una premonición y, finalmente, en una realidad tan incómoda como verdadera.
Desperté de un sueño profundo pero blanco. Eran las 7 de la mañana de un invierno especialmente denso. Aún no aclaraba el cielo. Yo había pasado, como lo mencioné, más de la mitad de la noche dormido en un sillón. Me dolía la espalda, las corvas y las articulaciones de ambos tobillos. Pero me había hecho la promesa de salir a correr muy temprano para volver a desayunar con mi familia. Las nubes de lagañas no me dejaron entrar del todo en estado de consciencia, pero los insomnes sabemos que eso no es impedimento para colocarse los shorts y los tenis. Salí de casa hacia una calle mojada y una neblina impenetrable, plenamente cordobesa. Tuve la impresión de estar entrando a algún sitio en lugar de estar saliendo de uno.
Terminé de despertar antes de llegar a la esquina. Me coloqué los audífonos y busqué una banda que llevara tiempo sin escuchar mientras me acercaba lentamente al parque. La niebla me abrazaba por completo, como una piel más fría, la ciudad se había resguardado bajo la palabra sábado.
En el parque también había poca gente. El clima es el primer pretexto para dejar el ejercicio colgado en el clóset y el cuerpo entre las cobijas. Maldije mi suerte. Quienes dicen que la vida es maravillosa no se levantan a correr a las 7 de la mañana. Tampoco son hipertensos e insomnes ni tienen frío y dolor de tobillos. Encontré en el iPod la antología Collected de Massive Attack. El play en modo aleatorio mientras calentaba los músculos me tiró Protected. Comencé a caminar y, unos metros después, a trotar contra mi voluntad y contra el sentido común.
El parque no es demasiado amplio. Su perímetro mide 0,8 kilómetros. En una mañana normal suelo correr 10 vueltas y caminar otras dos o tres. Pero esa no era una mañana normal. Vuelvo al inicio de mi narración: durante la madrugada había sentido que algo se quebró en el sistema total y ya en el parque intuí que estaba por encontrar el lugar exacto de la ruptura. Toda grieta deja entrar o salir luz, no hay otra opción. Una grieta en la realidad deja entrar vacío. O deja escapar una porción del mundo hacia ninguna parte. La idea de que hay una fuga de la realidad me divierte y me aterra en proporciones semejantes. Siempre me ha costado trabajo entender conceptos totalizadores como el de realidad, que no admiten otra cosa, que no saben convivir con conceptos más simples ni más complejos. Tampoco era una mañana normal porque la niebla no levantaba y el frío seguía cortándome la piel, en especial a la altura de los pómulos.
Durante la vuelta cuatro el plano estaba un poco más claro. Al iniciarla me detuve brevemente para acomodarme el calcetín derecho, que se había ido girando imperceptiblemente en el sentido de las manecillas del reloj con cada paso que di. El sol ya había salido pero aún no calentaba lo suficiente como para disipar la niebla. Al contrario, la emblanquecía más, haciendo que pareciera más densa cuando en realidad estaba ligeramente más desperdigada. Pero ya no era una mañana oscura. El iPod arrojó los primeros acordes y las primeras percusiones de Inertia Creeps. Antes había rebasado a dos o tres personas de rotundo sobrepeso a quienes había que aplaudir su esfuerzo por estar corriendo a esas horas. También fui rebasado por corredores más macizos, con tenis más profesionales y shorts más cortos. El efecto de la niebla era semejante al que ocurre en la carretera, al cruzar las cumbres de Maltrata. La vista no tendía a lo lejos por considerar —de manera intuitiva— completamente inútil el esfuerzo. Los corredores preferían mirar el suelo próximo y perderse en sus pensamientos en lugar de tratar de desentrañar los de los demás. Y perdido mirando el piso fue precisamente como comencé a bajar la velocidad sin darme cuenta. Al girar la cuarta esquina del parque, que tenía una forma rectangular, es decir, al enfilarme hacia la última recta de la cuarta vuelta, me di cuenta de que venía ya casi caminando. Decidí entonces, como una suerte de castigo autoinfligido, hacer un sprint de doscientos metros al máximo de mi capacidad para después comenzar la quinta vuelta a un mejor ritmo del que había ido adquiriendo. Pensé fugazmente en los músculos de mis pantorrillas y arranqué.
Casi al final del sprint noté de golpe dos cosas. Primero, que quizás esa mañana no llegaría a correr diez vueltas y, después, que un corredor mucho más lento y con la misma ropa que yo avanzaba trabajosamente delante de mí. Su aparición fue, con ayuda del vapor de la niebla, medianamente espectral. Tenía puesta la misma camiseta, la misma gorra, los mismos shorts y los mismos tenis que yo. Me detuve instintivamente a unos seis o siete metros de él, sin saber muy bien por qué. Lo que vi a continuación terminó por confirmar mi sospecha de que todo se estaba yendo ya a la mierda desde antes de que comenzara a darme cuenta de cómo. La intuición se había convertido en realidad. ¿Realidad? ¿Era aquella escena en el parque parte de la realidad? Recordé la imagen congelada en el televisor, el monstruo de mil pixeles y rayas de colores que se había quedado impreso en la pantalla. La grieta por la que escapaba el sentido.
Esto fue lo que vi: el hombre que venía delante se había detenido justo al comenzar una nueva vuelta al parque. No sólo tenía la misma ropa que yo, sino que era igual a mí. Idéntico. Además, se había agachado para acomodar su calcetín derecho y, unos segundos después, había reemprendido la carrera. No podía ser una casualidad, estas cosas no tienen posibilidad de suceder. Un hombre igual a mí se había detenido en el mismo lugar en el que yo me detuve una vuelta antes a hacer exactamente lo mismo que había hecho yo hacía apenas unos minutos. La sincronía de movimientos y la absoluta familiaridad que sentí con el personaje no dejaron lugar a una explicación racional que, por otro lado, ni siquiera comencé a buscar. No podía tratarse de una broma elaborada ni de un deja vù. Claramente no, ninguna de las dos cosas son tan lúcidas ni precisas y, definitivamente, no había llegado el suceso sin la sólida advertencia intuitiva que precede a todos los prodigios. Al ver a ese otro yo delante de mí no tuve duda de que la realidad se había desdoblado de alguna manera y, terrible y oscuramente, una exagerada presión se apoderó del contenido de mi caja torácica: corazón, pulmones y vías respiratorias tan anchas como la tráquea y tan finas como los alveolos, parecieron colapsar al mismo tiempo.
Nadie sabe cómo actuará frente a un fenómeno absurdo hasta que se encuentra a la mitad de uno. Entonces se comprende que lo imposible sólo es imposible hasta que acontece, y que el tiempo, tan largo y definitivo como es, da permiso a todas las opciones a que sucedan, aunque contravengan el sentido lineal de la historia, aunque contradigan abiertamente lo que estamos acostumbrados a llamar orden lógico o cosmos. Mi primer impulso después de haber superado el aturdimiento del hallazgo fue seguir sutilmente a mi doble, evitando a toda costa ser descubierto. No sería muy complicado hacerlo si lograba imitar el ritmo de carrera que llevaría en todo momento y, conociendo bien la forma que tengo de correr, sabía que era demasiado improbable que aquél volviera la mirada para vigilar a los corredores que venían detrás y me descubriera.
Poco a poco, como me había sucedido a mí en la vuelta anterior, aquel comenzó a bajar el ritmo. Cada vez corría más lento, hasta el punto en que por momentos tuve que ponerme a caminar para no acercarme demasiado. Entonces me di cuenta de que el incidente del calcetín no había sido la repetición exacta de una acción aleatoria, sino que el que corría delante estaba haciendo exactamente lo que yo había hecho cuatro o cinco minutos antes: se estaba repitiendo una sucesión entera. Iba, por decirlo en palabras comunes, con una vuelta de retraso con respecto a mi propia realidad. Era mi yo del pasado, aunque de un pasado sumamente reciente, demasiado cercano. ¿Podría ser verdaderamente así? ¿Ese corredor era en realidad yo mismo desdoblado, no en otro plano físico, sino en otro plano temporal? ¿Estaba sucediendo todo en mi mente?
Se me fue más de la mitad de la vuelta perdido en el azoramiento de mis propias elucubraciones. Con esto no quiero decir que estaba buscando respuestas, sino que estaba perdido apenas en la formulación de las preguntas. Un paso detrás de la comprensión: unos pasos detrás de mí mismo. Nos acercábamos a la tercera esquina del parque cuando me decidí a atacar. Si aquello era meramente una visión, una construcción de mi cerebro, tendría que hacerle frente con otro sentido que no fuera la vista para desengañarme. Concluí que tenía que acelerar el paso y tocar al otro para encontrar un desenlace, de otra forma la rajada en la realidad —tenía al menos esa impresión— podría seguir abriéndose hasta alcanzar una ruptura completa y el consiguiente derrumbe del mundo. Apreté el paso y me acerqué fácilmente hasta estar a escasos centímetros de él. Mi pie se acercó al talón del otro, estuvimos cerca de tropezar pero no alcancé a tocarlo. Entonces estiré lentamente el brazo y fue en ese preciso momento cuando aquel aceleró de forma súbita, comenzando un sprint profundo con el que se alejó de mis pasos en un par de segundos.
Por supuesto, ese había sido el lugar preciso en el que yo había comenzado mi sprint en la vuelta anterior. Lo entendí en seguida pero mi paso aflojó por completo invadido por la frustración. Durante dos o tres segundos mis neuronas trabajaron en la construcción de un plan sin llegar a buen puerto. Decidí al fin perseguir al otro con un sprint semejante pero un poco más largo que el que yo sabía que él iba a hacer.
No contaba con que mi cuerpo estaba bastante más cansado que en la vuelta anterior, por lo que mi nuevo sprint no fue tan poderoso como había sido el primero. Además, el otro lo comenzó antes que yo, de manera que la ventaja que logró fue suficiente como para desaparecer de nuevo entre la niebla, que seguía ahí como si las cosas no fueran ya por sí mismas lo suficientemente turbias. Por un momento pensé en desistir, en dejar de correr y mejor volver a casa, cabía la posibilidad de que todo esto fuera sólo una imaginación mía, de que la realidad no estuviera quebrándose, aunque a esas alturas del fenómeno se me antojaba muy improbable.
Entonces apreté el sprint con un segundo esfuerzo y pensé que debía continuarlo después de alcanzar el final de la vuelta. El ritmo del otro, según mis cálculos, habría mejorado bastante con respecto al que llevaba antes del sprint, pero no sería el mismo que cuando estaba a máximo de su potencia. No tardaría mucho en alcanzarlo de nuevo. Esta vez, pensé, no lo voy a dejar escapar, lo tomaré por el hombro y tendré listo el puño por si su reacción es violenta.
Antes de llegar al final de la recta, la silueta del otro se recortó contra el fondo blanquecino. Para mi sorpresa, no estaba corriendo, sino completamente detenido. Mi primera sospecha fue que me había descubierto, así que me detuve con un derrapón de tenis que casi hace botar mi rótula. Y apreté los puños. Enfoqué la vista y me di cuenta de que el otro no se había volteado a verme a mí, sino que miraba a otro yo, un tercero, que delante de él se acomodaba el calcetín del pie derecho en la esquina que comenzaba la vuelta.
Un doblez más a la realidad resultó ya demasiado para mí. El miedo se multiplicó también al verme ahí detenido y jadeante, asustado, mirando a un tercer mismo hacer lo propio. O lo ajeno, no sé cómo referirlo. Sentí un fuerte mareo pero me mantuve en pie.
Ambos comenzaron a trotar de nuevo. Uno primero y el otro después. Con el corazón a galope grité ¡oye, tú, detente! a todo pulmón. El grito fue seco y muy sonoro, incluso provocó un eco fuerte y largo. El doble titubeó un segundo —me parece que pudo haber reconocido su propio timbre de voz— y se detuvo de nuevo. Volvió lentamente la cabeza hasta quedar de frente a mí. Una vez más la realidad, o la mezcla de realidad y ficción o la mentira absoluta que nos sostenía en el parque, tuvo la habilidad de sorprenderme: aquel, el doble, no tenía rostro. O sí lo tenía, pero no se lo podía ver. Era una mancha difusa, como un fuera de foco que sólo le afectaba el área de la cara. Tuve la impresión de que ese pequeño fenómeno-dentro-del-fenómeno era algo o alguien que me estaba censurando parte del mundo, una parte donde quizás se encontraba el hoyo por el que se escurriría la realidad. Se quedó detenido por un instante, pero de inmediato se echó a correr. Esta vez no lo hizo siguiendo el perímetro del parque, sino que cruzó la calle hacia la otra acera para meterse en un callejón aledaño y perderse de mi vista. Cuando lo hizo, el otro doble, el de más adelante (le llamo el otro doble cuando debería llamarle el triple), me quedó enfrente, aunque más lejos. Pude verlo, tenía el rostro también difuso. Había escuchado el grito y se había detenido también. Había visto al doble verme y luego correr por el callejón y me había visto después a mí. Estaría tan confundido como nosotros dos. No dudó demasiado y se echó a correr en otra dirección, oblicua, hacia la avenida que cruzaba perpendicularmente. También parecía escapar de mí. Estos dos momentos son arduos de relatar, pero sucedieron en cuestión de dos o tres segundos.
Mi decisión tuvo que ser rápida. Elegí perseguir al doble y dejar escapar al triple, toda vez que había arrancado desde una menor distancia y era, a fin de cuentas, el objetivo que estaba persiguiendo desde antes. En situaciones de riesgo la mente toma decisiones sin detenerse a explicarte cuáles fueron los criterios que siguió para tomarlas. Así que corrí a toda marcha por el callejón.
El otro saltaba de la banqueta al arroyo y luego a la otra banqueta, esquivando baches, bolsas de basura y coladeras. La niebla le cubría la espalda pero alcanzaba a verle las piernas y la silueta. Me costó trabajo mantener su velocidad con un terreno tan irregular como impredecible, pero lo logré. Después de todo no había ninguna razón para pensar que aquél era más hábil que yo, aunque posiblemente estaba un poco menos cansado.
Llegó a la esquina y dobló hacia la derecha. Unos segundos después, llegué yo también y no lo vi. La calle estaba limpia, vacía y con el sol entrando de tal manera que la niebla parecía mucho más fina en esa calle que en cualquier otra parte de la ciudad. Me detuve a inspeccionar los posibles escondites que quedaban cerca. Pateé una caja, abrí la puerta de un zaguán y levanté la vista al cielo: nada. No quedaba duda, lo dejado ir.
Me quedé parado en la esquina mientras trataba de convencerme sin éxito de que todo había sido una angustiosa imaginación. Trataba también de recobrar el aliento a grandes bocanadas. La intuición no me dejaba tranquilo, el corazón seguía corriendo a ritmo de sprint. Entonces escuché una voz. Mi propia voz. Un grito que tuvo de nuevo un eco. Un grito que venía de detrás de mí, que salía de la calle que venía del parque. ¡Oye, tú, detente!, dijo. Y entonces, por primera vez desde que había salido de casa, volteé la vista atrás. Ahí estaba: otro yo, idéntico a mí pero con un rostro bien definido, jadeando, cansado, tratando de alcanzarme. Recordé el momento en que me lavé la cara en la mañana. El espejo, empañado sin razón, no me había dejado mirarme el rostro.
Aunque me sentía muy cansado, eché a correr calle arriba a toda velocidad. El ritmo cardiaco volvió a elevarse: no podía permitir que ese nuevo doble, ese nuevo impostor, me alcanzara y me tocara. Se veía más cansado que yo. La niebla continuaba medianamente densa, insoportablemente blanca, y la mañana no se decidía a suceder definitivamente.~
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