Bradbury versus Perec

Una confrontación de objetos entre Ray y Georges Perec. Un texto de Michelle Pérez-Lobo


 

imagen_dossier1 (6)LEO «VENDRÁN LLUVIAS SUAVES», cuento incluido en Crónicas Marcianas (1950) del escritor estadounidense Ray Bradbury (1920-2012), donde una casa ubicada en el año 2026 logra mantenerse viva después de la muerte de sus dueños, e inevitablemente pienso en el escritor francés Georges Perec (1936-1982). Es tal vez un vicio originado por el gusto más que una cuestión de ingenio referirme a su obra cada que uno o varios objetos cobran un papel protagónico en un texto, como sucede en La vida instrucciones de uso (1978), una novela que se entromete en la vida cotidiana de los vecinos que habitan un edificio y donde un cúmulo de artefactos que normalmente pasan desapercibidos ocultan, debajo de sus abrigos de polvo, la vida humana en su más limpia —en su más esencial e intrascendente— faz. Pienso en Bradbury, con sus ideas poco optimistas sobre el futuro de nuestra raza, su necesidad de superarla; lo veo como un ente verde con dos cerebros, uno anclado en el presente y el otro en un futuro hecho de espejos; como un inventor, como un poeta científico. Pienso en Perec como un archivista, como una hormiga minuciosa, como un esclavo estático de la descripción. Mientras leo al primero y el segundo surge de pronto, como por accidente, pienso en que lo único que tienen en común es que se enfocan en las cosas: cada uno lo hace desde un universo aparte (uno marciano y el otro terrenal) para expresar inquietudes estéticas —incluso existenciales— disímiles. Es a partir de este fascinante cuento y de esta novela que puedo establecer, entonces, en qué no se parecen Ray Bradbury y Georges Perec cuando de objetos se trata.

Dos citas, primero, para contextualizar los contrastes:

La voz del reloj cantó en la sala: tictac, las siete, hora de levantarse, hora de levantarse, las siete, como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo, llamadas en el vacío. Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve! […] La casa era un altar con 10 mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles.

[Valène] pensaba en la vida sosegada de las cosas, en las cajas de vajilla llenas de virutas, en las cajas de libros, en la cruda luz de las bombillas bailando en la extremidad de su hilo, en la lenta colocación de los muebles y los objetos, en el lento acostumbrarse del cuerpo al espacio, en toda aquella infinidad de acontecimientos minúsculos, inexistentes, irrelatables […], en todos aquellos gestos ínfimos en los que se resumirá siempre del modo más fiel la vida de un piso y que vendrán a transformar de vez en cuando, imprevisibles e ineluctables, trágicas o benignas, efímeras o definitivas, las bruscas rupturas de una cotidianidad sin historia.

Tal vez la diferencia más obvia entre ambos pasajes sea que en el segundo (Perec, La vida instrucciones de uso, pág. 160) existe una persona que observa, que reflexiona en torno a su espacio (su departamento, su edificio); en el primero (Bradbury, Crónicas Marcianas, págs. 242 y 244), «los dioses» —curiosa forma de llamarle a los humanos, como si los artefactos de su casa existieran para rendirles pleitesía— han desaparecido. La autonomía de los objetos respecto de su dueño (sumado a la ciencia ficción que practica Bradbury, en la que vale la pena detenerse un instante: para él, este género tiene como materia prima la posibilidad, algo que es factible pero que no ha ocurrido aún; el escritor es un visionario que recurre a lo aún inexistente para plantear situaciones hipotéticas que, por lejanas, provocan la reflexión en torno a nuestras prácticas actuales, una distancia impuesta por este tiempo futuro y que es necesaria para llevar a cabo una crítica eficaz), esta vida que no depende de una persona para seguir su curso, los vuelve un puñado de personajes memorables, porque han asimilado características propias de sus antiguos dueños y a la vez conservan cierta ingenuidad de objeto, una pureza que carece de vicios. Tenemos, en la cita de Bradbury, un reloj que canta: una caja de tiempo insistente, casi obsesiva compulsiva, que guarda constancia del paso del tiempo y que dirige las actividades de sus demás compañeros; más adelante en el cuento, aparece un batallón de ratones mecánicos, minuciosos estabilizadores del hogar que se encargan de mantener el equilibrio entre polvo y brillo, y que son limpios, guerreros, valientes; la casa, en su conjunto, es descrita posteriormente como una solterona resiliente, reservada, directora de orquesta, la que resguarda y dirige a todos los objetos que contiene; por último tenemos dos paredes, una vista desde adentro de la casa —en el cuarto de los niños—, que es colorida y juguetona, y la otra desde afuera, oscura, repositaria de las sombras de los hombres, testigo de su débil existencia. Bradbury concibe en su cuento una prosopopeya completa, un universo de objetos personificados que, dadas sus características y el contexto en que se ven obligados a sobrevivir (una era posthumana), son también un vehículo de crítica.

Al respecto, es posible dejar de lado el contexto en que el autor escribió el cuento (en una entrevista con The Paris Review, Bradbury señala que la imagen que lo detonó fue una fotografía tomada después del bombardeo de Hiroshima, donde aparecen grabadas, en un costado de una casa completamente incendiada, las siluetas de quienes fueran sus habitantes, como fantasmas atrapados en el concreto por el impacto de la bomba; de ahí el particular mural que adorna una de las paredes de la historia) para tomarlo, además de como un homenaje a un hecho histórico devastador, como una reflexión mordaz sobre la inteligencia humana. Ésta es una diferencia más con Perec, en quien es elusiva la crítica social: algún día, parece decir Bradbury, la gente concebirá la tecnología (ya lo hace, de hecho) que le resuelva la vida y le otorgue cierta libertad ante nimiedades cotidianas como sacudir el polvo o preparar el desayuno, y que, sin quererlo, sea más fuerte que ella misma y le sobreviva; pero, dicho sea de paso, ese intelecto humano para confeccionar inventos y soluciones será (es) inútil ante la destrucción masiva: ante una bomba —qué ironía— creada por esa misma raza de hombres erguidos.

Leer a Bradbury y pensar en Perec saca a la luz, además de las diferencias ya mencionadas, otra más esencial; con eso no quiero decir más importante, sino poética. He dicho antes que Bradbury es un poeta y un ávido lector de poesía, lo que explica su tendencia a los pasajes líricos (figuras retóricas como anáforas y comparaciones son visibles en su prosa; pongo aquí mis ejemplos favoritos: las voces de la casa que gritan «¡Fuego, fuego!» casi al final del cuento, para orquestar una sinfonía metálica de apocalipsis, y la imagen de este elemento como un niño tentón, juguetón, otra prosopopeya eficaz gracias a la comparación final: «El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y Matisses, como de golosinas») y el título de su cuento, «Vendrán lluvias suaves», proveniente de un poema de la estadounidense Sara Teasdale. Perec, en cambio, no es especialmente retórico; muchos dicen, incluso, que peca de frialdad y que su prosa es tan descriptiva que raya en el desencanto. Esto, cabe aclarar, no es totalmente cierto; el objeto en Perec es parte de un inventario, uno más en una lista de cosas que nos rodean. No obstante, cuando está colocado en un lugar significativo, se vuelve un símbolo físico de la vida humana: una pieza de rompecabezas mal colocada (o a medio colocar) se vuelve el significante para un hombre que se volvió ciego y que ya no supo dónde ponerla; una colección de novelas policiacas recolectadas en un estante denota que existe un lector obsesionado con la verdad. Los objetos son abandono, son soledad, son ingenuidad o ceguera, dependiendo de su ubicación.

Para Bradbury, el estilo es la verdad («Style is truth», dice en la ya citada entrevista), porque es el vehículo idóneo para transmitir las ideas más complejas, las más significativas. El uso de recursos poéticos contribuye a reflejar el dramatismo de la idea que el estadounidense cuenta, y abona a su significado. El mejor ejemplo de ello, y una muestra de la increíble habilidad lírica de este autor, es el pasaje en que la casa expira, donde la descripción del momento («La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran en el aire abrasador») hace que el lector sienta una empatía profunda con ese hogar que cedió contra la fuerza del fuego; provoca que quien lee se duela con esta escena tan gráfica, agónica, cercana al morbo. La muerte de la casa es lírica, profundamente dolorosa, mucho más que la muerte humana, la de esa familia que jamás conoció el lector más que por sombras; porque a fin de cuentas, esos seres son transitorios, risibles, y están creados para ser destruidos (para destruirse entre sí) eventualmente, tal y como lo dice el poema de Teasdale: lo único que siempre permanecerá son las primaveras, las lluvias suaves, para arrullar las cenizas de los hombres.

Y es aquí donde Bradbury y Perec se separan definitivamente. Es aquí donde la relación que al inicio evoqué casi a la fuerza se rompe: con el segundo, los objetos son los más objetuales que existen; nada tienen de humano; son testigos mudos que, en contexto, ayudan a adivinar las costumbres, los sentimientos, de sus poseedores. En Bradbury, los artefactos gritan las rutinas de las personas (el desayuno, la hora de juego, la hora de lectura) y las personifican, porque en el fondo estos seres son reemplazables, prescindibles. Las cosas pueden, sin reparo alguno, ocupar su lugar, ya que la misión de los humanos en el mundo consiste sólo en repetir acciones mecánicas, día tras día, ya sea que tengan una casa en la Tierra o en Marte, y los objetos son mejores en ello porque justo para eso fueron fabricados; los hombres son también débiles ante sus creaciones, hechas de un material más duradero que ellos. En Perec, el objeto es lo más importante de la vida humana porque simboliza sus momentos intrascendentes, cotidianos, donde la existencia se desarrolla realmente; en Bradbury, las cosas son testigos de que las vidas de sus poseedores no tienen real valía, que son pasajeras, mientras que ellas son las columnas que sostendrán el mundo en el futuro.

Recuerdo aquí una cita de Jonas Salk, virólogo estadounidense, que me parece idónea para terminar este texto, pensando ahora sólo en Ray Bradbury y en lo que «Vendrán lluvias suaves» transmite: «If all the insects were to disappear from the earth, within 50 years all life on earth would end. If all human beings disappeared from the earth, within 50 years all forms of life would flourish».[1]~

 

[1] “Si todos los insectos desaparecieran de la Tierra, dentro de 50 años se acabaría toda la vida en ella. Si todos los seres humanos desaparecieran de la Tierra, dentro de 50 años todas las formas de vida florecerían.”