Doble

Un cuento de MaryCarmen Castillo


 

UNA MUJER SE revisa los bolsillos del suéter, buscando algo, lo que sea, algo que pueda ofrecer a los transeúntes a cambio de unos pesos, porque ¿quién depositaría una moneda en una mano extendida así, vacía? Encuentra una liga rota; un chicle; un aro para ensartar llaves; su monedero vacío; un boleto del metro, y una piedra muy bonita que se encontró en el parque. Sonríe al ver todo aquello, parecen los bolsillos de un niño. La piedra y el aro, ni al caso; el chicle podría despertar desconfianza, mejor lo vuelve a guardar; el monedero, que últimamente no sirve para nada es, sin embargo, el último vestigio de que no siempre se sintió tan desesperada y, al mismo tiempo, la promesa de que algún día, ya pronto, volverá a tener dinero adentro. Se decide por el boleto del metro; está un poco arrugado, pero quizá todavía pase por la máquina, tampoco se trata de engañar a nadie.

Alisa el cartoncito lo mejor que puede y se coloca una sonrisa en la cara; no quiere suplicar, para eso es que ofrece algo a cambio. Alarga el boleto y la sonrisa ante el primer hombre que pasa cerca:

— ¿Me compra un boleto del metro?

El hombre ni la mira; el mismo que, si la viera en otras circunstancias, se la comería con los ojos, ahora no se digna ni siquiera voltear la cara hacia su voz, simplemente la ignora. Ella hace de tripas corazón y vuelve a intentarlo, con una señora, luego con una pareja de jovencitos (ella le sonríe con cara de disculpa), otros dos señores, uno de ellos la regaña (“ya ponte a trabajar”). La vergüenza, que con trabajos ha mantenido a raya, se acerca amenazante hasta el borde de sus emociones; ella se echa atrás el cabello para espantarla; necesita el dinero para llegar a su casa, porque no hay metro hasta allá. Sabe que con 3 pesos no le va a alcanzar, pero sólo le faltarían 2, y ya con algo de dinero, aunque sea poquito, puede pedir el resto sin sentir que mendiga. No quiere pensar esa palabra, todavía no. Vuelve a sonreír, pero la sonrisa se le ha empañado bastante.

Un hombre se detiene y le pregunta:

— ¿Cuánto? — mientras la recorre de arriba abajo. Es entonces ella quien lo ignora y cambia la postura del cuerpo para no contestarle como se merece. De todas formas, no puede responder; la humillación y el desprecio no la dejan hablar. Ahora sí se siente como limosnera. Ya no sonríe; su mirada es pura súplica y coraje.

—Cómprame un boleto— le exige más que pedirle a un muchachito que hace un rodeo para no pasar tan cerca de ella. Pero otra mujer ha visto al escuincle, ha adivinado todo en su mirada y sin que ella la presienta, se le acerca y le dice:

—Yo te lo compro—, al tiempo que saca del bolsillo de su propio suéter una moneda de 10 pesos y le quita suavemente el boleto del metro de entre los dedos largos y aún elegantes.

La mujer la mira completamente sorprendida y la sonrisa vuelve a aparecer. Las dos son guapas, más o menos de la misma edad e, incluso, casi de la misma estatura; podrían ser la misma persona. “Yo podría ser tú”, piensan las dos y se sonríen. La mujer se aleja mientras la otra coloca los 10 pesos en su monedero, toma camino por fin hacia su casa y sigue sonriendo porque piensa “podría ser yo” al recordar el rostro de la otra.

Mientras, la otra desciende por las escaleras del metro; suspira de alivio al ver que la máquina acepta el boleto, pero piensa: “podrías ser yo”. Y un escalofrío le acalambra la nuca porque su mente acompleta el pensamiento: “y entonces yo sería tú”.~