El castillo de If: Nuevos ciclos, nuevas eras

Un texto de Édgar Adrián Mora

 

LA FIGURA DE Rosario Castellanos (Ciudad de México, 1925-Tel Aviv, 1974) es una de las más consistentes dentro de la tradición literaria mexicana. Representa, quizá, la figura femenina más importante para las letras nacionales del siglo XX. Con una agenda de temas evidentes: la condición femenina, la Historia, la memoria, la reconfiguración de lo indígena; la autora ha conseguido un culto que no es para nada gratuito.

Una de sus propuestas principales se refleja en la escritura de Balún Canán (Fondo de Cultura Económica, varias ediciones), una novela en la cual explora diversos temas que, al final, conjunta todas sus inquietudes en una sola obra. La trama se teje alrededor de la historia de una familia, los Argüello, una casta de latifundistas que han construido su fortuna a partir de la explotación de la mano de obra indígena en su hacienda de Chactajal. Cuando las medidas impulsadas por el presidente Lázaro Cárdenas llegan hasta esas tierras, modifican de manera sensible el estilo de vida y la visión del mundo de todos los habitantes de ese microuniverso de los Altos de Chiapas.

Castellanos narra aquí una versión de lo que, desde la percepción de su narradora, es el mundo de los indios mayas. La voz narradora se escinde en tres versiones, una por cada parte que constituye la novela. En la primera parte, la voz corresponde a una mirada infantil, la hija del matrimonio Argüello que, desde sus ocho años, relata el mundo que la rodea. Vemos, a partir de esa voz y esa mirada, la manera en cómo la tradición colonial y las relaciones socioeconómicas no habían sido cuestionadas a lo largo de más de cuatro siglos. Esa voz y mirada infantil justifica el asombro ante lo fantástico, la superstición y la concepción del mundo de los indígenas.

En la segunda parte esa voz muda a un narrador omnisciente en apariencia, pero lo que tenemos es un desplazamiento de la mirada. La narradora es la misma, pero ahora desde una visión adulta que ha recogido los testimonios de diversos personajes (las memorias) y lo ha ordenado para darle sentido a su historia. La frase inicial de esa parte, “Esto es lo que se recuerda de aquellos días”, facilita la transición, de manera brillante, hacia una voz narradora que es tramposamente omnisiciente.

Lo que atestiguamos en esa segunda parte es el apocalipsis de la familia Argüello. Acudimos a una nueva era en donde el estado de las cosas se modifica de manera radical. La figura señera de Felipe Carranza Pech, un indio “convertido” al cardenismo, anuncia la forma en cómo los indígenas buscaban integrarse a esa utopía de la igualdad amparada por la Ley. Una Ley que proviene además de un ser etéreo que existe en el mundo, pero cuyas capacidades trascienden lo sensible para insertarse en los terrenos de la mitología: el Presidente. A la manera de El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, acudimos a una revelación divina en donde la entidad mística es aludida, pero no tiene voz ni presencia. Felipe dice “lo vi, me tocó, me dijo que éramos iguales a los blancos” y a partir de esa Revelación se impondrá, como tarea personal al asumirse como el Elegido, la liberación de su pueblo. Por todos lados vemos como la Institución, el Estado, rompe con la Tradición y transforma el mundo.

La obligación de los hacendados para poner una escuela y la intentona de darle vuelta a tal medida, haciendo honor a la consigna colonial del “acato pero no obedezco”, enciende la furia de los indios que son apoyados por la nueva clase social emergente, la clase media rural, representada por Gonzalo Utrilla, el ahijado del patriarca Argüello y flamante funcionario cardenista. En ese contexto, la escuela se convierte en un símbolo de la aplicación de la Ley como inicio del derrumbe de la finca como la unidad casi feudal que había sido hasta ese momento. Esa caída anuncia también el arribo de una nueva burguesía que los representantes del viejo régimen consideran como ignorantes y arribistas: los comerciantes. La traición para los latifundistas se da, incluso, en las familias; los hijos que se convierten en funcionarios del nuevo gobierno (el hijo de Jaime Rovelo, por ejemplo), el Estado revolucionario que comienza a generar nuevas fortunas y nuevos mecanismos de ejercicio del poder. Las leyes de reforma agraria, salario mínimo y educación obligatoria animan el caos para los latifundistas que ven cómo sus imperios se desmoronan. Como bien apunta uno de los personajes en alguno de los diálogos: “El patrón [el hacendado, el finquero] es una institución que ya no está de moda”.

Ese declive del hacendado patriarca se refuerza con la historia que concluye el libro. En la tercera parte tenemos una mezcla de perspectiva, por un lado la voz protagonista de la niña de la primera parte y, por otro, la voz de los testimonios que aluden a esa voz adulta que recuerda y que ya hemos conocido en la segunda parte. Un hecho marca el desenlace de la historia: la muerte de Mario Argüello, el único heredero de la dinastía. En el plano de lo simbólico esa muerte implica la extinción del estado de cosas, el fin del mundo como era hasta entonces. Las causas aludidas a la muerte del niño encierran también simbolismos que no pueden pasarse por alto: por un lado, a Mario lo mata la Palabra, una historia que cuenta una de las nanas y que genera tal terror en el infante que termina por consumirlo; por otro, a Mario “se lo comen los brujos”, la maldición de los indios que al asumir su propia nueva existencia, sacrifican a quien encarna la continuidad de lo que ya no puede ser; también, a Mario, lo mata el dengue, por la negligencia y el miedo irracional de la madre. Muy cerca del final tenemos una escena en donde la celebración del Día de Muertos añade más elementos a esa construcción sincrética de lo que denominamos “lo mexicano” o una versión de lo que esa construcción representa.

 La lectura de Balún Canán se puede hacer desde perspectivas múltiples y atendiendo a la riqueza de elementos que contiene. El lugar desde donde lo he intentado tiene que ver con la manera en cómo Castellanos relata el fin de una era y el advenimiento de una nueva. De cómo la Revolución (representada por el populismo cardenista) y sus ideales se hicieron realidad después de más de cuatrocientos años de relativa inmovilidad.~