[play] => Abisal 1: Aqüi Nojlebu

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La brizna púrpura del alba se impregna fría y despaciosa sobre los pies desnudos: la piel reacciona a la gélida caricia del aire y activa la noción de corporeidad en Aqüi Nojlebu, quien, sin abrir los ojos, incorpora la mitad de su cuerpo y palpa el amontonamiento de sábanas y cobijas que la rodean: la noche siempre resulta un simulacro de baile de disfraces en el que ella arremete contra la necedad de las telas que la envuelven dejándola inmóvil. Aqüi Nojlebu no concibe la respiración sin el desplazamiento, y el cuerpo [ella lo sabe] se mueve con mayor libertad cuando goza el sueño. Por eso algunas de sus extremidades suelen amanecer sin cobertura alguna, y aunque por lo general ello no resulta inconveniente para el bien dormir, esta vez Aqüi Nojlebu abre los ojos de golpe cuando entiende que la sensación extraordinariamente helada en sus pies no es normal: ha cometido un error: ha dejado la ventana abierta.

Buscar las reservas de miel de abeja [

                        Cubrirse [                                      Levantarse [

                                                                                          Orégano fresco pero sólo hay polvo [

¿La saliva resultaba tóxica también en estos casos? [

Instintivamente… lamer… no: sólo la saliva mediante el dedo… no: aguantar la punzada y la pulsación de arrancar la piel… no: arrancarla y esperar una pronta regeneración… ¡no!

                                       Sólo observar [

             cómo deja de ser piel [

y brota un coágulo rebosante de incandescencia violácea.

Aqüi Nojlebu advierte la anarquía de sus pensamientos y se percata de que no sabe qué hacer. La existencia de la brizna púrpura había sido hasta entonces una enredadera de conjeturas que crecía de boca en boca para explicar la nulidad absoluta de sonido y movimiento a la llegada del alba: como si todo lo vivo necesitara contener la respiración ante el irrefrenable torbellino del nuevo día: como si todo lo vivo se congelara al constatar la vulnerabilidad de la carne al ser tocada por los primeros rastros de luminiscencia estelar: como si todo lo vivo quedara fragmentado en misterios fantasmales.

La luz empieza a reflejarse en el espejo que Aqüi Nojlebu ha acomodado en un punto preciso de la habitación justo para que no refleje otra cosa más que luz. Y esa luz de elasticidad blanquísima se expande por todos los pliegues vegetales que recubren las paredes –por cierto, giratorias– sobre las que Aqüi Nojlebu suele posar la mirada hasta perder la consciencia y entrar al sueño. Sueño del que hoy ha sido brutalmente desterrada para hacerle confrontar la fluorescencia que va adquiriendo su carne / pero no toda la carne: sólo ese pequeño pedazo de carne que ya ha sido delineado de púrpura  haciendo emerger una diminuta isla que arde.

Hay, sin embargo, una duda que punza más fuerte en su cabeza:

¿Por qué no cerré la ventana— no la cerré bien acaso y entonces— pude en verdad no haberla cerrado— la ventana— esa ventana por la que podría entrar una parvada entera de xanates/no/cuervos— por qué no la cerré— no la cerré?

La sensación de sentirse observada la invade de pronto: su cuerpo produce un olor a naranja pasada, sus ojos bailotean sin rumbo fijo, los dedos, sobre todo los dedos, evidencian la ansiedad que le provoca obligarse a no voltear hacia la puerta –siempre con el ala a medias, a no buscar detrás–.  Y sabe, Aqüi Nojlebu sabe, que ella nunca hubiera dejado la ventana abierta.

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