Bitácora de una mujer embarazada
Un jueves cualquiera, 5:30 am
LAS ALARMAS EN los celulares de mi marido empiezan a sonar. Puede que esté tan familiarizado con el sonido que ya no las escucha, o puede ser que se encuentre tan cansado que su inconsciente haya preferido ignorarlas. En un intervalo de tiempo de media hora, me levanto de la cama un par de veces, con todo lo que eso implica, para apagarlas. Él se levanta finalmente, lanzando gruñidos cariñosos y echando putas varias –una tradición muy argentina, según me informa él mismo–, y luego del enésimo viaje de la noche al cuarto de baño, yo me vuelvo a arremolinar entre las sábanas un ratito más. Mientras me arrullan los sonidos matutinos, pienso que mañana sí podría levantarme un poquito más temprano, y entre sueños me acuerdo de aquella época, ahora lejana, en la que a las cinco y media de la mañana estaba con la ropa deportiva y la maleta del gimnasio, lista para salir de casa.
7:40 am.
Abro los ojos, pero todavía entre sueños –sueños muy raros, por cierto–, miro a Rubén hacer lo que hace todas las mañanas, que es ponerse lindo para irse a trabajar. Por supuesto, yo preferiría que se quedara en cama a apapacharme un rato más, pero así es la vida. Repaso mentalmente lo que tengo que hacer durante el día, y pienso que debería levantarme. Luego pienso que en mi estado, con el cuerpo unos cinco kilos más pesado y un escurridizo centro de gravedad, levantarme de la cama requerirá que junte un poco más de fuerza de voluntad, amén de que sólo voy a estorbarle a mi marido y a volverlo loco, así que, por un rato más, desisto. Él se inclina sobre la cama, me da un beso, y se despide, diciéndome que me porte bien –como si pudiera portarme de alguna otra forma mientras estoy como ballena varada en la playa–, y finalmente lo escucho marcharse. Unos minutos más tarde escucho que los vecinos se marchan, y de pronto todo se queda en silencio. La verdad es que no recuerdo una época de mi vida en la que haya habido tanto silencio: cuando iba a la universidad todo era correr y no parar desde temprano, entre clases, actividades extracurriculares, salidas con amistades, reuniones familiares. Mi ajetreada vida de antes se va diluyendo en el silencio y la paz de mi casa y me vuelvo a quedar profundamente dormida.
10:20 am.
El beep beep de mi celular me despierta. Es un mensaje de mi marido, que me pregunta en dónde estoy y qué estoy haciendo, aunque sabe que sigo durmiendo. Suspiro pensando que podría haberme levantado más temprano, pero en realidad no podría haberlo hecho: este sueño y amodorramiento, como nunca antes había sentido, son uno más de los síntomas que han acompañado mi embarazo, tal vez desde el principio. Junto fuerza de voluntad, pero sobre todo un hambre de náufrago –un síntoma más–, y me levanto con toda mi pesadez de la cama. Mientras desayuno miro las noticias –uno de los pocos vicios que me quedan–, prendo mi computadora y me pregunto qué de todo lo que tengo por hacer debería hacer ahora que el día está bien avanzado. Como de todas maneras tengo que salir más tarde, me decido por trabajar, para variar. Por fortuna, mi embarazo coincidió con una época de mi vida en la que mi trabajo es escribir. Así, arrimo a la mesa los apuntes, los libros y las notas, me preparo un mate –un vicio totalmente nuevo que he tenido que adoptar tras renunciar a la jarra de quince tazas de café que solía mantenerme andando–, y me pongo a trabajar. Más o menos cada quince minutos, me encuentro distraída, bien sea pensando el alguna cosa que poco o nada tiene que ver con lo que estoy haciendo, bien chateando con algún amigo, bien mirando el Facebook. No solía ser raro que estuviera haciendo tres o cuatro cosas al mismo tiempo –conducir, hablar por teléfono, cambiarle al radio y prender un cigarrillo era mi combo favorito hace ya muchos ayeres–, pero ahora no es mi multitasking habitual sino una incapacidad casi absoluta para concentrarme en algo por más de cinco minutos: un síntoma más del embarazo –y que conste que estas notas han requerido un esfuerzo brutal de mi parte–. Como no puedo concentrarme, y ya va a ser la una de la tarde, desisto. Devuelvo los libros y las notas a su rincón habitual, y voy a prepararme algo para almorzar.
2:00 pm.
El problema de tener un hambre brutal es que el estómago lleno y el vientre ocupado con una inquilina que ya empieza a dejarse sentir a patadas, es que la pesadez se duplica y la cintura, o al menos aquel lugar en donde solía estar la cintura, duele demasiado como para seguir sentada, o de pie, o incluso acostada boca arriba. La mejor opción para relajar el músculo es echarme sobre un enorme almohadón, y subir los pies en otro almohadón igual de grande. Así, en un rato, la molestia de la espalda pasará. Mientras encuentro la postura perfecta, pongo el despertador –porque sé que me voy a quedar dormida en cualquier momento–, y enciendo el reproductor de música para que mi beba, que no deja de patearme, se arrulle. Pienso entonces que desde la secundaria no dormía siestas tan largas –y según dicen las que saben, no volveré a dormir así jamás una vez que nazca Amelia–, y suspiro. Recuerdo que en los últimos años, más o menos a esta hora, estaba tomando clase de box. ¡Clase de box! Y en otra época, seguramente, estaría atorada en el tráfico de la Ciudad de México, dirigiéndome a cumplir alguna cita de trabajo. Pero ahora estoy aquí, agradezco que Mozart nos arrulla y que no tengo que correr a ningún lado.
3:30 pm
El despertador sonó a las tres, pero no pude, por más que quise, abrir los ojos hasta ahora. Me apresuro. Ahora sí debo correr –correr con mi lentitud elefantiástica de estos días– a la ducha, arreglarme un poco y salir de mi casa antes de las cinco de la tarde, hora en la que tengo cita con la nutrióloga. Logro echarle llave a mi casa a las cuatro cuarenta y hacer la caminata de unas 15 cuadras hasta la oficina de la nutrióloga en veinte minutos. Por supuesto que llego agitada y sudorosa, pero ella cobra igual, llegue como llegue, así que me sube a la báscula, me repite que he subido de peso –¡ajá, otro síntoma del embarazo!– y que debería salir a caminar –y yo me pregunto: ¿entre siesta y siesta? ¿O cuándo?–. Pienso que, al menos, hago un poco de yoga unas tres horas a la semana –otro de los pocos vicios que me quedan –, y me marcho del consultorio convencida de que no debería volver más. Camino por el centro mirando aparadores, hasta que es hora de encontrarme de nuevo con mi marido. Hubo una época en que perder el tiempo de esa manera me hubiese parecido desconcertante: si tenía tiempo entre cita y cita –ya fuera de ocio o de trabajo–, me metía a un café, laptop en mano, a adelantar tarea o trabajo, según fuera el caso. Pero ahora miro aparadores, fantaseo con proyectos y manualidades que podría hacer si tuviera ganas –y talento–, y me olvido de todo lo demás.
7:00 pm
Miro que a lo lejos viene Rubén con su inconfundible andar apurado. Me da un beso y entramos al súper a hacer las compras de la semana, para lo cual he hecho una lista que, desde luego, no está completa porque, vamos, estoy embarazada y ya dijimos que la concentración no es lo mío estos días. ¿O no lo dijimos? Tras repasar la lista y recorrer los pasillos por si acaso olvidamos algo, hacemos la fila de la caja. La espalda me mata y mis pies ya son uno mismo con los Converse, pero recuerdo aquellos días en los que me mantenía de pie en mis tacones de aguja del 10 durante los eventos de mi trabajo y, la verdad suspiro con alivio. En cosa de media hora estaremos en casa y ese dolor pasará.
11:30 pm
Después de todo, el dolor de espalda está pasando, los pies se están relajando y ya estoy de nuevo en mi cama, hablando con mi madre por whatsapp y esperando que mi marido venga a dormir a mi lado. Pienso que en toda mi vida adulta había tenido la consigna de que debía llenar mi tiempo de todo lo que cupiese en él: trabajo, estudio, amigos, música, lectura, ejercicio, cine, y un larguísimo etcétera. Durante años lo hice así, llené todos los espacios con todo lo que pude –un trabajo en RRPP, lecciones de violín, de guitarra, entrenamientos de kendo, de box, un doctorado, la escritura, muchos amigos, una gran familia muégano–, y ahora que no hago ni la mitad de las cosas que solía hacer, soy más feliz. Será otro síntoma del embarazo, pero disfrutar del silencio y la quietud, afuera y adentro de una mente un poquito aletargada, me tienen mucho más feliz.~
Duerme, disfruta el silencio, atesora los recuerdos de la maternidad. No es perder el tiempo, es aprender a significarlo. Saludos y felicidades.
El hecho de que no vas a dormir igual es 100% real pero tambien volveras a soñar día a día de diferente manera, en cuanto Amelia te mire pro primera vez, conoceras la felicidad plena, el amor eterno y aprimera vista, y si ya conocías tus alcanzes los vas a rebasar, aun cansada con ojeras y añorando dormir una siesta o una noche completa; cada mañana será una nueva aventura.
Y sabes otra cosa amiga… se llega a extrañar la pancita =D
Un beso y sigue disfrutando del milagro de dar Vida.
Me encantó leerte