Bienvenido, Onetti

Alejandro Badillo refiere a Juan Carlos Onetti como el personaje de un cuento que trata sobre hombres muy hechos (es decir: deshechos)

 

Uno

ONETTI ES UN fantasma acobardado, vestido con gabardina gris y sombrero de lona, que caminaba por las calles del centro de Puebla. A veces parece dirigirse a la Catedral. A veces, simplemente, se queda inmóvil en una esquina, las manos tiesas en los bolsillos y el gesto inmóvil, un poco confuso entre el vaivén de transeúntes y las luces brillantes de los aparadores. Recuerdo la fotografía de él en un documental: los ojos que miran hacia arriba, como si esperaran la lluvia o como si delinearan en secreto una imprevisible venganza. También puedo recordar los ojos aceitosos y extraños; una ordenada y paciente orfandad que parece escarbar dentro de sí mismo. Después, aquel hombre que es Onetti o el hombre que me empeño en que lo sea, sigue su camino por las calles adoquinadas, mirando los anuncios, sacando un cigarrillo que aprieta, apresuradamente, entre los labios.

Dos

Yo, hace algún tiempo, descreído del amor, me dedicaba a crear ilusiones en mujeres, muchas de ellas muy jóvenes. Las enamoraba y, después, dejaba que la rutina fuera ahogando cualquier intento de familiaridad. Me dedicaba, tenaz y enfermo, a borrar los rastros que dejaban en mi casa: un olor, una nota escrita en una libreta. Entonces, ellas, al principio inconformes, un poco rabiosas, dejaban de buscarme hasta que, finalmente, no nos veíamos más. Cuando el contacto se interrumpía las evocaba en silencio, todas las noches, y disfrutaba la sensación de enfermedad, de feliz desdicha que, de alguna forma, me mantenían solo y aún vivo.

Tres

Caminaba a casa después del trabajo. Era octubre. Miré las luces tristes de un centro comercial. Entonces descubrí a Onetti. Estaba inmóvil en la banqueta, mirando los autos que transitaban con pereza por la avenida 5 de Mayo. Tenía una gabardina gris y un sombrero de lona; el gesto abrumado y, al mismo tiempo, tranquilo. Algunos camiones se detenían y enturbiaban el aire con el humo de sus escapes. La luna creaba un halo que se estancaba en los techos de las casas y las cúpulas de las iglesias. Pensé en sus cuentos. Lo miré como si mirara a uno de sus personajes. Entonces, como si hubiera presentido mi presencia, como si la fatiga y la abulia hubieran desaparecido por un momento, echó a andar por una de las calles laterales. Lo seguí sintiéndome un poco tonto. Era fácil distinguir su silueta entre la gente. Las calles, en un par de horas, estarían despobladas.

Cuatro

Es difícil precisar lo que sucedió después. Onetti caminó en dirección a la catedral. Lo seguí por un par de cuadras hasta un callejón. Varias tiendas estaban a punto de cerrar. Los escaparates empezaban a apagar sus luces. Onetti se detuvo junto a un local que estaba a punto de cerrar su cortina y entró por una puerta pequeña de metal. Después de una breve vacilación lo imité y pronto estuve frente a un letrero que decía «El puerto de Veracruz». Entré. Olía a tragos caldeados, a noche metiéndose en todas partes. El bar cobijaba a algunos parroquianos. Recuerdo paredes verdes, llenas de humedad. Recuerdo, también, mesas blancas y redondas. Onetti estaba ahí, en una mesa del rincón, ordenando un trago al único mesero del negocio. Después de hablar con él contempló la mesa, se encorvó un poco y buscó ansioso en los bolsillos de su gabardina. No se quitó el sombrero. Comenzó a fumar displicente pero constante. Por un momento me convencí de que no era él. Era un hombre, simplemente, muy parecido. Pero conforme indagaba a la distancia veía algo antiguo en él: las manos de dedos un poco largos, el lustre opaco de la camisa blanca sobre la que destacaba el perfil oscuro de la corbata un poco chueca; el pesado armazón de los lentes ocultando sus ojos. Quizás si se arrimara un poco más a la luz que se metía lenta entre sus ropas podría llegar a una conclusión. Fui a la barra por inercia. Pedí un trago de vodka. Me sentí un poco enfermo mientras llegaba el vaso, como si estuviera ejecutando en secreto una venganza. Pidió un trago de whisky. No lo tenía de frente, sin embargo, mi perspectiva me permitía indagar su figura y la penumbra que proyectaba su sombrero. El único sonido era el de una televisión que estaba empotrada en una esquina. Pasaban un partido de futbol. Imaginé a Onetti saliendo del bar, llegando a un pequeño departamento en el centro de Puebla, mirando por un balcón las luces de la ciudad. En una pequeña mesa tendría una máquina de escribir y, a un lado, además de una pila de hojas, una botella de vino. Recordé a los aburridos imaginantes de empresas imposibles. Seguí bebiendo, testarudo, empeñado en olvidar mi obsesión y, entre la bruma, rescatar los rostros de las mujeres que había poseído con una irremediable sensación de derrota. Estaban ahí, todas ellas, con sus cuerpos salobres y sus voces anónimas entre las sábanas. Pedí un segundo y un tercer trago de vodka. La noche enfriaba mi cara, entumía los dedos de mis manos. Onetti seguía fumando y bebiendo. Alrededor de él se disponía una nube que hacía más impenetrable su rostro. Pensé que, antes de pedir la siguiente copa, se acercaría a mi mesa, y me encararía con un rencor amable y decidido. Tal vez me diría, como en una de sus historias: «Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios». Y quizás ahí estaríamos, mano a mano, como dos completos desconocidos que han esperado toda la vida conocerse, echándose en cara su pequeñez, su falta de voluntad, sus odios inconclusos y soterrados. Sin embargo no ocurrió nada durante los siguientes minutos. La barra me parecía un territorio desierto, inmenso. Quise pedir algo para comer, pero el cantinero me dijo que se habían acabado los cacahuates. El alcohol subía en lentas marejadas. Mi mente empezaba a pesar. Mis pensamientos eran una sonda que descendía, entre vaivenes, a mis recuerdos. Cuando mi mano vaciló al empuñar el vaso comprendí que él seguiría ahí, en ese lugar, enterrado en la memoria de las cosas, como las estampillas y libros viejos que venden en los bazares los fines de semana. Yo seguiría varado en la búsqueda del amor, saboteándome con disciplina, con ordenada paciencia. Cuando la madrugada llegó y el bar lucía casi despoblado, Onetti se levantó y pagó la cuenta. Yo, sumido en la borrasca del alcohol, un poco náufrago de mí mismo, apenas distinguí su figura. Me cuesta recordar su mirada, aunque aún puedo ver, ocultos tras los gruesos lentes, los ojos caldeados por el insomnio. Onetti se acercó a mí y, con una voz que imagino perezosa, susurró algo que pudo haber sido una injuria, una invitación o una fraternal condena. No lo puedo precisar.~