Tarambana, la bala perdida
Un cuento de Gabriel Vázquez
DESDE EL MOMENTO en que jalaron el gatillo me di cuenta de que yo no iba a ninguna parte. ¡Hay que aguantarse! Comenzaba a girar dentro del cañón, sentí sus estrías acariciarme a toda velocidad, el olor de la pólvora quemada asfixiándome y el eco del estruendo retumbó dentro de mí. Por fin me disparaban y en seguida supe que no iba a ser otra cosa mas que una bala perdida.
Ustedes no lo saben, pero es terrible ser una bala perdida, se pasa una toda la vida queriendo ser una bala importante, escuchando historias de balas que acabaron con tiranos en cuartos oscuros o bunkers en medio de una traición largamente planeada y llevada a cabo con mano temblorosa pero decidida; de balas que provocaron la caída de imperios al encender la llama de la rebelión con un simple disparo; de unas cuantas que cambiaron el curso de una guerra al ser captadas por una cámara en el momento de impactar la sien de alguien inocente, y de pronto, cuando finalmente llega tu momento, te das cuenta inmediatamente de que ese no es tu destino.
Allá afuera sólo se nos cataloga en cuestión de calibre… claro, las nueve milímetros son muy famosas, las de 45 también, las Mágnum o las Glockner, incluso las de escopeta o las full metal jacket, y allá se cree que esas son las más importantes. Sí, estoy de acuerdo, el tamaño importa, lo sabemos, pero una bala pequeña ha sido muchas veces más importante en la historia que una ráfaga de AK 47 o una bala de cañón.
Verán, entre nosotras hay categorías, estatus, y el primer lugar lo ocupa, indiscutiblemente, la bala mágica, sólo hubo una y todas soñamos con hacer lo que ella logró, es la aspiración máxima, el summum, el sueño inalcanzable, te lo repiten miles de veces durante las clases: una simple bala de rifle, disparada desde el sexto piso de un depósito de libros en Texas, atravesó el cuello de una persona en movimiento, después viajó al pecho y a la muñeca de otro para terminar alojándose en un muslo. En este viaje increíble la bala atravesó quince capas de ropa, quince pulgadas de tejido, golpeó en el nudo de una corbata, removió cuatro pulgadas de costillas y se alojó en el hueso del muslo. Lo más sorprendente es que hizo todo esto con su chaqueta de cobre completamente intacta, su nariz apareció normal y únicamente su cola estaba comprimida lateralmente en un lado. ¡Cómo no va a ser el sueño de cualquier bala! el nirvana que nunca alcanzaremos, nuestro cuento de hadas favorito antes de dormir.
Debajo de la gloriosa bala mágica, el escalafón incluye otro tipo de proyectiles, están las balas de plata, usadas por el Llanero Solitario en las inmediaciones de una frontera incipiente para desterrar la maldad de los cuatreros; aunque también se usaron en el viejo continente para acabar con los hombres lobo. Ahora ya no son comunes, pero en una época, uf, todo el mundo quería una para protegerse cuando iban a atravesar esos oscuros, densos y nublados bosques europeos en los que los ladrones aprovechaban la neblina y el miedo, alimentado con leyendas, para aparecer como temibles licántropos y despojar a los viajeros de sus pertenencias y sus vidas.
En mi casa hay de todo, la historia familiar en América inicia con una de esas rudimentarias balas redondas de arcabuz, utilizadas por los españoles en sus expediciones de conquista en el Nuevo Mundo, terminó perdida en la pared de un templo idólatra de lo que ahora es la ciudad de México, esa fue la primera de las balas de mi árbol polvoriento. Después hubo balas, lo mismo de arcabuz que de mosquete, en diferentes partes del continente, pero muy parecidas, no había mucha identidad en esa época, todas eran igual de elementales y acabaron en paredes, ceibas, ríos o en cuerpos de indígenas. No sé, quizá algunas llegaron hasta la cima del Machu Pichu en Perú o se hundieron sin salvación en las verdes aguas del Amazonas, quizá terminaron en algún sembradío de maíz en Texcoco, o cayeron lejos en medio de la nada en Quito o se congelaron inservibles en Tierra del Fuego, algunas probablemente se hayan perdido o quedado inutilizables en busca del Dorado, al menos eso cuentan las leyendas de la familia.
En nuestra sociedad el escalafón es muy rígido, hay balas para diferentes usos: las balas reservadas para una ocasión especial, mi tatarabuelo fue una bala así pero nunca llegó su momento, el dueño murió de cólera antes de que llegara la ocasión que esperaba y se quedó guardada al fondo de un cajón en el que las ratas y las cucarachas jugaban con ella moviéndola de un lado para otro, herrumbrándose, oxidándose lentamente, así pasó décadas, hasta que alguien la encontró y fue vendida en una subasta como reliquia de la Colonia. También existen balas con nombre y apellido, destinadas a una persona en específico, que, debido a cuestiones en las que nosotras no interferimos ni decidimos, pueden o no ser usadas, mi tío abuelo era una bala de esas, lo habían marcado con las iniciales del destinatario pero éste se enteró, sorprendió al dueño una noche saliendo de una cantina, en medio de una plaza brumosa, por la espalda y sin oportunidad de defensa acabó con él… en vez de su uso especial, mi tío abuelo terminó solucionando un conflicto de vacas y tierras, y debo decir, en honor a él, que lo solucionó bastante bien.
Algunas amigas fueron balas trazadoras y otras balas de práctica, no son malos trabajos, pero tampoco es excitante como destino que tu vida esté destinada a calibrar armas, o para simple puntería, son vidas efímeras y patéticas, aunque debo confesarlo, la estela que van dejando las trazadoras al ser disparadas siempre me provocó un poco de envidia.
En mi casa se considera como lo peor, peor, mucho peor, ser una bala de salva. Mi primer novio fue una de esas, se la pasaba presumiendo de ser extranjero, una 44 Smith & Wesson, dándose ínfulas de importante, pero como buena bala de salva, no servía para mucho que digamos. Era un punta hueca, por eso lo dejé, es casi igual a una antigua bala de pólvora mojada, inútiles a la hora en la que se les requiere de verdad.
En cambio hay casos como el de mi hermano mayor, siempre fue peligroso y se convirtió, por decisión, en una bala rasante, desde pequeño se le notó esa intención, era natural en él acercarse sin mediar distancias, rozar y rasgar, teníamos que andarnos agachando cada que corría de un lado a otro, aunque a pesar de ser tan malo no se le compara a mi abuela, ella fue una bala expansiva, hay que ver cómo acababa con todo lo que estaba a su paso, explotaba apenas hacía contacto con los demás, supongo que por eso nuestra familia siempre estuvo un poco desquiciada. Crecer con una bala expansiva no es fácil, en cualquier momento puede enloquecer.
Lo malo de todo, ahora que voy dejando la boca del cañón y sintiendo cómo hiere mis costados, es darme cuenta que sí, que soy una bala perdida… ya me lo habían dicho muchas veces, desde que era pequeña y a lo largo de toda mi existencia balística. Cuando nací mis padres no ocultaron su tristeza, vislumbraron el destino que me correspondía, por eso se referían a mí como Tarambana y yo siempre pensé que al final les demostraría que estaban equivocados, que sería una bala importante, definitiva y definitoria, y me esforcé por serlo, quería ser una bala de tiro de gracia, una bala de magnicidio, una bala histórica. Pero mientras el aire comienza a ofrecerme su inútil resistencia, que desafío y someto con mi velocidad supersónica, me convenzo de que sí, de que estoy en lo más bajo de la cadena, en el último peldaño del escalafón. Desolada me hago a la idea de que no seré otra cosa mas que una bala perdida.
Recorro la distancia hacia un objetivo que no lo es y pienso que es una tragedia ser una bala perdida, ahora entiendo la tristeza de mis padres. Vivimos nuestras existencias esperando este momento, primero entrar en la recámara y esperar impaciente el golpe del martillo, salir disparada, zumbando como una avispa cuyo aguijón es mortal, dispuesta a atravesar un molesto chaleco antibalas, para luego darnos cuenta de que no es así y terminar en un árbol, en una pared o a cientos de metros en el piso, ahogada en el fondo de un río. Es injusto.
Mi abuelo materno terminó en un poste de luz, muy lejos de donde estaba su objetivo, salió de una carabina 30-30 supuestamente para acabar con un comandante al que todos temían y que se había hecho odiar por colgar en juicios sumarios a sus enemigos, eso fue hace varias décadas en medio de una de esas revoluciones de principios del Siglo XX y aún no existían las miras telescópicas. En esa época ser una bala perdida no estaba tan mal visto como ahora que la ciencia y la tecnología permiten que incluso en la oscuridad demos en el blanco.
Hace apenas unos meses, mi padre acabó en una pared de concreto en un país impronunciable combatiendo dentro de una guerra que parece infinita. Recuerdo perfectamente la imagen, el muro penetrado por amigos, familiares y vecinos, sin sentido. Creo que era una embajada, una escuela, o algo parecido, el caso es que ni mi padre ni los demás tenían por qué terminar ahí, los usaron como si fueran munición de demolición y mi padre ya estaba viejo para eso.
Y aquí voy yo, desde que salí de mi caja pensé que acabaría en medio de una balacera, cruzándome con todos mis conocidos, reconociéndonos veloces, observándonos alegres recorrer las distancias, atravesándonos en caminos que iban de un lado a otro, unas de izquierda a derecha, otras de abajo hacia arriba, y yo en el centro, mientras las demás decían, “ahí va tarambana, ella va a acabar con esto”, y yo, veloz, brillante, imposible de eludir, daría en el blanco y efectivamente terminaría con la balacera, no más caídos, no más muertos, no más heridos ni mutilados, no más víctimas de guerra ni de batallas…
Pero la realidad es más triste que esa. Soy una bala perdida, y por más que yo quisiera ser una bala mágica, la señora, con la carriola, está delante de mí.~
Tarambana forma parte del libro de relatos Destinos Furiosos (Chetumal, Secretaría de Gobierno del Estado de Quintana Roo, 2012.)
BUENISIMO EL CUENTO, TRISTE NUESTRA REALIDAD…