Una vieja boleta de inscripción
«La última vez que leí Pedro Páramo pensé que quizás que todos esos muertos eran almas de migrantes que habían terminado por dejar pueblos fantasma, campo fantasma, indios fantasma, tomates y piedras y padres e hijos fantasma.» Un texto de Ira Franco.
MI BOLETA DE inscripción de segundo de primaria me pide anotar mi color de piel (primera salvajada) y yo, cándida, anoto «criolla», segunda salvajada.
Es un malentendido, claro. Yo leí claramente (como lee un niño las intenciones de los adultos) que me pedían identificar mi casta. ¿Los criollos no eran, según mi maestra de historia, aquellos hijos de españoles que se quedaron en México? Ah, pues esa es la piel que tengo.
Cándida niña de apellido compuesto, que quiere pertenecer a los vencedores. Una candidez que, por cierto, habla de un pasado que gestó todos esos colgados en los puentes peatonales, los rostizados, los despellejados, los mutilados, los violados o simplemente los olvidados en mi país.
Mi color de piel se solicita en esa boleta porque es 1982, somos un país rico (el país, no sus habitantes) con gran deuda externa, sí; que reprime jóvenes, sí; que tiene un partido inamovible en el poder desde hace más de medio siglo, sí; pero un país petrolero, abierto a los refugiados políticos, amigo de todos, centro izquierda, bonachón hasta con los cubanos que ya empiezan a pesarle a todo el mundo para ese momento y con una base indígena que está muy bien allá, lejos de las noticias, muy muerta de hambre, muy sin educación, pero que, sabemos, sobrevive porque el campo todavía da frutos y ellos (pensamos nosotros, ignorando que somos los mismos) no quieren lo que nosotros queremos: no viajan, no compran ropa, no quieren Milky Ways de Estados Unidos ni ir a Disneylandia, ni tener fondos de inversión, ni salud asegurada en sus vidas adultas. Ellos, según nosotros, quieren ver a sus vaquitas pastar y a sus miles de hijos crecer. «En el campo no se necesita mucho» Ok. Quizás por eso los vemos vendiendo chicles en las esquinas o trabajando de sirvientas en las casa en condiciones de virtual esclavitud.
Mi color de piel se solicita en esa boleta de inscripción porque voy en un respetable colegio de monjas. Son tan ingenuas o tan cínicas que incluyen esa característica física que les puede ayudar a decidir si soy candidata idónea para una educación decente. Claro, es 1982, aún no hay mecanismos tan de raíz para evitar que los indios u otros grupos étnicos con pieles morenas o negras −casi siempre sinónimo de pobreza− se eduquen en colegios particulares. Aún no es impensable.
Las monjas están dispuestas a ceder un poco si puedo comprobar que tengo el dinero para abonar a la colegiatura cada mes. Muchos mestizos están allí, claro, no hay que exagerar. Pero lo mejor será tenerlo en cuenta: «anote usted aquí su color de piel». En la televisión los indios se ríen, se visten como a mí me disfrazan −¡hay un disfraz de indio para los festivales de la escuela!−. Son nuestros indios… son… como nuestros perritos, pero más productivos.
Y luego ¡pum! nos llega el bazukazo de siglo XX (ya no hablemos del XXI) donde frontera de Estados Unidos, que daba de comer a tantos de esos indios sonrientes que salían en la tele disfrazados, se cierra.
Madre mía.
¿Quieres decir que esos indios disfrazados de indios estaban sonriendo porque les pagaban para el comercial? ¿Quieres decir que ya no hay vacas, ya no hay hijos (se murieron todos tratando de pasar la frontera o en pizcando tomate) ya no hay tierra, ya no hay nada? ¿Quieres decir que ahora los indios que se van y tienen la suerte o las malditas enfermas ganas de volver a un país que no los quiere, no los ve y no los toma en cuenta ahora también desean un celular, un chingo de Milky Ways, que sus hijos vayan a Dineylandia? ¿Quieres decir que ahora van a agarrar una fusca para lograrlo?
No soy socióloga ni experta en temas migratorios ni siquiera una periodista dura que haya hecho un reportaje sobre migrantes.
No soy sesuda observadora de la vida política mexicana tampoco (cada vez leo menos los diarios), aunque recuerdo que la última vez que leí Pedro Páramo pensé que quizás que todos esos muertos eran almas de migrantes que habían terminado por dejar pueblos fantasma, campo fantasma, indios fantasma, tomates y piedras y padres e hijos fantasma.
No soy nada de esto. Yo solo tengo una vieja boleta de inscripción de un colegio de monjas en la que, a los seis años, anoté «criolla». Y sería muy ciego de mi parte no incluir esa inocente pregunta en la miríada de razones para que todos los días nos levantemos con un colgado más, un rostizado, un despellejado o una enorme masa hambrienta y olvidada, latente.~
Terriblemente hermoso. Me dejó pensando entre otras tantas cosas en la esclavitud virtual de las sirvientas. Excelente texto.
Alin, te agradezco mucho la lectura y que puedas dejar tu opinión aquí.
Ojalá el texto fuera ciencia ficción.
Es muy doloroso pensar así a tu país, el lugar donde va a crecer tu hijo.
En fin.