Demasiadas preguntas

Un cuento de Manuela della Fontana.


 

FUE A FINALES de mayo cuando empecé a trabajar en la fábrica de galletas. Me acuerdo bien porque por aquel entonces operaron a mi madre de un tobillo. Lo que parecía la convalecencia tranquila de una intervención sin importancia se complicó cuando el cirujano la recomendó reposo absoluto. Acostumbrada a mi desordenada vida,  me vi obligada a trasladarme a su casa y reencontrarme con su carácter irascible y con muchas de sus manías que creía ya olvidadas, como esa facilidad para entrometerse en mi intimidad, y un gato al que siempre odié. No tuve alternativa: mi madre me necesitaba y mi maltrecha economía después de varios años sin un trabajo estable, también.

Pasaba buena parte del tiempo en la fábrica, un trabajo por lo demás repetitivo y carente de interés. Nadie en su sano juicio hubiera encontrado divertido estar pendiente de que las galletas se empaquetaran correctamente, desechar las defectuosas y procurar que la luz verde de una desvencijada maquina se mantuviese siempre así. Tampoco yo, pero en eso consistía mi trabajo.

Llegaba a casa y, mientras me ocupaba de mi madre y preparaba la comida, creía seguir oyendo el rugido de la máquina empaquetadora en mi cabeza. Mi madre recostada en el sofá, rodeada de periódicos atrasados, me contaba refunfuñando las novedades de su aburrido día, y aunque intentaba mostrarme afable y mantenerla entretenida con historias de la fábrica –muchas de ellas inventadas–, solo veía galletas y más galletas: de chocolate, redondas, cuadradas… Galletas que asaltaban y enturbiaban mi conversación y mi paciencia.

A pesar de mis reprimendas, mi madre se movía de la cama al sofá ayudada de un bastón con una ligereza que me sorprendía. Si me descuidaba, la encontraba junto a mí en la cocina con su cigarrillo y su pelo descuidado, trasteando y dándome conversación. Me sermoneaba y me hacía preguntas y más preguntas, de la fábrica, de mi jefe, de si algún compañero había logrado despertar mi interés a pesar de la rutina. Demasiadas preguntas para alguien que solo buscaba la tranquilidad de sus pensamientos. Pero ella estaba convencida que aquel trabajo y, sobre todo, esta nueva convivencia juntas nos ayudaría a recuperar el tiempo perdido y esa confianza que, tal vez por su forma de ser un tanto estrafalaria, nunca tuvimos.

Por eso y aún a riesgo de preocuparla preferí hacerla participe del ambiente de confusión que se vivía en el trabajo desde hacía unas semanas. Aunque al principio no le di importancia, había empezado a advertir cuchicheos a la hora de la pausa. Cuchicheos que cesaban cuando el dueño, con la excusa de un café, irrumpía en la sala. Acostumbrada a verle por las instalaciones bromeando, hablando de política o de mujeres con el encargado de la seguridad, le notaba serio, cansado, avejentado, más aún de lo que su avanzada edad delataba. Mis compañeras por su parte, se limitaban a hacer sus tareas sin grandes muestras de camaradería, ni hacia él ni hacia mí. Bien es verdad que tampoco yo, con mi carácter introspectivo, hacía nada por integrarme; limitándome a cumplir con mi trabajo sin hacer otra cosa que no fuera empaquetar el mayor número de galletas y procurar que la luz verde por nada del mundo se apagase. Es ahora, y todavía creo estar viendo la cara de enfado de mi madre, como juraba maldiciones cuando se lo conté.

Comencé a sospechar que las cosas en la empresa no iban realmente bien cuando al poco tiempo una de las máquinas cesó de repente. Lo que supuse una avería temporal que se solucionaría con los servicios de mantenimiento se complicó cuando el proveedor se negó a repararla alegando que llevaba meses sin cobrar sus honorarios.

A raíz de aquello continuaron no solo los cuchicheos, ahora también el dueño pasaba horas y horas encerrado en su despacho, muchas veces solo y otras, reunido con gente de su confianza. De vez en cuando se les oía discutir, voces airadas que callaban cuando la puerta se abría y el dueño salía nervioso, fuera de sí.

Desde mi puesto de trabajo observaba todo aquello sin saber muy bien qué estaba ocurriendo. Algo intuí cuando a fin de mes, en lugar de recibir mi nómina, recibí las excusas del dueño que trató de convencerme que la empresa atravesaba por algunas dificultades, pero que afortunadamente ya estaban en vía de solución. El nerviosismo imperaba no solo en mí y en mi madre, a quien había contagiado mi preocupación, también en el resto de los acreedores que viendo la imposibilidad de hablar con él por teléfono para cobrar, se presentaban en la fábrica sin que la secretaria pudiera hacer nada por detenerlos.

Unos días después, cuando me disponía a salir del turno de tarde, encontraron al dueño tendido en el suelo en medio de un reguero de sangre. Tuve que abrirme paso como pude entre el revuelo y las sirenas de la ambulancia, gritos y carreras. Alguien le había golpeado en la cabeza, según dijo la policía, con un objeto contundente aún sin determinar, y, aunque había tratado de defenderse y evitar que se llevaran el dinero de la caja fuerte, nada pudo hacer: el poco dinero había volado y un paro cardíaco había terminado con su vida.

Aquella noche mientras cenábamos, aturdida por los acontecimientos le contaba lo sucedido a mi madre; acostumbrada a sus muchas preguntas, apenas abrió la boca. Por una vez ni siquiera refunfuñó, se limitó a asentir y servirse un poco más de vino. Noté junto a su respiración agitada un brillo en sus ojos que no me pasó desapercibido. También estaba más cansada de lo habitual, pero nada dije. Se sentó en el sofá con el gato a sus pies y el bastón junto a ella y, mientras veíamos la televisión, un programa de temas policiales no resueltos, se quedó dormida. Yo terminé de cenar y me fui de casa, había muchas preguntas en mi cabeza y realmente no quería saber las respuestas.~