EL CASTILLO DE IF: Profes que no leen

«¿Para qué leer otras cosas si los libros que «domino» son clásicos y nunca pasarán de moda? ¿Para qué arriesgarme a descubrir nuevas interpretaciones de textos clásicos que hoy se consideran caducos o anacrónicos? Esta es una problemática que atañe a todas las áreas de conocimiento.» En El castillo de If: Profes que no leen, de Édgar Adrián Mora /fotograma del cortometraje animado “The Fantastic Flying Books of Mr. Morris Lessmore” (William Joyce y Brandon Oldenburg, 2011).

 

fg_The_FantasticFlying_Booksof_MrMorrisLessmoreAunque parece una idea increíble, ocurre. Por las aulas de muchas instituciones educativas se pasean profesores cuya última lectura data ya de varios ayeres. Y no hablo solamente en términos de enriquecimiento espiritual, ese misticismo que hoy se le ha endilgado al acto de leer «literatura», sino incluso de textos que tienen que ver de manera directa con la materia que se imparte. No hay, en muchas ocasiones, ninguna evidencia, intención o voluntad de indagar por lo nuevo que hay en lo que respecta a su área de estudios. Se transita, porque se puede dadas las pocas posibilidades de verificación, reciclando y regurgitando las interpretaciones estáticas que sobreviven de las lecturas hechas durante los años de formación académica (que en muchos casos suman ya incluso décadas). ¿Para qué leer otras cosas si los libros que «domino» son clásicos y nunca pasarán de moda? ¿Para qué arriesgarme a descubrir nuevas interpretaciones de textos clásicos que hoy se consideran caducos o anacrónicos?

Esta es una problemática que atañe a todas las áreas de conocimiento, pero que adquiere singular relevancia en el caso de la docencia dirigida a la literatura. Más complicado es, incluso, si lo proyectamos a la docencia de la literatura con jóvenes. En general, los programas institucionales de actualización docente no funcionan. Las maratónicas sesiones que devienen terapia grupal y catarsis compartida raras veces arrojan resultados que puedan ser utilizados de manera eficaz en el sitio donde se requiere: el aula. Pienso en lo burocrática que se ha vuelto la necesidad de demostrar que la planta docente está actualizada: llenar informes, acudir a diplomados impartidos por ponentes que nunca han pisado salones de clase, escuchar experiencias de culturas o sistemas que poco tienen que ver con el entorno inmediato, simular que existe el trabajo colegiado mientras las horas-desperdicio se acumulan. Si al desinterés institucional le añadimos la falta de voluntad del docente tenemos un caldo de cultivo que garantizará un desastre en la tarea educativa.

A pesar de las múltiples opciones de adquisición de nuevos conocimientos que hoy proliferan, la lectura sigue teniendo un lugar primordial dentro de la posibilidad de mantenernos al tanto de lo que ocurre dentro de nuestro campo de estudios. Negarnos a la actualización implica negarnos al propio desarrollo intelectual y profesional. Pero también resulta mezquino, a estas alturas de la experiencia, confiar la obligación de tal tarea solamente a la institución. El trabajo de actualización debe ser constante y una obligación asumida por el propio docente.

En el caso de la docencia de Lengua y Literatura la cuestión es todavía más grave. Lo anterior lo afirmo en el sentido de que la materia prima de la asignatura es, precisamente, los libros; la literatura en movimiento. Es de hecho una desgracia que muchos programas escolares clausuren la Historia de la Literatura en el Boom Latinoamericano. No es privativo de la planeación curricular de la educación pública, muchos otros institutos de enseñanza dejan, a través de sus programas, la idea de que la Literatura se clausura un poco más allá de la mitad del siglo XX. Que, por coincidencia quizá, son los últimos textos de los que tienen noticia los diseñadores curriculares de los cursos preparatorianos con respecto de su estancia en la universidad. Quizá peco de conspiracionista o de «espíritu poco práctico», pero me pregunto: ¿por qué no se incluyen en los programas actuales manifestaciones como la literatura fantástica, la ciencia ficción, la literatura policíaca, el terror contemporáneo? La respuesta inmediata remite a la argumentación de una serie de prejuicios con respecto de ese tipo de historias. No están consideradas, de manera injusta a pesar de tener evidencia de la calidad de muchas de éstas, dentro de lo que se denomina el canon: lo que se debe enseñar.

[pullquote]Tal vez pensando en quienes éramos antes de convertirnos en «profesionales de las letras» encontremos la respuesta a la resistencia de nuestros estudiantes por adoptar el hábito de la lectura. Ningún preparatoriano sin hábitos de lectura los ha adquirido al leer la edición crítica del Ulisses de Joyce o la traducción de La Ilíada de Rubén Bonifaz Nuño. Al menos no uno que yo conozca.[/pullquote]

Yo aventuro, a veces, otras hipótesis. Tal vez la ausencia se deba a la flojera de los diseñadores curriculares (y los profesores) para acercarse a esa literatura. A leer, pues. Prejuicio y pereza se combinan para afectar las posibilidades de acercamiento con los estudiantes que tenemos, esos sí y porque no les queda de otra, habitantes de su tiempo. Y entonces los profesores siguen empujando, a veces literalmente, a los estudiantes a iniciarse en la lectura con las obras que los formaron, sin detenerse a pensar en la manera en cómo esas obras se convirtieron en parte del acervo personal y del gusto asumido por cada uno de estos maestros.

Muchos lo hacen con las mejores intenciones. Dan al estudiante un libro que les abrió los horizontes cuando estudiaban en la licenciatura o de un autor sobre el cual hicieron su tesis. Y allá van los muchachos intentando comprender los problemas, escenarios, formas de ver el mundo y obsesiones de un tiempo ajeno al suyo. Y que no se me malentienda, no estoy proponiendo que se abandone la lectura de los textos canónicos de la historia de las letras: estoy pidiendo que se le facilite al estudiante la posibilidad de acercarse a esas obras después de haber descubierto que la lectura le puede decir cosas sobre sí mismo. ¿Cómo conseguir esto? Es una tarea difícil ante la cual han fracasado de múltiples y estrepitosas maneras tanto instituciones públicas como organismos bienintencionados. No es fácil. Aunque la respuesta se encuentre, tal vez, en el ejercicio de la empatía. En arrancarse la solemnidad y la armadura «sólo leo textos serios» y acercarse a los temas que preocupan o apasionan a los jóvenes actuales.

Quiero, por tanto, plantear acá tres dimensiones en las cuales la actualización docente en el área de literatura, a través de la lectura constante, debe concebirse. La primera tiene que ver con la lectura de los autores canónicos contemporáneos. Podríamos empezar, por ejemplo, por proponernos leer algo de aquellos Premios Nobel que desconozcamos. Y tener muy presente que eso no es, de manera total, «literatura contemporánea». Muchos de esos autores reciben el premio debido a las resonancias de su obra generada desde hace décadas. Pero tener presentes los temas que preocupan a los estudiosos del mundo nos permitirá actualizar nuestra parte académica y seria. Ser contemporáneos de nuestros coetáneos. Los Nobel son sólo un cabo para asirse, también están los demás premios que se otorgan tanto de manera nacional como internacional. También se pueden considerar las recomendaciones de los suplementos literarios de publicaciones que consideremos de fiar. Porque son «serias y académicas» (es un guiño, relájense).

La segunda dimensión alude a la necesidad de involucrarnos en los intereses de los chicos a quienes damos clases. En la necesidad de no pedirles que piensen y se comporten como adultos. Sino en permitirles explorar sus propios caminos. Esto no se resuelve dejándolos a la deriva o no haciéndoles caso. Sino acercándolos a manifestaciones literarias que les pueden ayudar. De ahí que se impone como necesidad para el profesor que trabaja con jóvenes leer lo que el mercado ha catalogado como «literatura juvenil». Desde el libro prodigioso que las editoriales han proyectado para conseguir que su tarea siga siendo un negocio, es decir, el título que garantiza cierto nivel de complejidad y compromiso artístico; hasta las sagas que reciclan y adaptan a los tiempos actuales los temas que de manera recurrente preocupan a los jóvenes de todas las generaciones (lo perdurable de la amistad, la sexualidad, la idea de la popularidad, la necesidad de la diferencia, la rebeldía, el poder de la música, el cuestionamiento del mundo cuya interpretación les prescriben [prescribimos] los adultos…). Y en ese camino no deberían detenernos los prejuicios que alberguemos contra zombis, vampiros, adolescentes ingenuas y enamoradizas, protomachines deslumbrados por la posibilidad de la violencia, asesinos seriales y demás portentos de la imaginación. Una forma efectiva de romper las resistencias para acercarse a la literatura es pensar en quienes éramos antes de convertirnos en «profesionales de las letras». Tal vez ahí encontremos la respuesta a la resistencia de nuestros estudiantes por adoptar el hábito de la lectura. Es necesario este esfuerzo. Ningún preparatoriano sin hábitos de lectura los ha adquirido al leer la edición crítica del Ulisses de Joyce o la traducción de La Ilíada de Rubén Bonifaz Nuño. Al menos no uno que yo conozca.

La última dimensión tiene que ver con los soportes y formatos en los cuales se concibe el acto de la lectura. Es decir, damos por sentado que el estudiante debe leer libros y nada más. Cuando los medios en los cuales se cuentan historias han multiplicado sus posibilidades de expresión. Están ahí los cómics, por ejemplo, que se convierten en una mediación efectiva entre los estímulos audiovisuales de los que se procede con el mundo impreso. Y nadie podrá reclamar hoy que las historietas siguen siendo lecturas para analfabetos (como los prejuicios de los ignorantes del tema suelen disparar casi por reflejo). En un mundo en el cual existen autores como Neil Gaiman, Edgar Clément, Alan Moore, Art Spiegelman, Marjane Satrapi, Joe Sacco, Grant Morrison y tantos otros, resulta anacrónico negarle el estatus de arte a esta manifestación. Cabe insistir aquí en la necesidad de que los catálogos de las bibliotecas de educación básica y media superior comiencen a incluir en sus colecciones títulos de historietas. Se juegan su propia sobrevivencia. Los jóvenes son las personas que todavía cuentan con tiempo para dedicar generosas cantidades de horas, días, a esta actividad y qué mejor que realizarla en una biblioteca. Están también los libros electrónicos que no son, la mayoría, sino traducción digital de los libros impresos, pero también existen aquellos que son interactivos y que exploran lo que se ha dado en llamar «realidad aumentada»: libros que incluyen música, efectos de sonido a partir de lo que se está leyendo, animaciones de fondo; es decir, una muestra de estímulos simultáneos de diversa índole, que resulta similar a la manera en cómo los jóvenes se enfrentan actualmente al mundo. Una opción más está en la exploración que diversos creadores hacen al utilizar medios como las redes sociales para plantear su tarea literaria: la microficción, por ejemplo, ha encontrado un nuevo canal de difusión en los 140 caracteres del tweet.

Queda en cada uno la reflexión de incluirnos en la posibilidad de explorar la lectura continua como una forma de ofrecer mejores cosas a nuestros estudiantes. Esa es, sin lugar a dudas, una forma eficaz de actualización docente. Las instituciones deberían considerar también esta posibilidad en lugar de su burocratización, al parecer sin remedio. ¿Por qué no ofrecer becas de lectura? La posibilidad de que un profesor pueda dedicarse durante todo un ciclo escolar a leer lo que considere pertinente para actualizar su mirada disciplinar y docente resultaría más fructífero que la asistencia programada y obligatoria a eventos en donde la especialidad parece resumirse en «competencias para mirarse de manera más eficaz el ombligo». Y nada más.~