El día del cerdo

Un cuento de César S. Sánchez


 

LA MULTITUD COREÓ al unísono:

—¡Colguemos al cerdo!

En el centro del grupo, un hombre, cubierto de harapos y con la cabeza dentro de un saquito de arpillera, se defendió:

—¡Yo no soy un cerdo! ¡Soy como vosotros! ¡Me llamo Caínche, de la tribu de Araz!

Tras el anuncio del prisionero, el silencio se apoderó de los presentes. Al cabo, una voz se alzó sobre la calma:

—¡Miente!

Otros se unieron: ¡Sí, no le creáis, es un puerco! ¡Está mintiendo, los cerdos son unos embusteros! ¡Los cerdos no hablan! ¡Venga, ponedle las anillas para que no hoce! ¡Eso, colguemos al cerdo! Enseguida, el clamor volvía a ser unánime.

Un joven enorme, el conductor, con una tripa como un tonel y una frente asombrosamente estrecha, se acercó al araziano, quien, de rodillas, adoptaba la postura de un mendigo que pidiera limosna. De un brutal tirón, lo obligó a incorporarse. Le arrancó la capucha. Sacó tres bridas metálicas del macuto. Atravesó el labio superior del harapiento con un extremo de la primera, con el otro, la aleta de la nariz, y unió las puntas ensangrentadas con la sola fuerza de los dedos. Repitió la operación dos veces más, insensible a los alaridos y súplicas de su víctima. Luego, agarrándola por las axilas, la alzó para que la contemplara la multitud.

El consiguiente barullo provocó un temblor en la explanada: ¡Sí, así está perfecto! ¡A qué esperáis, llevadlo al árbol! El que decía llamarse Caínche mostraba los dientes mientras chorretones de lágrimas cruzaban sus mejillas, el belfo cosido a la protuberancia tumefacta que apenas le permitía respirar.

Una mujer y un viejo, la inocente y el notario, lo agarraron por las piernas y, junto al conductor, que lo asía por los hombros, se encaminaron hacia el roble solitario en la cima de la colina. La mujer iba medio desnuda; el mayor no apartaba la vista de los pechos expuestos. Ella, en cambio, solo tenía ojos para la hendidura que se abría en la muchedumbre a su paso, una herida murmuradora, flanqueada por rostros depredadores.

Al llegar al pie del árbol, la soga ya colgaba de una de las ramas altas. El prisionero, que no paraba de gimotear, fue situado bajo la sombra conforme unas manos expertas pasaban la cuerda alrededor de su cuello. A continuación, varios brazos tiraron del otro extremo de la maroma, de modo que el cuerpo del araziano pronto quedó colgando y retorciéndose como pez fuera del agua.

—¡¡Gruñe como un puerco!! —exhortó alguien.

—¡¡Gruñe, gruñe!! —respondió la masa.

Acaso pensando que si hacía lo que le ordenaban obtendría clemencia, acaso a consecuencia del ahogamiento, el ahorcado comenzó a emitir gorjeos que pretendían imitar a los ronquidos de un lechón, lo que provocó el regocijo general. Los estertores, acompañados de baba, hicieron que quienes presenciaban la escena desde más cerca se alejaran unos pasos con mohínes de disgusto. Entre los más alejados, las carcajadas competían con los aplausos para erigirse en reyes de la fiesta; risotadas y moscas y nubes de polvo, sobrevolando las cabezas.

A mediodía, el araziano aún seguía vivo, aunque sus movimientos eran más débiles de vez en vez. En la última hora, se había ido apagando más deprisa, como una vela en una cueva mal ventilada. Ahora, no refulgía el pánico en sus pupilas, sino el automatismo de las criaturas que tratan de aferrarse al siguiente latido.

En la explanada, no quedaba un alma, salvo un grupo de niños que jugaba con una de las pocas ruedas de coche que se habían librado de las hogueras. Sus gritos reverberaban en la tarde en ciernes, como si el campo fuese un recinto con paredes y techo de cristal. ¡¡Pásamela, cara de rana!! ¡¡Aquí, aquí, que estoy solo!! ¡¡Eres una chupona, cara de pasa!!

Guiado por un lance del juego, uno de los chiquillos llegó a los pies del moribundo, que giraba como un títere de hilos: hacia un lado, hacia el contrario y vuelta a empezar. Dos manchas húmedas, una por delante y otra por detrás, más oscura, las cuales adornaban los calzones que, a duras penas, cubrían el sexo del hombre, despertaron su interés. El niño se tapó la nariz con los dedos y, de esa guisa, llamó a sus compañeros a gritos.

Una niña, que parecía mayor que el resto, acudió a la llamada. Cuando llegó al árbol, apartó a su amigo y le ordenó que regresara con los demás. El crío hizo caso sin rechistar y la muchacha permaneció allí contemplando la agonía del araziano. Pese al mal olor y a la crudeza del espectáculo, su expresión no revelaba otro sentimiento que curiosidad.

Después de un rato, se aproximó a los pies mugrientos que oscilaban a metro y medio del suelo, los sujetó con fuerza y, al poco, se recolgó de los tobillos hasta que los temblores de las piernas cesaron por completo.

—Ya no sufrirás más, cerdo —entonó con fría solemnidad antes de alejarse.

En la falda de la colina, bajo un saliente de tierra y roca a la orilla de la acequia seca, la inocente y el notario copulaban a la forma de los animales. La joven apretaba el saquito que contenía las monedas que el viejo le había pagado, a fin de que no se le escapara a cada nueva sacudida. Los arañazos en la espalda curarían pronto. La comida que compraría con el dinero, le ayudaría a sortear el invierno que se avecinaba.~