El Paseo de la Alegría

Un cuento de Jon Igual Brun.


 

EL DESPERTADOR SONÓ a las siete y media de la mañana. Daniel no podía creer que ya fuera hora de levantarse, podría quedarse el día entero debajo del edredón. Era lo único que le apetecía, la sola idea de ir a la oficina lo llenaba de angustia. Aun así, cuarenta y cinco minutos más tarde salía del portal de su edificio, vestido con traje y corbata, camino de la parada de metro. Era invierno y hacía frío. A esas horas todavía era de noche, lo cual deprimía aún más si cabe el ánimo de Daniel. Su cabeza volvía una y otra vez al proyecto en el que llevaba trabajando los últimos meses en la oficina. Iba cada vez peor, se acercaba la fecha de entrega y veía claro que no iban a acabar a tiempo. Siempre sucedía lo mismo. Inconscientemente, empezó a morderse la uña del dedo gordo. Llegó al andén cuando faltaban cuatro minutos para el siguiente tren. Miró a su alrededor. Varios de los rostros que veía le resultaban familiares. El señor con el maletín y cara seria, la chica de los tacones y los cascos de música, el joven que siempre estaba jugando a algún juego de su teléfono móvil sin silenciar los irritantes ruiditos que producía etc. «¿Quién seré yo para ellos?», se preguntó Daniel, «¿el del traje que se muerde las uñas y siempre parece estar deprimido?» Entró al vagón, se sentó y miró al frente sin fijarse en nada.

Pasado un rato, escuchó a la artificial voz del metro pronunciar el nombre de la siguiente estación: «Paseo de la alegría». Lo que significaba que solo faltaban dos paradas más para llegar a su destino. El metro se detuvo y abrió las puertas. Daniel se preguntó que habría afuera de aquella estación con un nombre tan peculiar. Aunque había pasado por allí a diario durante los últimos diez años, nunca había bajado para dar una vuelta. Por las mañanas estaba demasiado cansado para dar paseos, y cuando volvía del trabajo estaba todavía más cansado. Consultó la hora en su reloj de pulsera, indeciso. De pronto, los pitidos avisando de que las puertas estaban a punto de cerrarse hicieron que Daniel tomara una decisión: saltó de su asiento a toda prisa y salió del vagón.

Excitado y nervioso a la vez, comenzó a subir las escaleras hacia la salida. Una vez afuera, sin embargo, lo que vio decepcionó sus expectativas. Como poco se esperaba un bonito paseo peatonal, con algún jardín o unos bancos. Pero la avenida a la que salió era gris y triste. La típica calle de un barrio de la periferia de una gran ciudad. Consultó el mapa de la zona que había al lado de la boca de metro, para después caminar avenida arriba en dirección a la oficina. Llegaría justo de tiempo, pero llegaría. El sol había empezado su ascensión y los rayos que se filtraban por los altos edificios calentaban su cuerpo. Aquello lo puso de mejor humor. El paseo matutino puede que no hubiese sido tan mala idea después de todo.

A medida que caminaba, se daba cuenta de que se encontraba en un barrio bastante decadente. Se cruzó con dos hombres con muy mala pinta, una señora mayor en pijama y un par de adolescentes que dedujo no tenían ninguna intención de ir a clase. Sin duda, trajeado y acicalado como estaba, él desentonaba en aquella zona de La Ciudad. «¿Por qué se llamará Paseo de la alegría este sitio?» se preguntó. Le parecía una broma de muy mal gusto.

De pronto, sentada en el bordillo de la acera, vio a una niña que le llamó la atención. Tendría alrededor de siete años y parecía estar jugando con un palo. Daniel se desvió disimuladamente hacia ella, curioso. Se paró justo detrás, intentando ver lo que hacía la niña con el palo. Su curiosidad dio paso al asco cuando vislumbró una cucaracha en un pequeño charco. Parecía intentar salir de él, pero la niña se lo impedía una y otra vez con el palo. Se quedó paralizado, sin poder apartar la vista de aquella escena. Entonces, como si hubiese sentido la presencia del hombre, la niña giró la cabeza y lo miró fijamente.

—Hola —lo saludó sonriente.

Daniel seguía mirándola en silencio, sin saber cómo reaccionar.

—Estoy bañando a Princesa —continuó hablando la niña—. No le gusta mucho, pero es por su bien.

—¿Princesa es el nombre de la cucaracha? —preguntó él sorprendido.

—Sí, y el mío también. ¿Tú cómo te llamas?

—Daniel.

—Es un nombre muy bonito —dijo Princesa.

—Tu nombre, bueno, el de las dos, también es muy bonito —dijo Daniel confuso—. Pero ¿no deberías estar en el colegio?

A la niña no pareció gustarle aquella pregunta, pues sustituyó su amable sonrisa por un gesto de enfado.

—Vivo en El Paseo de la Alegría, no me hace falta ir al colegio ni a ningún sitio que no quiera ir —respondió sin más, dándole la espalda a Daniel—. Vámonos Princesa, se acabó el baño por hoy.

Entonces, para asombro de Daniel, Princesa tiró el palo a la carretera, cogió a la cucaracha con sus manos y empezó a caminar sin despedirse.

—¡Espera! —gritó éste—, no deberías andar sola.

La niña miró hacia atrás, le lanzó una sonrisa entre irónica y traviesa, y comenzó a correr.

Inconscientemente, Daniel decidió seguirla. ¿Por qué se preocupaba por una niña a la que no conocía? No se paró a reflexionar sobre ello, tenía suficiente con intentar seguir el ritmo de Princesa, que para una niña de su edad, corría mucho más de lo que habría imaginado. Su persecución lo llevó a introducirse en una de las calles perpendiculares a la avenida, más estrecha, hasta dar a parar a lo que parecía ser un solar abandonado. La puerta era una verja sin cerrar, y Princesa no dudó en pasar por ella.

Daniel se paró delante de la verja un instante, indeciso, pero se armó de valor y también cruzó al otro lado. Lo primero que vio nada más entrar fue a un vagabundo, con una espesa barba y vestido con harapos, sentado en una esquina junto a un carro de la compra lleno de cachivaches. Éste lo miraba receloso, e hizo que Daniel se sintiese incómodo. Pero de pronto avistó a Princesa, al otro lado de donde él se encontraba, y se olvidó de él. La niña había dejado de correr y volvía a estar observando algo en el suelo, ajena a todo lo demás. Daniel se aproximó a ella con cautela, pues no quería asustarla y, como hiciese unos minutos antes, observó desde atrás lo que estaba haciendo.

—Bueno Princesa, nos vemos mañana —le decía la niña a la cucaracha mientras abría las palmas de su mano, donde la había mantenido encerrada hasta entonces.

La cucaracha bajó al suelo y comenzó a caminar hacia la pared del fondo. Daniel pudo ver como de los agujeros de ella salían otras cucarachas.

—Aquí es donde vive —dijo de pronto Princesa mirando a Daniel—, vengo todas las mañanas para darle un paseo. A veces nos vemos a la noche también.

—¿Y dónde vives tú? ¿Dónde están tus padres? —preguntó Daniel preocupado.

—Yo vivo allí —respondió alegremente Princesa, a la vez que señalaba a un montón de escombros y cartones amontonados en una esquina—. Aunque parece que el viento ha vuelto a derribar mi casa mientras estaba fuera.

Dicho esto, se encaminó hacia el montón de escombros y comenzó a colocarlos de manera que dejaba un espacio debajo de ellos.

Daniel, que no sabía bien cómo reaccionar, se acercó a ella y comenzó a ayudarla a construir su casa.

—Gracias —dijo Princesa.

—De nada —respondió él, y luego insistió— ¿Y tus padres, también viven aquí?

—Estamos en el Paseo de la Alegría, aquí no hace falta tener madre o padre, ni tener que ir al colegio, ni tener que ganar dinero ni nada de eso —comenzó a relatar la niña—. Los que vivimos aquí, simplemente somos felices.

Menos conmocionado de lo que debería estar, Daniel siguió ayudando a Princesa a arreglar su casa, la compañía de aquella niña era lo más agradable que le había pasado en mucho tiempo. Su despreocupación y felicidad eran contagiosas. Después de acabar con la tarea que tenían entre manos, la acompañó a buscar comida. Recorrieron juntos las basuras favoritas de Princesa, y se sorprendió con toda la comida en buen estado que encontraron. Así fue pasando el día, Daniel perdió la noción del tiempo, hipnotizado por la niña, que le iba enseñando todo lo que había que saber sobre el barrio. No quería dejarla sola. ¿O era él el que no quería quedarse solo? Apenas se acordó de que tenía que ir a trabajar y, cuando lo hacía, no se agobiaba como habría sido lógico en alguien como él, sino que sentía una indiferencia absoluta. Encontró esa sensación muy gratificante.

Al anochecer, Daniel acompañó a Princesa a su casa, en el solar abandonado.

—Hay espacio para que duermas tú también —le dijo generosamente la niña.

A Daniel le enterneció aquella propuesta. Miró alrededor, al otro lado, el vagabundo de la barba estaba ahora acompañado por otro más bajito y calvo, compartían un cartón de vino. No debería dejar que la niña durmiese allí, la razón le decía que era algo imprudente e irresponsable. Pero los vagabundos no tenían un aspecto amenazador, al contrario, uno de ellos levantó el cartón de vino, como saludándolo, o quizás invitándole a un trago. Daniel sonrió, y en aquel instante decidió que sí, que pasaría la noche allí, y al día siguiente ya vería que hacía.

Al otro lado del solar, el vagabundo con la espesa barba bajó la mano, indiferente.

—Parece que no quiere —le dijo a su compañero—, menudo tipo más raro, le vendría bien un trago para calentarse, empieza a hacer frío.

—Él se lo pierde —respondió el otro—. ¿Y ha aparecido hoy dices?

—Ha llegado a la mañana, se ha hecho una especie de cama allí al otro lado.

—¿Y no te ha dicho nada?

—A mí no, pero traía una cucaracha en una mano, y no paraba de hablar con ella, la llamaba Princesa.~

 

Este cuento pertenece al libro Gotas de ciudad (2014), que puedes obtener aquí.