EL CASTILLO DE IF: Sí…, ¿por cuál vota?
«En México estamos hartos de los abusos de quienes ostentan cargos de representación, de la corrupción, de la impunidad, de la injusticia. Y ese hartazgo se mide en distintas escalas y dirigido a objetivos también múltiples.» En El castillo de If: Sí…, ¿por cuál vota?, de Édgar Adrián Mora
En estos días en que se acercan las elecciones, con las calles tapizadas de fotografías de personajes desconocidos que serán quienes nos representen en las próximas cámaras, se me despierta una ambición, que he tenido desde hace mucho tiempo. Quisiera que los representantes de algún partido, de preferencia el mero mero, llegaran un día a mi casa y me dijeran:
―Señor Ibargüengoitia (probablemente me dirían Ibargüengontia), después de mucho deliberar, lo hemos escogido a usted para que sea candidato a diputado de nuestro partido por el N distrito.
Nada me daría más gusto que negarme.
Jorge Ibargüengoitia, Instrucciones para vivir en México
Charles Bukowski, en un ensayo incluido en su libro Escritos de un viejo indecente, reflexiona a razón de la elección norteamericana de esos años que enfrentaba a Richard Nixon con Hubert Humphrey acerca del acto de ir a votar. Su tesis principal es demoledora: votar a cualquiera de ellos es una pérdida de tiempo y una ausencia de propósito. De manera más contundente y en sus palabras: «elegir entre Nixon y Humphrey es como escoger entre mierda fría y mierda caliente». A tal punto el hartazgo del escritor, heredero del espíritu de los cínicos griegos, que era compartido sin lugar a dudas por una buena parte de la población norteamericana en esos años tumultuosos de Vietnam, los hippies, los movimientos por los derechos civiles y el afianzamiento de un pensamiento conservador que aún hoy tiene gran cantidad de adeptos.
El próximo domingo 7 de junio [del 2015] se llevarán a cabo elecciones intermedias en México. Se elegirán representantes al Congreso, presidentes municipales y, en algunos estados, gobernadores. Nunca en los tiempos electorales recientes el panorama fue más desolador. Nunca hubo tal sentimiento de impotencia, coraje y crítica con respecto del sistema electoral y de gobierno en el cual vivimos. Se anticipa una abstención enorme, que los más interesados en no atender justificarán con la apatía, y, los otros, con un sentimiento de hartazgo con respecto de los caminos que hacia la democracia se han transitado en este país. Lo malo es, como dijo Churchill, que la democracia es el peor de los sistemas… a excepción de los otros.
Los antiguos griegos, artífices de esa concepción política, consideraban a la democracia como una forma viciada de gobierno y de la voluntad popular. A lo largo, afirmaban sus detractores, traería consigo la fortuna de demagogos y ciudadanos con pocos talentos. Bueno, esos griegos estarían contentísimos de ver que México es un ejemplo palpable de tales vicios y una confirmación de sus sospechas.
Primero están los candidatos impresentables. Una nómina en donde los ineptos y corruptos comprobados son mal menor (en serio); habrá que poner atención en las figuras del espectáculo que se encumbran como voceros y representantes de las necesidades del electorado (una vuelta por «Pero, ¿hubo alguna vez once mil héroes?» en Aires de familia nos daría noticias de las dotes de profeta que tenía Carlos Monsiváis: los futbolistas, los actores y los productos mediáticos son las alternativas heroicas de nuestros días y nuestros países); por otro lado están aquellos que tienen vínculos comprobados y arraigados con el crimen organizado (la novela de Omar Nieto, Las mujeres matan mejor, es un retrato trágico de esas complicidades y consecuencias); más allá vemos a los analfabetos funcionales cuya máxima virtud es liderar a grupos de porros y golpeadores que obtienen los beneficios del hueso presupuestario. Es una cuestión rarísima encontrarse con candidatos que reflejen la dignidad y probidad que de manera idealista se supone en algún candidato a representación popular.
[pullquote]Si hablo en primera persona la verdad es que, a estas alturas, no sé lo que haré.[/pullquote]
La partidocracia actual representa, para la mayoría de los votantes, la misma cosa: una defensa apasionada de sus propios intereses, personales y de grupo. Nunca como en estos días la añeja y compleja división que ubicaba a los partidos en la derecha o la izquierda ha sido más confusa e inútil. La izquierda «moderna» (moderada dirían algunos) vota reformas que afectan a quienes se supone son sus bases militantes. La izquierda «radical» (revolucionaria dirían los mismo del paréntesis anterior) sorprende con alianzas clandestinas que benefician a los líderes locales del partido que en la retórica dicen combatir. El partido oficial presenta con bombo y platillo un programa anticorrupción mientras la prensa nacional e internacional desnuda actos deshonestos que los involucran. Los nuevos partidos realizan circo, maroma y teatro con protagonistas carentes de talento pero estridentes a más no poder en aras de conservar el registro y su tajada del presupuesto. En todo ese espectro los únicos que se mantienen coherentes, sin mucha conciencia ni creatividad habrá que decir, es la derecha tradicional: muchas de sus plataformas siguen construyéndose a partir del deteriorado y anacrónico discurso de la homofobia, la misoginia, el endiosamiento del capitalismo salvaje y la acotación de libertades que en la práctica ya son una realidad.
Una alternativa mínima, al menos en esta elección, lo representan los candidatos independientes. Sin embargo, no todos caben en el mismo costal. Están aquellos que, al no obtener el apoyo de alguno (o varios) de los partidos tradicionales, decidieron cobijarse bajo la figura de los candidatos independientes; en este sentido, no representan los intereses de la ciudadanía sino la de una fracción del partido que no los postuló. Están también aquellos que son utilizados por alguno de los candidatos de partidos tradicionales para restarle votos a los opositores que se encuentran en el extremo opuesto de su propuesta; estos, convertidos en mercenarios electorales, van a la caza de electores ingenuos o, digámoslo, francamente estúpidos. Y, finalmente y como una esperanza en este horizonte deprimente, se encuentran aquellos candidatos independientes que sí representan a ciudadanos que no encuentran representatividad en los partidos tradicionales; surgidos de organizaciones comunitarias, vecinales o de convicciones y trabajo individual, representan verdaderas opciones, aunque mínimas, dentro del deteriorado panorama electoral.
Una de las voces que se han escuchado de manera más fuerte es aquella que refiere a la posibilidad de anular la boleta electoral. La variedad de argumentos y de posturas al respecto va desde los omnipresentes opinólogos de las redes sociales, pasa por líderes de opinión reconocidos y que impulsan como agenda la expresión del voto nulo, y llega hasta organizaciones que impulsan ideas afines al anulismo dentro del contexto de la protesta ciudadana vía la expresión literal de inconformidad en las boletas electorales. La tesis que se encuentra detrás de estas propuestas implica que tal expresión de inconformidad con respecto del sistema de gobierno que nos rige bastará para que éste se modifique. En cierto sentido, implica que el sistema cometa suicidio si atiende la propuesta/protesta de la ciudadanía.
En México estamos hartos de los abusos de quienes ostentan cargos de representación, de la corrupción, de la impunidad, de la injusticia. Y ese hartazgo se mide en distintas escalas y dirigido a objetivos también múltiples. El proceso del próximo domingo reviste importancia porque será, probablemente, el que marque de manera evidente la fragmentación de las posturas con respecto del destino del país. Lo cual es, en cierto sentido, saludable: refleja de manera práctica y en lo cotidiano la ausencia de un proyecto de país. Uno, al menos, que deje conforme a la mayoría y que obtenga el consenso de los ciudadanos.
Si hablo en primera persona la verdad es que, a estas alturas, no sé lo que haré. Me siento como los radioescuchas que se enfrentan, en los tiempos pretecnológicos de la llamada telefónica y la transmisión en vivo, ante la disyuntiva de elegir entre canciones que no son de las preferidas, pero tampoco desechables sin más. El radioescucha congelado que no sabe que decir ante la pregunta del locutor: «Sí…, ¿por cuál vota?».~
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