Borrón y cuenta nueva

Un cuento de Manuela della Fontana

NO SÉ SI ya lo sabes Javier, pero me he mudado por fin a la pensión de la que te hablé. Tenía poca elección, o mudarme a esta pensión de mala muerte, o continuar compartiendo piso con Belmonte y su familia. Una solución temporal, un borrón y cuenta nueva, que aún hoy dos semanas después por disparatada, no consigo que se desvanezca de mi cabeza.

La acogida fue buena, sería ingrato por mi parte quejarme después de haberme dado cobijo recién llegada a la ciudad y desorientada todavía en cuanto al porvenir de mi noviazgo con Belmonte y mi nuevo trabajo en la radio. Todo fueron atenciones desde el principio, el que su hijo, un profesor de Literatura, se hubiera animado a sentar la cabeza con alguien como yo, nada menos que una locutora de radio, y se hubiera decidido a llevarme con él, fue algo que sobre todo su madre celebró por todo lo alto. Sin embargo y a pesar de los primeros cumplidos, empecé a notar con el tiempo cierta desconfianza en sus ojos; sus otras novias habían sido mujeres provincianas acostumbradas a los quehaceres del hogar y no como yo, que entregada a mi profesión prestaba poca atención a otra cosa que no fuera yo misma y mi programa de radio.

Me despreocupaba de todo, esta es la verdad. Me levantaba pronto y me encerraba en la habitación intentando escribir el guión del programa aprovechando las primeras horas del día. Necesitaba mi espacio, la tranquilidad del silencio que por imposible se me atragantaba como una peladilla en mi garganta. No te puedes imaginar Javier, lo complicado que me resultaba concentrarme en mis cosas con la abuela trajinando con los cacharros de la cocina a todas horas, por no hablar del ruido del aspirador que me volvía loca. Tenías que haber visto la vitalidad de la condenada. Siempre he sido muy maniática con este tipo de ruidos domésticos: el ruido de las sillas al ser arrastradas, el sonido de la televisión, pero es que además y para colmo el padre de Belmonte roncaba. No había mayor infierno que sucumbir a la serenata de los ronquidos cada noche, eso cuando no deambulaba sonámbulo por la casa en calzoncillos. Todavía tengo grabada la imagen de la primera noche que entró de esa guisa en mi habitación y de cómo grité hasta despertar a todos.

Por si fuera poco Belmonte y yo tampoco teníamos intimidad. Por respeto a la abuela, él dormía en el salón abrazado a un montón de cojines de terciopelo, mientras a unos metros de allí, yo ocupaba su habitación rodeada de sus cosas: sus medallas de natación, el póster de Anna Magnani y mi ropa desordenada en una butaca. Había noches que con la excusa de ir a la cocina por un vaso de agua y escapar de los ronquidos y de los paseos nocturnos del padre, me tumbaba a su lado en el sofá buscando su calor, ahogando los gemidos de la excitación que el roce de su cuerpo me provocaba, comiéndole la boca. Porque si, eran precisamente estos los mejores momentos, cuando mi adrenalina se ponía a mil ante la posibilidad de ser descubiertos.

Soy una desvergonzada, lo sé. Ya imagino tu cara de asombro, Javier, pero no me lo reproches, ni siquiera me siento culpable. Si la abuela no nos hubiera pillado una noche retozando en la alfombra, no sé durante cuánto tiempo más hubiera continuado con esta vida: follando a escondidas, merendando en el saloncito verde y haciendo manitas con Belmonte por debajo del cojín. Pero el decoro es el decoro, eso me dijo su padre con voz firme. Convendrás conmigo que resulta difícil justificarse ante un hombre que discute contigo en calzoncillos mientras tú te ajustas el sujetador en mitad de la noche y la abuela se tapa los ojos para no verte en pelotas.

En medio de los improperios fui invitada a hacer las maletas, sí. De nada sirvieron las súplicas de Belmonte ni sus amenazas por marcharse conmigo si no se venían a razones. Al día siguiente, los dos abandonábamos la casa con nuestras cuatro pertenencias: sus medallas de natación y el poster de la Magnani en una bolsa, arrastrando la maleta y nuestros sueños en busca de una habitación donde quedarnos.

Y así hasta hoy que instalada en la pensión, he vuelto a recobrar el ritmo de mi vida. Mientras te escribo; Belmonte hace hueco para colocar su ropa en el armario, mi ropa vuelve a acumularse en la butaca y de tanto mirar al techo acabo de descubrir una mancha de humedad. Los primeros ruidos de la noche se cuelan por la ventana, el camión de la basura hace un ruido infernal, y la televisión de la habitación del vecino está tan alta que presiento tardaré poco en quejarme. Por lo demás querido Javier, estoy contenta: no hay nada como hacer borrón y cuenta nueva para sentir que vuelves a tomar las riendas de tu vida.~