Encerrados

Un cuento de Cesar S. Sánchez


 

ME ENTRAN GANAS de subirme a mi mesa y gritar: «No sé lo que vais a hacer vosotros, pringaos de mierda, pero yo voy a coger a la secretaria de dirección y voy a salir de aquí. Después me la llevaré a un hotel y le sacaremos lustre a las sábanas durante el resto del día.»

En cambio, opto por reprimir mis impulsos. Mi posición en la empresa no es de las que permitan salidas de tono y lo cierto es que Marisa, la secretaria de dirección, muestra una predilección natural por Carvalho, nuestro amado jefe de personal. Dicen las malas lenguas que más de una vez los han sorprendido en los lavabos, imagino que no haciéndose la manicura el uno al otro. En todos los sitios en los que he trabajado existen rumores acerca de encuentros sexuales furtivos entre miembros del personal. Supongo que esa clase de habladurías hacen el día a día más llevadero.

En la oficina, todo son corrillos. La gente hace cábalas sobre las causas del cierre del edificio. Para uno de los expertos en economías emergentes, ha tenido que ser un incendio en la calle. Para el pelota favorito de Contreras, responsable de análisis de futuros, tal vez un escape de gas. La verdad es que al producirse la alarma, las ventanas se oscurecieron automáticamente (cosas de la arquitectura de vanguardia), por lo que resulta imposible aventurar lo que ocurre fuera. Se oyen sirenas, pero, a consecuencia del doble acristalamiento, muy lejanas, como si formaran parte de la banda sonora de una película que alguien estuviera viendo dentro de la sala de reuniones con la puerta cerrada.

Marta, la informática, no se cansa de repetir que justo antes de que se tintaran los ventanales le ha parecido ver unos artefactos -de este modo se refiere a lo que ha visto-, planeando entre los edificios, pero nadie le presta demasiada atención. No es solo que tarde o temprano tu curro dependa de que disponga de un hueco en su apretada agenda para solucionarte tu problemilla de troyanos, además es de esas personas que siempre te están contando sus penas, vaya: una triste del copón, y por eso mismo poco fiable.

—Atención señores y señoras.

Es la voz de nuestro director, el hijo del fundador de la compañía. Un tío a quien casi nunca vemos el pelo, pero que hoy para su desgracia ha venido a dar una vuelta, como llama él a sus esporádicas visitas.

—Parece que la cosa se alarga. Aun no sabemos nada, pero Rupérez se ha ofrecido voluntario para bajar a echar un vistazo al vestíbulo.

El vicepresidente, junto al director, mira de reojo con una expresión que indica que su concepto de ofrecerse voluntario no se parece en nada a la de su jefe. Que se joda, pienso. A veces me pregunto cómo ha llegado esta empresa a ocupar un lugar destacado, si el mérito fundamental de casi todos sus directivos es ser expertos en pisar cráneos y poco más. Al menos la campana del ascensor no ha dejado de sonar, si no el desgraciado tendría que bajar los 5 pisos a patita, bajarlos y luego subirlos.

—Mientras tanto —prosigue el dire— mantengan la calma y regresen a sus tareas.

La puerta del despacho de dirección se cierra con un portazo. Nadie hace caso a las palabras que acabamos de oír. Los corrillos continúan, mientras las pantallas de ordenador parpadean en transacciones interrumpidas.

—¿Qué hacemos ahora?

Éste es Jacinto, otro chupatoner de contabilidad como yo; y mi único amigo aquí. Tiene todo lo que me gusta en un tío: es medio alcohólico, medio pornófilo y hace años jugó de medio centro en un equipo de su barrio. Y sobre todo hace publicidad de ello. Aunque parezca mentira, no es tan fácil encontrar a un hombre entre los 25 y los 50 hoy en día capaz de reconocer que le gusta beber, ver películas porno y el fútbol. Los tíos tendemos a escondernos tras una barrera de falsa sensibilidad que no nos engañemos: no nos pega para nada.

No sé qué responderle a su pregunta.

—Creo que la Marisa y el puto Carvalho han desaparecido ¿qué te apuestas a que se han ido al baño?

Veo a dónde quiere ir a parar y estoy a punto de advertirle de lo peligroso de llevar a cabo lo que sin duda tiene en mente. Sin embargo, ya ha tomado una decisión y antes de que yo abra la boca siquiera sale disparado en dirección a la zona de ascensores, donde también tenemos los servicios. Por el mismo camino por el que hace nada ha transitado Rupérez con cara de nazareno.

¿Cuántas veces habremos especulado Jacinto y yo sobre la lencería de la secretaria de dirección? Muchas, tantas que algunas noches sueño que la acompaño mientras se la prueba en la tienda de Woman’s Secret de calle Serrano, donde sin duda debe tener cuenta. Mi amigo es de la opinión de que como a toda ejecutiva que se precie lo que le va es el sado. Yo prefiero pensar que esa piel ceñida sobre músculos tallados por el Sr. Pilates prefiere las caricias de una tela suave de cándidos estampados, tipo Hello Kitty. Mi idea de ella y en general de todas las cuarentonas adictas al ejercicio se basa en dos conceptos contrapuestos: humillación e ingenuidad. En una cosa los dos estamos de acuerdo: no concebimos sus musculosos muslos sin ligueros cruzándolos de parte a parte.

Jacinto empuja la puerta del baño de tías. Voy pegado a su espalda como un soldado novato a la de su sargento en su primer día en el frente. De pronto una vibración sacude el edificio y ambos nos miramos. Puede que lo que está ocurriendo en el exterior sea más grave de lo que pensamos, aunque quizás se trate del monstruoso sistema de aire acondicionado del edificio, que de cuando en cuando ruge como una bestia hambrienta. Me encojo de hombros. Mi amigo me devuelve el gesto. Hay que estar a lo que se está, ya habrá tiempo de preocuparse de lo demás.

No necesitamos entrar para hacernos una idea. Las puertas de los reservados están abiertas y no se ve un alma. Tampoco se oye nada fuera de lo común.

Con el de tíos, tomo la iniciativa, convencido de que puedo actuar con mayor delicadeza que mi compañero. En cuanto abro una rendija entre nosotros y el servicio, me doy cuenta de que algo está pasando en el interior. Trato de retroceder, pero Jacinto me corta el paso y me susurra que no me raje ahora, de modo que no me queda otra.

—Me parece que alguien ha entrado.

A pesar del hilillo de voz, reconozco a Marisa.

—Son imaginaciones tuyas.

Carvalho, el machote. Los hombres nunca oyen cuando están en el ajo,  el oído enseguida se les desconecta. A algunos luego se les desconecta la vista y se convierten en animales de olor, gusto y tacto. Nunca he comprendido a esos hombres. Me cuesta masturbarme con los ojos cerrados.

La pareja está metida en el cagadero más alejado de la puerta. El tintineo de una hebilla de cinturón al golpear el suelo proviene del fondo del aséptico espacio. Este baño es más pequeño que el otro, pero aún así, como en todos los servicios corporativos que conozco, hay eco.

Jacinto se acerca a la puerta del reservado. Se ha sacado el móvil de un bolsillo. No puedo hacer nada para detenerlo sin meter ruido, así que me resigno. Veo cómo mi amigo se agacha y pasa la mano que sujeta el teléfono por debajo de la puerta. Lo va a grabar. ¡El muy cabrón lo va a grabar con el móvil!

—¡Han entrado! ¡Han entrado y están subiendo!

Gritos en el exterior. Reconozco la voz de Rupérez. Jacinto se levanta de inmediato. Salimos a la zona de ascensores. Vemos pasar corriendo al vicepresidente. Viene fuera de sí.

—¡Están aquí, los he visto!

Le seguimos a la oficina. Carvalho y Marisa se nos han unido en algún momento. Tienen cara de no entender nada. La misma cara que se te queda cuando descubres que la leche que acabas de beber directamente del cartón está agria. Al parecer no han descubierto nuestro espionaje, pues actúan como si fuéramos invisibles.

En la sala Rupérez está dando rienda suelta a su histeria. Apaga las luces y pide a voces que nos escondamos bajo las mesas. Después se acerca a las puertas de cristal por las que acabamos de pasar y ata los tiradores con un cinturón de cuero, está claro que el suyo, pues los pantalones le cuelgan flojos en la culera mientras se agita frenético. Nadie le pregunta quiénes están aquí ni nada por el estilo. Quizás por miedo a que el chalado la tome contigo, la peña se limita a quedarse calladita. Ahora sí que estamos encerrados, aunque en vista del nudo que ha hecho no tanto como él se imagina.

Jacinto y yo contemplamos estupefactos cómo todos nuestros compañeros obedecen sin rechistar las órdenes de la mano derecha del director. Poco a poco los cuerpos desaparecen bajo los tableros de madera y se va haciendo el silencio. Silencio que sumado a la tenue iluminación que proporcionan las emergencias convierte la oficina en una enorme sala de revelado. Nadie salvo nosotros mantiene la dignidad al cabo. Todos aguardan como en una especie de fiesta sorpresa, solo que aquí no conocemos al homenajeado.

—¿Qué hacemos, nos escondemos?

Niego con la cabeza. Sin saber por qué no me atrevo a hablar. Bueno, sí, confieso que tengo un poco de miedo. Pero más que nada por todo el jaleo que se ha montado. También me siento ridículo y ni de coña voy a meterme debajo de la mesa como si fuera un niño escondiéndose de los petardos. Eso sería el colmo.

Jacinto saca el móvil como si nada. La posibilidad de contemplar una escena tórrida está para él por encima de cualquier otra consideración.

—Voy a ver cuánto ha grabado.

Ruidos en las escaleras y en los ascensores. A mi amigo no parecen importarle. De espaldas a la entrada, no hace ni un intento de girarse.

—No está mal: 20 segundos. ¿Quieres verlo?

Por supuesto se trata de una pregunta retórica. Me muestra la pantalla. Imagen fija. Desde abajo. No hay duda de lo que ha pasado en el baño de señoras: estilo perro. Él de pie con los pantalones por el suelo. Ella de cara a la pared, con las rodillas en la tapa del inodoro y la falda enrollada en la cintura. Los ruidos cada vez suenan más próximos. Creo que ahora empiezo a asustarme de veras. Jacinto ni se inmuta y pulsa play. El hombre culea. Los muslos de la mujer tiemblan bajo las sacudidas. La película tiene el volumen quitado, ojalá la realidad también lo tuviera. Ahora estoy seguro de que algo sube desde el vestíbulo.

¿Por qué utilizaría Marta la palabra artefactos? Los glúteos de Carvalho, esculpidos en horas de gimnasio, se quedan congelados en una postura ridícula. Conozco a su mujer. Le acompañó en la cena de Navidad de la empresa. Una tía estirada sin carne sobre los huesos: mechas, pendientes de perla, moreno de esquiar, bolso de Louis Vuitton. Segundo 20.

Miro por encima del hombro de Jacinto y los veo. No son bomberos, ni policías, ni seguratas. Sean lo que sean no son humanos. Se arrastran, anegan la antesala de los ascensores. Una especie de marea negra formada por ¿qué?, ¿gusanos inmensos? Mi amigo ve el pánico en mis ojos, pero lo malinterpreta.

—¡Que te den! Al final yo tenía razón. Las bragas son de cuero —dice el muy gilipollas.

Después de eso las puertas de cristal estallan.~