Fecha de caducidad
Un cuento de MaryCarmen Castillo
TE MORISTE, IGNACIO. Siempre fuiste fuerte y orgulloso, pero al final nos hicimos viejos, viejos antes de tiempo por todo Lo Que Pasó, pero viejos; y cansados. ¡Y solos!; porque ya nomás quedábamos tú y yo.
Antes de ti y después de que se murió el último, cuando acabaron de suicidarse los Otros, los que entendieron a tiempo y no quisieron esperar, ahora sí que el destino nos alcanzó… ¿te acuerdas de esa película?; fue Antes, así se llamaba: «Cuando el destino nos alcance», ¿no te acuerdas? Se trataba de que en el futuro ya no había animales ni plantas, sólo gente, pero mucha, mucha gente, y entonces un tipo descubría que las galletas que repartía el gobierno para alimentar a tantísima gente estaban hechas con los cadáveres de los que se iban muriendo; canibalismo post-mortem, como quien dice.
La vi de niño, Antes, en ese Antes que cada vez recuerdo con más nitidez y que a ti se te empezó a olvidar cuando se murió el último, por eso ya no te acordabas de nada. Y ahora ya estás muerto, así que ya para qué. La cosa es que me impresionó mucho la película; tuve pesadillas en las que me veía frente a un camión lleno de comida y rodeado de personas flaquísimas, esqueléticas, como si recién hubieran salido de un campo de concentración nazi; que conste: nazi, no alemán; los alemanes siempre me cayeron bien; conocí a varios Antes, de joven, ¿habrán sobrevivido, ellos sí? No sé. No creo. No quiero creerlo… Quiero y no quiero; porque si lo creo, tengo que verlo con mis propios ojos, pero estoy viejo y no sé navegar, me ahogaría en el camino… ¿cómo podría llegar hasta allá yo solo?
¿Te acuerdas cuando lo intentamos? Caminamos durante meses y meses, hasta que perdimos la cuenta, hasta que llegamos al frío y más allá, hasta donde todo era hielo azul y blanco; pero entonces se murió Elenita; me acuerdo del día en que ya no se despertó… los dedos de los pies se le cayeron, como esferas de un árbol de Navidad… también tuve pesadillas con eso…
Pero te decía: soñé con la película y esa gente flaca, flaca tenía dientes afilados y los brazos suplicantes extendidos, y del camión salían volando unos panes verdes, cubiertos de hongos, pero a la gente no le importaba y se los comía así, en cuanto caían en sus manos, y los dientes se les ponían verdes también, como cubiertos por una pelusilla hongosa, asquerosa… y luego, de repente, resultaba que ya no eran panes sino brazos y piernas, también verdes y podridos, ¡y la gente también se los comía!… ¿Por qué te tocó olvidar a ti, si tú te ibas a morir primero? Me debió tocar a mí.
…No te puedo enterrar, Ignacio; ya sabíamos que no iba a poder, porque estamos en pleno invierno y hace mucho frío y me duelen las manos, pero además nunca me dijiste qué preferías, sólo me dijiste que no te dejara ahí tirado a pudrirte con el aire, que no permitiera que te comieran los animales. Ya nomás quedan ellos y las plantas. Me acuerdo… ¿te acuerdas?; no, ¿verdad?, tú nunca te acuerdas de nada. ¡Pero yo sí! ¡Me acuerdo de qué verde se veía todo Ahora, como al año de Lo Que Pasó! ¡Qué verde, todo era verde! ¡Y el cielo, tan, pero tan azul, que dolían los ojos de verlo! ¡Y las estrellas!…, ¿te acuerdas?, ¡tienes que acordarte!, ¡cómo aparecieron!, ¡y cuántas, cuántas, Dios mío, eran tantas…!
¡Carajo, Ignacio! ¡Estás muerto! No me preocupa qué hacer contigo, sino qué voy a hacer conmigo: ¡Me voy a morir solo, pinche Ignacio ojete, me lleva la chingada! ¡Yo solo! ¡Porque ya no queda nadie, Ignacio, ni uno! ¡Te consta! ¡Los buscamos y ya no hay nadie!
Tengo que hacer algo, no puedo seguir así tirado en esta piedra, llorando como las mujeres y los niños que ya ni existen, no puedo ni respirar de tantas lágrimas, no puedo ver, no puedo pensar, tengo que ocuparme en algo; tengo miedo de deprimirme como los Otros, de no poderme levantar y morirme de hambre y de tristeza, de desesperación… o peor, lo peor que me podría pasar, tengo miedo de volverme loco; tengo que hacer algo y no te puedo enterrar, me duelen las manos y no me alcanzan las fuerzas, y eso me da coraje, porque pienso en mí y me siento, ¿cómo te diré?, no joven pero sí bien, me siento fuerte, como si todavía fuera joven, no sé si me entiendes; pero te miro ahí, con la boca medio abierta y ese brazo doblado que ya no te voy a poder desdoblar y me acuerdo de ti cuando te encontré, enterrando muertos, cuando estabas joven y lleno de vida, no que ahora, ¡mírate nomás, Ignacio, no te ofendas, pero sí te ves bien jodido! Y entonces pienso en cómo me veré yo; a veces, en el reflejo del agua, veo a un hombre arrugado, con canas, ya casi sin pelo, con una narizota y pelos saliéndome de las orejotas, como mi papá cuando se hizo viejo, como mis tíos abuelos que para mí siempre fueron viejos; así les ha de haber pasado también a ellos.
Esto va más allá de escarmentar en cabeza ajena, no, todos sabemos que vamos a envejecer porque lo vamos viendo en nuestros padres y por eso creemos que sabemos lo que significa; al menos yo creí que lo entendía; yo estaba listo para ser viejo, incluso lo deseaba, porque de joven fui feo y me costaba mucho relacionarme con otras personas de mi edad y por eso me sentía solo y no entendía nada y la gente me trataba mal, porque así eran las cosas: trataban mal a los muy jóvenes y a los muy lentos o a los muy tontos y también a los muy listos; o sea, trataban mal a los «muy» lo que fuera; porque Antes la gente trataba mal a la gente que tenía algo distinto, o a los que tenían lo que a los demás les faltaba, así era; tampoco es que trataran bien a los viejos, pero al menos donde yo vivía los respetaban, sobre todo si tenían la mente clara; y ya ves, eso sí que lo tengo: la mente clara y afilada como nunca la tuve de joven.
Así que yo creí que entendía. Estaba listo. Estaba deseoso. Lo esperaba. Lo que no esperé fue ser viejo y feo y, de pilón, otra vez solo… ¡peor, porque de joven me sentía solo, pero ahora estoy solo!
Me tengo que mover, tengo que ocupar la mente en algo más útil. Podría hacer una pira funeraria para ti, como las de los griegos o los chinos de la antigüedad, pero no soporto el olor dulzón de la carne quemada; me recordaría las hogueras aquellas que hacíamos después de que pasó Lo Que Pasó y tuvimos que quemarlos para que no infectaran todo, cuando ya no nos dábamos abasto para enterrarlos.
Dios mío, no puedo ni mover las manos, hace mucho frío de veras… Tú acabaste prohibiéndome hablar de estas cosas porque no llegábamos a nada; pero, Nacho, entre todo lo que se volvió tema prohibido y todo lo que olvidaste, ya no se podía hablar más que de lo que íbamos a comer cada día y los achaques nuevos de cada mañana. Por lo menos en eso, qué bueno que te moriste; así ya puedo hablar de lo que se me antoje. Por ejemplo, de los bebés…; siempre estoy pensando en ellos, dándole vueltas, pero lo que yo quería no era hablar de ellos sino saber por qué se murieron… de qué, carajo, de qué chingados se murieron. Porque primero se enfermaron y se murieron casi todos, y luego los que quedamos ya no pudimos tener hijos, puro coger y nada de escuincles, jodido. ¡¿Por qué no nos morimos nosotros, por qué no nos enfermamos?!; tú tenías cabeza para pensar, Nacho, nomás que no querías usarla; me hubieras ayudado siquiera a pensar. Pero no; prohibido.
Nunca te lo dije, pero hace tiempo me encontré una revista, de esas ambientalistas (¡oye: la fiesta que harían esos güeyes si vieran en qué acabó el cuento y si alguno hubiera sobrevivido! ¡Puros animales y plantitas, exacto como querían esos pendejos!); la cosa es que decía en la revista que cada especie tiene algo así como su fecha de caducidad; como un tiempo de vida en su código genético; o sea, no exactamente un tiempo, sino… Bueno, la verdad es que lo guardé y desde entonces lo traigo aquí, dobladito, para enseñártelo, tal vez, algún día, pero ya no dio tiempo… Ora verás… no lo encuentro… ¡aquí está!, dice: «en el código genético de cada especie está ya definido un límite a su capacidad de evolucionar».
Y me acuerdo que la primera vez que lo leí, pensé: «nuestro problema Antes era la sobrepoblación, las guerras y la gandallez de tragarnos y destruir todo lo vivo que nos encontrábamos; entonces (fíjate: tanto miedo que pasé con la película y resultó lo contrario) a alguien se le prendió el foco y decidió exterminarnos; dicen que se les escapó el bicho de uno de esos laboratorios que tenían para criar sus gripas y pestes y demás porquerías, dizque para armas biológicas, hazme el favor, ahora resulta que fue sin querer, como si se les hubiera escapado el perro y no una pinche peste criada en laboratorio; yo digo que fue a propósito, Ignacio, no sé por qué tú te aneciaste tanto en que no, que tuvo que ser sin querer; pero, Nacho, ¡no seas pendejo!, ¡cómo va a ser sin querer! Dime, si fue sin querer, ¿cómo no se les ocurrió, si iban a criar a un asesino, fabricar también con qué matarlo?; ¡hay que ser imbécil! O fue a propósito. Yo digo que fue a propósito, así, gandalla malaleche… La cosa es que se acabó la bronca de golpe: así, de repente, comida para echar al cielo, todo azul y verde y miles de estrellas en las noches, dos o tres güeyes con un resto de espacio para que nos acomodáramos como quisiéramos… ahora sí que una segunda oportunidad».
Ahora me doy cuenta de que no era una segunda oportunidad; era, no más, el principio del fin; «time’s over», fin del juego, se acabó, gracias por participar; ahora lléguenle para que otros puedan evolucionar. Fíjate que yo siempre creí que el Apocalipsis de la Biblia era una promesa, no una amenaza; siempre fui muy creyente. Hasta cuando vimos que los bebés se morían, que no sobrevivían, quién sabe por qué, y ninguna de las mujeres se volvía a embarazar, incluso entonces me aferré a mi fe… yo era católico, como todos en mi país de Antes; ahora ya no sé qué soy. Ni siquiera sé quién o qué es Dios. Sólo sé que creo en Él y por eso existe; porque yo lo necesito.
Y ya no me duele; estoy viejo y he dedicado casi todo mi tiempo de Ahora a buscar bibliotecas y leer libros, a pensar en Lo Que Pasó, en cómo eran la vida Antes y cómo Ahora, porque ya no queda nadie que diga cómo hay que hacer las cosas, de qué se puede hablar y de qué no, dónde y de qué vamos a vivir… ¡Yo siempre he sido muy creyente y además yo sé que las cosas pasan por algo y entonces por eso tiene que haber un porqué de todo esto! Es sólo que… estoy tan lleno de dudas. Sólo quisiera estar más seguro; no sé de qué, de Dios, de nosotros, de mí; pero es que me encabrona y al mismo tiempo me aterra pensar en que cuando yo me muera, el mío será el último respiro de una especie entera a la que no va a llorar nadie porque nunca fuimos indispensables.
Lo que necesito es compañía. Un ser humano, el que sea, nomás uno, para que me entierre o de perdida me llore cuando me muera, como estoy haciendo yo contigo; para no quedarme con esta sensación tan angustiosa de que un día, ya pronto, todo se va a detener para mí, para todos nosotros, y la Vida va a pasar de largo. Porque al final, este final tan absolutamente terminante, el problema es que yo no me quiero morir todavía. Y es que, ¿quién te dice que no hay bebés naciendo allá, en Europa o donde sea; sobreviviendo? ¿O cómo sabes que no se cumplió la Promesa y los ángeles ya se llevaron a su ciudad resplandeciente a los elegidos? A lo mejor lo que pasó fue simplemente que nuestros nombres no estaban en el Libro de la Vida, pero los de otros sí; o a lo mejor sí estaban los nuestros y lo que pasa es que hay que morirse para entrar y entonces tú ya llevas las de ganar, ¿tú qué sabes? Yo he leído mucho, te consta, sobre todo Ahora; y hay libros que hablan de eso, de que la muerte no es la Nada como creen los ateos, ni tampoco una zanahoria para que te portes bien en vida como creíamos los católicos, que lo bueno de que se murieran es que ya podemos hablar mal de ellos.
Mira, ya sé qué voy a hacer contigo. Y por lo pronto, ya sé qué hacer conmigo, al menos de momento; al menos mientras me muero. A ti te voy a empedrar; no sé dónde lo leí, pero existió por ahí un pueblo que le ponía piedras encima a sus muertos, ¡pero muchas, no vayas a creer!; y era como enterrarlos, pero con piedras en lugar de tierra. Si me busco unas no muy grandes, aunque me tarde más yo creo que sí podría. Así, ni te comen, ni te quemo, ni apestas todo y yo me ocupo en algo.
Y luego, cuando acabe y quedes en paz, me voy a ir al mar, a ver si en una de esas alguien de más allá, de Europa o de África, alguien que sí sepa de barcos, se anima a hacer el viaje. Ya sé: vas a decir que a qué van a venir si allá les está yendo bien, pero nunca falta la gente aventurera, ¿no?… Pienso irme a vagar por las playas hasta que me muera, al fin que hay mucha costa y al fin que algún día también a mí me va a tocar. Porque una cosa sí te digo: yo no me voy a suicidar, en eso siempre estuvimos de acuerdo. Mi muerte va a ser legal, como la tuya.
Ahora que si no llega nadie ni encuentro quien me entierre… ¡Dios, es que tengo, de veras, tantas dudas!… Y tengo miedo; necesito un asidero, algo que me convenza de que todavía me queda una última posibilidad; la última, pero la más importante: ¿quién me dice que la Promesa no sigue en pie; que no me están esperando ya nomás a mí?
Nadie: hay que morirse para averiguarlo.
Es sólo que estoy viejo y Nacho está muerto y me duelen las manos y… Yo sólo quisiera estar más seguro.~
La vida se hace insoportable cuando sabes que nadie va a recordarte, ni a contar tu historia. Es un monólogo que pone al descubierto que el hombre al ser consciente de si, llega a envidiar a los muertos.
Que hermoso cuento!!!! A mí en lo personal me transportó a ese momento, no importando lo que pasó, triste realidad la que vivirá Nacho, y pensar que cualquiera podría ser él. Muy bien escrito, una reflexión para valorar lo que hacemos cada día de nuestra existencia por nuestro paso en este mundo.
Gracias.
facinante
MaryCarmen, un cuento muy bueno, ya no sabía que hacer con el “pinche Ignacio ojete”, que va y deja solo al otro. Espero seguir leyéndote en VozEd
Saludos.