Chesire: siempre puedes crear nuevos secretos

Un texto de Dante Vázquez

 

SU RUTINA ERA despertar a las doce de la tarde, salir de su cuarto a desayunar, regresar y encender su computadora. Entre juegos, vídeos y series pasaba el tiempo hasta que le daba hambre o necesitaba ir al baño. Se dormía cuando no soportaba el ardor de sus ojos café. A veces lloraba durante horas, tumbada en su cama. Otras, se recostaba en silencio a mirar el techo. Y otras, charlaba con su hermana.

Antes de que decidiera encerrarse, me encantaba verla pasar. Caminaba con paso firme y su semblante expresaba vitalidad y alegría, su sonrisa parecía una media luna brillante en un cielo sin estrellas. Siempre la seguía con sigilo a la puerta de su casa. Me divertía cruzarme frente a ella en algunas ocasiones. Los instantes se vuelven momentos, y estos, recuerdos.

Una tarde lluviosa, no pude evitar llamar su atención. Quería que notara mi presencia. No para ser un giño efímero de contento, sino una experiencia, en su memoria, que al volverla a pensar le provocara regocijo. A unas casas antes de llegar a la suya me paré frente a ella y salté de un lado a otro, retándola. Se quedó inmóvil unos segundos y luego se lanzó hacia mí. Por supuesto no dejé que me atrapara tan fácil, la hice sudar. Al lograrlo me levantó y me abrazó, jadeando. Desde la acera la vi entrar relajada a su casa. Supuse que le había causado una buena impresión y me di por satisfecho.

A partir de esa tarde al encontrarnos, por casualidad premeditada, ambos disfrutábamos de la brevedad de nuestras interacciones. Incluso una vez me salvó de volverme juguete de unos perros. Estaba acostado tomando el sol, porque la calle estaba vacía, y confiado cerré los ojos, hasta que oí gruñidos cerca de mí. Salté asustado e intenté correr. No pude, uno de ellos me había mordido la cola y no me soltaba. Volteé y le arañé el hocico sin resultado alguno. El otro, que estaba a punto de morderme las costillas, lloró seguido de su compañero. Temblando me acurruqué en sus brazos un rato. Trepé en un jacaranda que estaba cerca y maullé de agradecimiento.

En cada pálpito de mi pecho sabía que nos pertenecíamos, por eso me dolió la noche que azotó la puerta de su casa. Al principio pensé que sería pasajera la impresión triste y lastimosa que me dio. Me equivoqué. Las cosas no son siempre como esperamos que sean.

Conforme pasaban los días su ausencia se notaba cada vez más. La calle parecía monótona, sin vida, sin brillo. Tenía que saber qué le había ocurrido y, si podía, ayudarla. Brinqué la barda de su casa. Recorrí con precaución el patio. Me oculte en un rincón. Apagaron las luces del interior. Se oían ladridos. El viento soplaba fuerte y frío. No encontraba la manera de escabullirme a su habitación. Recorrí más de tres veces el patio. Miré la barda y trepé. Avancé despacio por la orilla. Ya frente a su habitación me quedé observándola. Me tranquilicé, y pasé ahí la noche.

Su hermana abrió la ventana.

—No puedes quedarte más tiempo así, te vas a enfermar —le dijo en voz alta—. Entiendo por lo que pasas, pero no puedes seguir así —continuó sentándose en el borde de la cama—. Sé que puedes salir de esto, confío en ti sin dudarlo. Por una persona no debes limitar tu existir a la desolación. Vales más de lo que crees y todo lo que te rodea es un reflejo de tu interior.

Salió de la habitación. Se quedó con la mirada en la nada y en silencio. Valiente me arrojé hacia la ventana. Me sostuve con mis garras y luego entré. Sin mesura subí a su cama y me recosté en sus pies. Con delicadeza me acarició.

—¡Bonito! —dijo con voz quebrada y apacible, recogiéndose su cabello negro con la mano que tenía libre—. ¡Me alegra que estés aquí! Lástima que no puedas quedarte por mucho tiempo. Quiero estar sola y no saber del mundo, volverme polvo cósmico.

Llamó a su hermana. Me echó de la casa.

Los perros estaban en la calle. Antes de emprender la huida, volteé para verla por última vez. No fue así. A veces la mejor muestra de amor es decir adiós.

Si desde pequeños los humanos aprendieran a fluir en el ser, más que en el tener o pertenecer, quizás su vida sería más relajada y agradecida. Uno se salva a sí mismo gracias a los otros, pero no para marchitarse sino para florecer.

Esquivé las fauces de los caninos y los perdí después de cruzar la avenida y ocultarme bajo un camión. Esperé a que anocheciera para andar a la deriva. Jamás la olvidaré, aunque en el camino conozca a alguien más. Uno no puede quedarse en un lugar donde la desolación es más grande que el bienestar íntimo. Antes de que decidiera encerrarse, su rutina era bailar mientras regresaba a casa. Soñar con ser cineasta. Fingir que no sabía de mi existencia. Estar en el instante preciso para que el momento fuera un recuerdo complaciente.

Todas las noches de media luna, me quedó contemplando el cielo. A veces cae una estrella fugaz. Otras, en la negrura brilla una. Y otras, maúllo hasta que me quedó dormido anhelando que se haya salvado.~