Epitafio a una canción de olvido

Un cuento de Saúl Valdez Flores.

 

LA NOCHE DEL  3 de Octubre de 1996, en la cantina «el Centenario» de la colonia Condesa, entró un escritor chileno con aire aletargado. Se sentó en la barra como todos los jueves desde su regreso a la Ciudad de México hace ya más de seis meses, sólo para concluir su última novela «Muerte de una Ninfómana». Pidió un whisky en las rocas, decía que era mejor un cantinero que un psicoanalista lacaniano, por supuesto, era más asequible y existía un mayor goce. Dirigió su mirada hacia la colección de botellas que desfiguraban su rostro asopado; frente a él un cartel de Manuel Rodríguez «Manolete» con la muleta y el estoque por encima del toro, 6 escogido 6 de Eduardo Miura. La cabeza de un toro de lidia en mansedumbre adorna la pared de azulejos color salmón; observaba firmemente a la taxidérmica bestia, los ojos vacíos más llenos de luz que los del avezado escritor. Bebía algunos tragos hasta terminar con la última gota, y le pedía al «Chato», su «cantineuta» como solía llamarlo, que le sirviera uno como el anterior. Del vaso mecía el mar etílico del olvido, resonando las campanas de los cubos de hielo advirtiendo el hachazo por venir, ―lo noto desanimado, ¿qué le pasa?– preguntó el «Chato», −¿Sabes lo que es perder algo que no has tenido?– dijo sujetando una foto entre los dedos.  Agazapado en la oquedad leía el reverso de la efigie la estrofa de un poema de su hija, Bárbara, «Estoy aquí / en este bosque / donde nadie podrá hallarme / donde no hay un solo espejo; […] Aquí nadie podrá hallarme». Sus ojos se tornaron nublados, no por el humo de las bocanadas de los cigarrillos, sino por el dolor de la perdida, y de la completa vaciedad.

El fondo musical era de una sinfonola que tocaba «Maldigo del alto cielo» de Violeta Parra, mezclándose entre el olor a flor de tabaco, el copeo de los mezcales, las carcajadas, las charlas, los ínfimos silencios… –Hoy conocería a mi hija Bárbara, vendría del Perú, pero su avión estrelló en los Andes, me acaba de dar la noticia María, su madre−. El «Chato» quedó helado, no supo reaccionar, sólo jugaba con un trapo pasándolo por sus manos con cierto nerviosismo, qué podía decir, −¡tenía 20 años, era poeta! ¿Sabes? escribía al igual que su padre− sollozó el escritor. En esos momentos sólo conjugaba el pretérito pluscuamperfecto –si la hubiera conocido, si la hubiera abrazado, si la hubiera besado, si la hubiera amado, si no hubiera abordado el avión, si no hubiera muerto…− repetía incansablemente. El whisky por medio de una ecuación de orden natural se multiplicó toda la noche, junto al rescoldo de una canción de olvido. El escritor ya sucumbido por el mareo interminable, como único objetivo el orinar, pudo bajar del banquillo, tambaleándose dio unos ligeros pasos hasta llegar al baño de caballeros; al abrir la puerta chocó con un sujeto hombro a hombro, no otorgaron miradas, ni disculpas el uno con el otro, fue un evento imperceptible. Orinó, observó el espejo decorativo, su imagen se hacía cóncava, luego convexa, nuevamente cóncava… trató de reconocerse, dispuso sus manos temblorosas en el lavatorio. La Gestalt permitió ver como su figura se duplicaba y en ella aparecía algo perturbador, una escritura especular arabraB, volteó sobre su dorso, en la pared de caoba el barniz raspado con un objeto lacerante el nombre de «Bárbara»; sobresaltado, pensó en una díscola burla per fatum; acercó el sol castaño de luz oscura hacia la firma, la letra similar a la de su hija, ‒es más que una coincidencia, existen muchas «Bárbaras» sobre esta insoportable futilidad‒ dijo con severa angustia. Salió precipitado, pagó los últimos tragos, dejó una módica propina y sin decir adiós, el «Chato» lo despidió con la mirada. Caminó algunas cuadras cercanas a su departamento en la calle Ámsterdam, recorrió todo Tamaulipas, en algunos bares todavía las copas y los alaridos resonaban invitándolo al carrete; los jóvenes se reían del viejo merolico e imitaban su turbado caminar; el escritor apresuró el paso, sintió que un ser pérfido lo perseguía; pasó por la «Pata Negra» y tentado a entrar siguió, pero no pudo más. En la Avenida Nuevo León las putas de la Condesa lo sedujeron, las ignoró y se acostó en una banca del Parque España. Cuando cerraba los ojos el mundo rebobinaba y si los abría las estrellas le venían encima, pero pensaba en una sola cosa, en Bárbara, y durmió como un triste lirón, sosteniendo el retrato entre sueños de pez.

La semana siguiente como de costumbre asistió al «Centenario», pidió el escocés  de siempre y lo empapó de un sorbo, –el copete está cabezón– le reclamó al «Chato», –¡venga cabro, dame otro, weón culiado!– repitiendo la dosis. Así duró algún rato, en medio de la tertulia decidió ir al baño ante el efecto dipsómano que lo adentraba a una zona laberíntica, surcó el piso de ajedrez como un alfil de sombra blanca que ambiciona el jaque; orinó displicentemente hasta vaciarse, acomodó su cabello, arrulló su barba, lavó los pliegues de piel acartonada de su cara y se observó a través del espejo, de nuevo el recuerdo estremecedor de Bárbara en la pared, pero ahora incluía algunas líneas talladas:

Bárbara
Estoy aquí
en este bosque
donde nadie podrá hallarme
donde no hay un solo espejo;
(…)
Aquí nadie podrá hallarme

–¡Hijo de puta, es el colmo!– exclamó el escritor que lo llevaba la chingada, salió mentando madres y azotando la puerta, rompió todas las reglas del ajedrez y volcándose sobre el «Chato» lo jaloneó del cuello inglés, desajustó su moño y removió las pecas de su cara, –¡con eso no se juega pendejo, con la memoria de mi hija jamás!–  replicó fúrico, y lo echaron de la plácida fonda. Al «Chato» sólo le quedó repararse del susto y acomodarse la pajarita. El escritor lanzó improperios a los «saca borrachos» –Vale callampa, váyanse todos a la concha de su putísima madre– dijo retándolos. –A chingar a tu madre cabrón, regresas y te partimos la madre– amenazó uno de los gorilas. Resignado, ahorró la caminata para no pensar en la puta humillación, para aliviarse de la reminiscencia de Bárbara, para forcluir su propio nombre del padre y desaparecer entre el céfiro de la fría noche. Esta vez tomó un taxi, dentro apartó la fotografía del bolsillo de su guayabera, y contuvo las lágrimas. En su cama soñó con Bárbara, en una colina de Santiago, con árboles de huesos sangrados, en un columpio la abalanzaba, nunca miró su rostro, mientras María tumbada en un suelo de piel y carne pútrida; Bárbara con un vestido marrón floreado y de tirantillos, con el cabello hasta los hombros atravesada por una tiara cristalina; su padre la empujaba hasta volar por los cielos, cuando se alzaba veía el viaje de las nubes y cuando bajaba a su madre sucumbida, en ese subibaja desfiló una nube en forma de bolígrafo, y el escritor despertó evitando al censor somnoliento.

Después de tres semanas de la muerte de Bárbara, el escritor entró centellantemente al «Centenario», ya no pidió lo habitual al «Chato», no lo necesitó, antes hizo suya una botella de Jack Daniels, fue directo al baño, esta vez no miró el ciego espejo, le importaba la inscripción de Bárbara, esperando ver un añadido… y lo encontró:

Bárbara
Estoy aquí
en este bosque
donde nadie podrá hallarme
donde no hay un solo espejo;
(…)
Aquí nadie podrá hallarme
S. V.

 La diferencia estribó en las iniciales, –S. V. ¿qué mierda significa esto? – preguntó harto y cansado. Salió del baño, su prisión mental, y a lo largo vio la mirada furtiva de un hombre ominoso, su respiración se detuvo, supo que era él, brotaron disparados uno contra el otro dispersos; abandonaron el bar, corrieron por Atlixco, empujaron a las personas que atravesaban a contracorriente, la figura y fondo acústica era de una luz parpadeante de color azul y rojo que se escuchaba a lo lejos, el cielo teñido gris negruzco con relámpagos semejantes a la radiografía del sistema nervioso central de una ciudad patológica; dieron vuelta en la esquina de la «Pulquería Excélsior» en Campeche, la lluvia surgió como un actor secundario entre la persecución; doblaron por Amatlán, –detente hijo de la chingada–  le gritó befado; siguieron hasta que el incauto hombre se escondió en un terreno que ostenta una casa abandonada, el escritor buscaba sin saber qué, ¿qué le diré? pensaba, rechinaba las duelas de la casona vieja junto con sus perlas ámbar; un gato lo espantó cuando saltó de su escondite, adentró al patio y por detrás, espalda con espalda el fantasma residual lo derribó con un puñetazo,  –mantén los ojos bien cerrados, Enrique–  inauguró su voz tenue; sacó un bolígrafo dorado con estilete, el que utilizó para raspar el barniz del baño en el «Centenario», lo apuntó del lado del corazón donde la fotografía dormía  tatuada, y encajó la minúscula aguja sin esfuerzo en la dermis; el tiempo se detuvo. No fue egoísta, pensó en Bárbara columpiándose en el jardín de alguna colina de Santiago de Chile junto a María, los tres mirando nubes y escribiendo sobre sus vidas. El tiempo dio  marcha, abrió los ojos y la lluvia caía limpiándole las lágrimas, la voz desapareció, mientras el gato permanecía como una esfinge con vestimenta de pantera.

El escritor retornó a Chile, finalizó su novela y se reunió con María, visitaron la tumba de su hija y jamás regresó al «Centenario», donde el epitafio de Bárbara aún sigue en el baño que es su aposento. Pasado un mes, el día de muertos, en el rincón más oscuro de la cantina, un joven porteño con ojos de gato escribe con un bolígrafo dorado y su estilete unas líneas de tragedia y dolor, fuma un tosco tabaco y bebé una pacífica cerveza, su nombre es Saúl Valdez, que con el oro de la tinta escribe: «La noche del 3 de Octubre de 1996, en la cantina “el Centenario” de la colonia Condesa, entró un escritor chileno con aire aletargado…».~