Ray Bradbury, poeta del espacio
La lectura de la insospechada poesía bradburyana. Un texto de Luis Bugarini
I.
LA POESÍA ES una confesión de actos vividos o soñados. Es una exploración y a un tiempo un deseo de inmovilidad. Difícil hallar a un individuo que la intente, que no la busque por la sensación de guarescerse debajo de sus posibilidades. Es sombrilla, cobija, guantes para la nieve, protector solar, sandalias en piso mojado. Es un seguro de vida aunque se refiera a la muerte. Quienes la frecuentan como lectura o la persiguen como registro, saben de qué hablo. El gozo que emite es irreemplazable y no requiere de figuras retóricas para probarlo. Es un lance sintético de un estado de ánimo mejor que presenciar Wimbledon o las pruebas de gimnasia en la olimpiada más controversial.
Y si bien su lugar en las artes me parece inobjetable, difiero de quien la considera el Arte Primero, incluso por encima de la música, lo que no es sino una confesión de entusiasmo porque hay poesía en la pintura, la arquitectura, la danza y las demás artes que se precien de serlo. Es la condición esencial de una forma que se reivindica a sí misma como portadora de una llama que no se extingue. A la par, desconfío de quien se imagina poeta por dar a la imprenta libros de poemas. La poesía es un destello y hay libros que son una larga noche en donde no es posible atisbar siquiera un brillo remoto. El poema, por su parte, es apenas la intención poética que puede caminar en círculos sin hallar su afluente debido a la falta de medios técnicos, o a la ausencia de ingenio en la pluma. Octavio Paz explicó este proceso de modo clarividente en «El llamado y el aprendizaje».
Pensar la historia literaria es una manera de asirla. La literatura como flujo vital y, de manera paralela, como un conjunto de testimonios orales que, no obstante, serán registrados en una página impresa. Mallarmé aprobaría esta idea a causa de su consonancia con la sentencia que se ha vuelto el santo y seña de su tentativa, respecto a que «todo, en el mundo, existe para concluir en un libro». Lo cual, a su vez, se conecta con el dictum más célebre de Wittgenstein: «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Nada tan verídico, pues se escribe para ampliarnos hacia una idea de frondosidad que intuimos y con eso nos basta para subsistir.
II.
No deja de ser una paradoja que apenas a fecha reciente se haya traducido la poesía de un autor como Ray Bradbury (1920-2012). La estela de las Crónicas marcianas (1950) y Fahrenheit 451 (1953) —que lo consagraron en un periodo de tres años, entre una publicación y otra—, cubrieron el resto de su obra. No obstante, fue leal a su vocación al deletrear el mundo y la experiencia de vivir y hacerlo le dio la materia prima para escribir los volúmenes de poemas. Esta Poesía completa (Cátedra, 2013), en edición bilingüe a cargo de J. I. Gómez López, es un recuento de días y estados de ánimo, inquietudes que se niegan a extinguirse y una manera particularísima de cruzar la secuencia de los días. El registro es variado aunque destaca su interés por la naturaleza, las sensaciones físicas y por vislumbrar una silueta de la otra realidad. De igual manera, los recuerdos de infancia son una materia prima de la más exquisita factura. Siempre es posible volver al tiempo que ya nos mira desde la distancia.
Los cinco poemarios que integran el volumen, además de los rescates de poemas publicados en revistas de escasa circulación, son una ocasión invaluable para descubrir una faceta oculta de un autor que imaginó situaciones límite para el hombre, en un entorno hostil, para llevar sus preocupaciones hacia las direcciones más increíbles. No se requerirá mucha labor para insertar su obra poética en la tradición norteamericana. El sello de Whitman es perceptible desde las líneas más tempranas. También el de otros vitalistas, melancólicos y orondos ante el espectáculo de la fuga del tiempo. Parece natural que el poeta observe el entorno y se maraville ante la diversidad de formas. Luego vendrá el canto y las imágenes espléndidas de la riqueza natural. Una secuencia de estados de ánimo para explorar las parcelas de humanidad que nos encarnan y nos diluyen, nos forman y deforman. Bastará con darle una vista a los títulos de los poemarios para comprobar que no hay disociación entre su obra narrativa y la poética:
- La última vez que florecieron los elefantes en el jardín (1973).
- Donde los ratones robot y los hombres robot circulan por ciudades robot (1977).
- Este desván en el que verdecen las praderas (1979).
- La Computadora Encantada y el Papá Androide (1981).
- La muerte para mí ha perdido su encanto (1987).
J. I. Gómez López sugiere en su introducción, que el autor norteamericano podría ser parte de lo que denomina «poesía fantástica», y rastrea sus orígenes hasta el poema Sir Gawain y el Caballero Verde. La literatura en lengua inglesa es una de las más imaginativas de todas las lenguas y, lejos de lo que sucede en otras tradiciones, acogen con beneplácito iniciativas que en otras serían calificadas como «serie B» o «subgéneros», tales como la ciencia ficción o la invención fantástica. A la poesía de Bradbury no le preocupa el instante, sino la oportunidad de consolidar una tentativa poética de largo alcance. Ahí aparece, de cuerpo completo. El cielo es el gran misterio y todo lo que de él se sabe e ignora. Es una poesía para gozar, que pasa de largo ante la oportunidad de deslumbrar al lector con malabarismos formales o experimentos a destiempo. Es una voz que escala los días y recoge las experiencias que integran la vida de un hombre. En los intersticios, en las salvedades, en el momento en que se levanta la copa para brindar, el tiempo se detiene para reconfigurarse y luego cae al suelo para romperse en mil pedazos. Escribe en América:
Somos el sueño que otra gente sueña.
La tierra donde otra gente aterriza
cuando a altas horas de la noche
piensan en el vuelo
y, volando, llegan aquí
donde nosotros, como tontos, sin decir nada, prosperamos.
III.
Años atrás, antes que sufriera el accidente que le quitó la vida, un periodista le preguntó al cineasta griego Theo Angelopoulos porqué hacía películas. Ya había ganado dos veces la palma de oro en Cannes y había filmado películas significativas alrededor de la experiencia del desplazamiento forzoso. Su tema es la frontera y los territorios móviles. La respuesta fue contundente: «hago películas para endulzar el paso del tiempo». No encuentro una línea más auténtica para responder a porqué se escribe poesía, se pinta, danza o cocina. Porqué se ama o porqué se mantiene una pecera de agua salada.
El juego libre de la vida nos espera con sus volteretas. Es un volumen de poesía que ofrece una vereda para detectar las emociones que nos produce la experiencia y compartirlas con lectores desconocidos que, a fuerza de leerse reflejados en ellas, asentirán con el gesto triste de quien mira correr el tiempo y, no obstante, evitan perderse los placeres que se ofrecen al viajero de paso. En el sendero estrecho y corto que nos ofrece la vida, no parece haber una decisión más inteligente y Bradbury, desde su lugar en las estrellas y las espesuras de una galaxia, nos mira con el rostro de un abuelo consecuente.~
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