El final de la infancia

«Cuando quise volver a ir, me encontré con que ya no queda casi nadie con quién ir». Un texto de MaryCarmen Castillo.


 

¡Ah, sí!: el verano; sinónimo de vacaciones en bola con los Porras, la familia de mi mamá, en Acapulco. ¿Íbamos todos los años?, no lo sé; mi sistema de memoria infantil es de una pobreza espeluznante; pero hay un enorme archivero en un rincón de mi cabezota que dice «Vacaciones» y está lleno de anécdotas maravillosas y extrañas.

Cada vez que íbamos, por ejemplo, a la ida o de vuelta, alguno de los carros que llevábamos se descomponía, y curiosamente siempre nos deteníamos en Iguala, que a mis ojos de niña era feo, polvoso y horripilante, a ver con qué compostura lográbamos llegar a nuestro destino. A pesar de eso, me encantaba viajar en carro –hasta la fecha– para sacar la cabeza como perro baboso por la ventanilla y sentir el aire, tomar fotografías, maravillarme de las soledades que debíamos atravesar para poder llegar a donde siempre he de volver: al mar.

¡El mar!, ¡qué puedo decir que no haya sido dicho ya, mejor y con más belleza de la que puedo alcanzar yo aquí! Recuerdo que me llegaba el olor mucho antes de verlo, y sentía los músculos de estómago y de las ingles brincar en terribles espasmos de una expectativa que llevaba seis horas de viaje fraguándose en mi interior; ¡el mar!

Mis padres me enseñaron a nadar en alberca, pero fue la loca de mi abuela quien me enseñó a nadar en el mar y me enseñó que para nadar en él, no es lo mismo el miedo que el respeto: uno es mortal; el otro, obligatorio. Me enseñó a sentir las corrientes y no ponerme donde dos de ellas se entrecruzan; a salir muerta de la risa del mar, aunque hayas ido a parar lejos, aunque te haya revolcado una ola o aunque, tristemente, nada ni siquiera lejanamente peligroso haya sucedido. Me enseñó bien: nunca me pasó nada. A ella, en cambio, le pasaban toda clase de cosas; una vez se aventó con todo su generoso trasero sobre una llanta que flotaba a la deriva, abandonada (¿para qué, si nadaba perfectamente?, supongo que nomás por probar, por aventada e inconsciente, como ha sido toda su vida) y no se fijó que en el centro yacía un erizo, afortunadamente muerto, desafortunadamente hinchado; nomás oímos el alarido de la señora Porras y nos reímos mucho con la carrera que pegó y por cómo se le pusieron las nalgas después de eso.

Mi abuelo no era más prudente. En otra ocasión se fue a caminar, descalzo, por una de esas playas llenas de piedras que están de camino a la zona que ahora llaman «Diamante»; no me acuerdo con cuál de mis tíos se fue, pero tardaron horas; y ya mi abuela comenzaba a inquietarse cuando regresaron con los pies sangrando, porque caminaron sobre esas piedras coralinas sin ver donde pisaban, pues el agua les cubría los pies y no fue sino hasta que volvieron que se dieron cuenta de que se habían hecho cortes bastante profundos; a mi abuelo se le alcanzaba a ver el huesito del tobillo. A mí me fascinó todo: los cortes, el relato, la sangre, el huesito. Yo tendría 7 u 8 años, y todo era como debía ser.

A mi abuela le encantaba caminar por las tardes por el malecón; eran caminatas larguísimas que se extendían hasta la noche y terminaban en un Sanborns para cenar. No lo había pensado antes, pero quizá por eso me siguen gustando tanto esos restaurantes, a pesar de que no son ninguna maravilla. Porque saben a playa. A cansancio rico. A sol tomado sin cuidado, a raudales; a juegos en el mar y en la playa. Y es que en mi familia, ir a la playa a «no hacer nada» involucraba una gran cantidad de actividades: leer, comer, nadar, caminar, jugar y probar toda clase de deportes acuáticos eran parte importantísima de ese cronopiesco dolce far niente estilo Porras.

Cuando me cayó encima la adolescencia, no faltó el viaje al que me llevaron a la rastra, porque el muchachito que me gustaba estaría de visita en la Ciudad de México, donde aún vivo, y lo que menos quería era irme al otro lado del país. Mi berrinche se acabó cuando le dimos la vuelta a la Costera, entramos en el hotel y se me llenó la nariz de sal, de sol, de verano y de vacaciones.

También con la llegada de la adolescencia vinieron algunos otros problemas menores; por ejemplo, desarrollé una miopía muy severa que requería el uso de lentes de tiempo completo; llegué incluso a tener un reloj despertador para invidentes y débiles visuales que «hablaba» (y que yo odiaba) y la cosa acabó muchos años después en una operación para corregir la miopía, cuando esas intervenciones aún estaban en pañales y sólo se experimentaba con ellas en personas que ya no tenían mucho que perder. La cosa es que, años antes de la operación y el reloj parlante, nos dimos cuenta de lo grave que se había vuelto mi miopía justo un día que me arranqué los lentes y salí corriendo para meterme al mar, encantada de la vida; nadé, hice bucitos, oteé el mar en busca de tiburones –sin éxito– y a la vuelta de varias horas, salí con toda la piel hecha pasita y reteharta hambre, para descubrir que no podía distinguir los rostros que se alineaban bajo las palapas; ni siquiera podía ubicar los colores o a las personas. Así que caminé hacia el que supuse que era nuestro hotel y me fui por toda la playa, escuchando las voces con la esperanza de oír el escándalo habitual de los Porras.

El asunto de los lentes y el no ver nada me obligó a no poder meterme al mar más que acompañada, porque me daba terror perder a mi familia y no poder encontrar ni el hotel correcto (me pasó una vez).  De alguna manera, este problema de visión fue para mí un trauma del mismo nivel que la toma de conciencia de sus propios cuerpos en otras mujeres que entran en la adolescencia y se percatan de que sus figuras no son las de las modelos. Tengo amigas que me hablan de cómo el paso a la adolescencia veraniega estuvo marcada por los cambios en sus cuerpos y los trajes de baño, y las marcas a largo plazo que dejó el hecho de pasar de las cubetitas de playa a –en el mejor de los casos– los bikinis  o –en el peor– a los pareos que ocultaban todo lo que nunca estaría en el lugar o las dimensiones correctas. Para mí los trajes de baño eran parte del folklor Porras;  tuve la inmensa fortuna de crecer viendo a las mujeres de mi familia chulearse unas a otras sus respectivos trajes, importándoles un pepino las panzas o la celulitis. Igual yo ni las veía, así que, por mí, hubieran podido ser indistintamente Medusa o Madona.

[pullquote]Así que me convencí a mi abuela de que me acompañara, no a Acapulco, que me hubiera llenado de tristeza, y al mar en verano no se debe ir llorando[/pullquote]

Han pasado muchísimos años desde esos viajes de infancia. Con el tiempo, el Malecón dejó de tener ningún chiste y me fui a conocer el mar en otras de sus playas, y todas me encantaron, pues en todas encontré lo que buscaba, de una manera tan plena que nunca necesité ponerle nombre. Mar. Mi necesidad y mi alegría, lo buscado y lo encontrado tomaba su nombre y así era suficiente: el Mar. Hasta que finalmente me alejé del mar y me adentré en las montañas, y sólo de vez en cuando soñaba al Gran Azul, como si me llamara…

Cuando quise volver a ir, me encontré con que ya no queda casi nadie con quién ir; ya sólo quedan un par de tíos que tienen enfermedades diversas o familias que atender y ya no están para paseos en la playa; los demás se han ido lejos, lejos, más allá de la Frontera; mi abuelo está muerto y mi tía, la que se ponía bikini sin pareos valiéndole madres sus piernas vastas y magníficas como piña de pastor, murió también. A los amigos o no les gusta para nada la playa porque se les mete la arena (sic) o son justamente esos a los que seguí a las montañas para pasar las vacaciones desde hace tantos años, que ya suman décadas.

Pero yo quería volver al mar. Así que me convencí a mi abuela de que me acompañara, no a Acapulco, que me hubiera llenado de tristeza, y al mar en verano no se debe ir llorando, sino a una playa apenas recordada, también de la infancia, con un paquete de esos de «tráguese-todo-lo-que-le-quepa».

Fue un viaje maravilloso; sólo mi abuela y yo. Ella llevaba su silla de ruedas y su bastón, un traje de baño muy coqueto con el que se veía divina, y media librería. Nos fuimos en avión, porque ya no estamos para quedarnos varadas en Iguala, y nos pasamos cinco días de verano en los que nos parábamos a tiempo para el buffet del desayuno, nos arreglábamos muy monas, yo me colgaba a la espalda una mochila comprada expresamente para poder manejar la silla de ruedas y bajábamos al comedor; luego, encallábamos, como ballenas, en la playa, y nos pasábamos la mañana platicando, mirando el mar, criticando a los de alrededor, leyendo y tomando [cocteles] medias de seda y naranjadas (las medias de seda, no lo van a creer, eran para mi abuela). Hablamos de mi abuelo; de otros viajes; de la familia; de la muerte. Mayormente, ella hablaba, yo sólo escuchaba. También decía un montón de tonterías, que a veces me irritaban y a veces me mataban de la risa. Luego íbamos a comer y después, a pasear por el pueblo. Y en la noche, íbamos a bailar y a tomar una copa, porque eso era de lo que más ilusión le hacía a ella, desde que estábamos preparando el viaje. Ustedes tienen que poder entender cómo el corazón me rebosaba de emociones al ir con mi abuela de 85 años «a bailar».

Ahora, miren ustedes; había un momento del día, generalmente antes del cenit, en que, a pedido de ella, yo agarraba mi sombrero y un blusón, me aseguraba de que ella se quedaba cómoda y con suficientes bebidas a la mano, y me iba a recorrer la playa para ser interrogada largamente a mi regreso sobre todo lo que había visto; ahora veo que para ella debía ser como haber ido a caminar conmigo. Y pues yo me iba, encantada, porque a eso fui yo, a platicar con el mar, a dar las gracias por la vida que tengo y a añorar a mis muertos, a los que se han ido a otras partes y que ya no van a volver, y a los que prefieren la noche y las montañas, y por eso nunca voy a poder recorrer una playa con ellos.

Y lloré, qué tontería, ya lo sé, porque aunque dejé de ser niña hace muchísimos años, fue en esas últimas vacaciones Porras, yo sola con mi abuela, cuando finalmente entendí por qué la gente «adulta» rememora su infancia como algo lejano, idílico y perdido, su propia versión del Paraíso, irrecuperable.

El último día, antes de alistarnos para tomar el avión de regreso, me hinqué sobre la arena, lo más cerca que pude del mar, y lo grabé hasta que se acabó la pila. Y ahí me despedí.~