[play] => Abisal 3: La carne en brizna de Aqüi Nojlebu

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El ardor se detiene, pero la diminuta isla aparecida en el pie comienza a vibrar a intervalos de ocho segundos. Aqüi Nojlebu había escuchado que si la brizna violácea llegaba a enraizar en la dermis más profunda, sería capaz de engendrar bulbos de luz intermitente, convirtiendo la carne en un tumulto de fuegos fatuos a la deriva por el torrente sanguíneo. Pero lo que a ella le preocupa no es convertirse en constelación andante, sino el olor que la persistencia del viento le lleva entre las comisuras de la puerta: tierra fresca enhierbada / racimos de tréboles amortajados / sal y liquen.

¿Qué no habían sido apagadas esas sustancias desde el último estremecimiento glaciar? Yo sé, yo recuerdo que la última vez que percibí la esencia del verde pelaje terrestre había noche en pleno mediodía: Noristrena entró corriendo y retumbaban [cómo retumbaban sus zapatones aprisa por la oquedad del pasillo, el caracol en escalera hacia abajo, siempre hacia abajo, a salvo de la ventisca afilada y húmeda] todas las voces de su cuerpo en busca de los nuestros [nosotros tres-siempretres-paranoperdernos] y la desesperación en el gorjeo que brotaba incesante de su garganta incapaz ya de articular frases completas / atisbos de nomenclatura y haces sonoros como luces entre el agua /// la desesperación de Noristrena por hacernos subir al barco y zarpar: navegar bajo las montañas = = = = = seguir la constelación de agua que nosotros [y los otros y los otros y los de más allá] habíamos cavado durante años rumbo al Subterfugio de las Trompas: la tierra bajo la tierra donde las raíces de las ceibas nos resguardarían de la demolición solar: grutas de entre cuyas paredes congeladas asomaban rastros de selva a medio deshielo: oceánicas olas de malaquita que testimoniaban la existencia de enormes ejemplares arbóreos arrancados furiosamente durante la Elevación Marina –aquella trombosis acuática que dio paso a la Era que habíamos vivido hasta entonces, y que estaba a punto de naufragar una vez más–. Pero Noristrena era ágil, presurosa y con un sentido de orientación que le fue brotando durante la travesía como a nosotros [ahora dos-¿cómo-dos?//de pronto perdido uno a causa de humedad crónica] el musgo tras las orejas, bajo los tobillos y sobre los párpados. Ella nos hizo llegar al Subterfugio y se quedó con nosotros hasta que fuimos sólo yo: nos explicó cómo la simbiosis nos ayudaría a ser sólo uno para no crecer, no respirar de más. Cada cierto tiempo, Noristrena salía a explorar y regresaba con las visiones de todo lo que se le había aparecido en el camino. Trataba de buscar una ruta hacia algún géiser, alguna conexión con lo que había quedado allá arriba. Así fue como nos enteró de la existencia de la brizna violácea: ese suave y casi imperceptible halo de relámpagos solares a punto de parir el alba, ese resquicio de mezcolanza del humus de todos los seres vivientes que quedaron expuestos a la turbulencia desencadenada por la trepanación en la cáscara gélida del cráneo terrestre. La brizna violácea: el aire caníbal: la bruma punzocortante: los dientes afilados de la noche intentando derribar al día. Fue durante sus andanzas nocturnas que Noristrena encontró a ocho subterfugitivos a quienes les había entrado la brizna violácea en la piel. Los reconoció por el palpitar luminiscente que anunciaban sus cuerpos a la distancia [luciérnagas en la sangre –decía ella– que anidaban entre venas y capas dérmicas] y sin dudarlo se les acercó para indagar cómo fue que contrajeron el incendio. Sí. Había flujos de aire que conducían hacia las salidas: ojos en la tierra lo mismo que en el lomo de míticas ballenas por los que se podía regresar a los restos de aquello que había sido consumido por las lenguas heladas de la Elevación Marina. Creíamos que si salíamos de nuevo, el menor de los riesgos sería exponerse al amanecer. Nunca imaginamos que en realidad sería el único para nosotros, Yacientes al Borde.

Aqüi Nojlebu decide dejar sus recuerdos suspendidos en la esquina izquierda del techo, sobre el espejo, y aspira con fuerza ese olor que reconoce ajeno pero conocido, porque sabe que antes de convertirse en lo que ahora es, ella olía así.

No es precisamente miedo lo que siente al acercarse a la puerta. Las huellas que van del borde de la ventana al pasillo son pequeñas, pero no sabe si son de hombre o de mujer y, sobre todo, para qué querría alguien de esta Latitud entrar: dejar la ventana abierta: observar lo incomprensible de su cuerpo mientras duerme: imprimir rastros del fango que crece allá afuera para recordarle su obstinada determinación [la obstinada fijación de Aqüi Nojlebu sobre el terror que le produce la vida ajena] de no intercambiar siquiera una mirada con los otros: los que no supieron nunca, de este lado de Latitud, que hubo una demolición solar a la cual sobrevivir.

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