Tokio-omakasede

La rutina, el viaje al trabajo, el transporte publico, el azar y el amor en una ciudad ajetreada y super poblada como Tokio.

 

TOKIO DUERME Y despierta con las luces encendidas. Una brisa proveniente del mar anticipa la mañana. La policromía del alumbrado público se difumina entre la niebla temprana.

El alba es fresca, saludable. El brazo del pacifico que abraza a Tokio acaricia las almas de casi treinta y cinco millones de japoneses.

07:11:00 A.M., Nerima, Estación sur. –  Se abren las puertas del Shinkansen para el ingreso de los pasajeros. Kisho, de andar pausado, sube al tren y mira hacia los lados mientas las compuertas se cierran detrás de él. Detenido, puertas adentro, busca un lugar donde situarse. Camina hacia el frente de la compuerta, apoya su maletín y toma asiento. Se arregla un poco el grueso cabello castaño hacia atrás y se acomoda luego el nudo de la corbata perlada que hoy estrenaba. En frente, una anciana de cabello cano y de oscurecida piel arrugada, lo mira curiosamente. Kisho voltea a su lado y un hombre en fino traje gris claro viaja junto a él. Observa entonces su propio traje gris oscuro y sacude algunas migajas del desayuno de tostadas de hace apenas un rato.  Piensa en lo agitada que será la mañana: solicitudes de empleo, aspirantes, almuerzo de trabajo, almuerzo real en la oficina, reunión del directorio, llamadas interminables a Osaka y en algún momento, cena, baño y por fin retomar América de Kafka.

Busca dentro de su bolsillo un caramelo de naranja y luego de quitarle el envoltorio, lo introduce en su boca. Recordó que debía comprar más caramelos ácidos. Esta mañana había tomado los últimos cinco del frasco. Se percató de que había dejado la radio encendida en el baño, siempre olvidaba apagarla luego de ducharse. Mañana habría que llevar la ropa a lavandería y el miércoles cenaría con su hermana menor Akemi y su marido Hiroshi. Pensó en comprar más caramelos ácidos para regalarles a ellos, quizá llevaría para cenar algunos rolls de salmón ahumado, los favoritos de Akemi. Ella prepararía seguramente su postre favorito: helado de mango relleno con crema de coco y pulpa de maracuyá. Ambos lo habían aprendido de su madre, pero ella era una gran chef profesional y él, apenas un humilde banquero con aspiraciones culinarias devenidas en platos aceitosos y con sabores confusos. Jamás había intentado la “gaceta de mango”. Debía encargar los rolls de salmón esta misma noche cuando llegara a casa. También encargaría algunas empanadas de camarón para que Hiroshi estuviese de buen humor.

07:12:30 A.M., Nakano, Estación central. ― Se abren las compuertas del Shinkansen e ingresan pasajeros de todos los colores, varios estadounidenses trajeados caminan hacia el frente, algunos estudiantes universitarios caminan hacia el fondo.

Una agitada joven tropieza apenas con el gentío y cae arrodillada a las compuertas del tren. Se levanta rápidamente, se sacude la falda rosa en medio de un gruñido e ingresa apenas antes que las compuertas se cierren. Se acomoda el pelo negro hacia atrás y ubica un lugar donde sentarse justo al lado de la compuerta. Hurguetea un poco en la cartera, saca un caramelo ácido de frutilla y luego de desenvolverlo, se lo mete en la boca. Busca nuevamente en la cartera y saca de ella un pequeño libro de bolsillo. Se acomoda ligeramente las gafas y se mete de lleno en la lectura.

Kisho observa detenidamente a la joven de rasgos tan peculiarmente agraciados mientras ésta, leyendo, se arreglaba el cabello.

Él intenta entonces leer el título del libro y consigue descifrar El castillo desde su ubicación. La mira nuevamente desde arriba hacia abajo y observa detenidamente las finas piernas terminadas en unos clásicos zapatos blancos de tacón. Sube de nuevo por las medias de seda color natural y encuentra una blusa blanca a tono, apenas el principio del cuello y el libro, que imposibilitaba seguir el recorrido hacia el rostro. Sólo los ojos por los que se colaba el sol que entraba apenas por las ventanas, negros, rodeados de tupidas pestañas y vestidos de gafas enmarcadas en color blanco. Largo flequillo negro, descubriendo apenas las finas cejas y la mirada baja, misteriosa y metida en el libro. La imaginó entonces en una tarde de verano en la playa, envuelta en ropas blancas agitadas por la brisa del mar, en la arena, leyendo El castillo, la brisa marina juguetearía con su cabello negro suelto. Mientras él, detenido de la lectura de su admirada América, la observaría desde su lado, desparramado en la playa, en una lona color natural, acompañado de una canasta de galletas y dulces. Ella lo miraría y le sonreiría con los dientes blancos, el sol brillaría por detrás de ambos, unos hoyuelos se le harían a los costados de la brillante sonrisa y él, atontado de amor, le devolvería el gesto retorciendo apenas la boca.

Ella alzó la vista por encima del libro y vio a aquel sujeto en frente que la miraba. Éste desvió la vista a un costado y ella se perdió en el perfil que embellecía una nariz fina y elegante, entre unas largas pestañas y una boca recia que armonizaban el conjunto. Giró éste de nuevo a verla y ella sostuvo la mirada fijamente en él. Él volvió desviar la vista a la ventana que le ponía un marco luminoso al retrato del perfil que ella observaba desde el asiento de en frente.  Lo imaginó serio, intelectual, perdido en una novela una mañana de invierno.  Abrigado en algunas mantas gruesas que habría tejido su madre. Ella se levantaría más tarde esa mañana, bajaría del cuarto y lo vería allí en un sillón blanco leyendo plácidamente. Se apresuraría a hacer el desayuno, y él, por encima del libro, la vería caminar por la sala, la vería cocinar sus exquisitas tostadas francesas y justo antes de terminar la cocción, aparecería abrazándola por la espalda. El abrazo sería cálido, como si en el invierno más crudo viniera a abrazarla el verano. Compartirían el desayuno riendo, el sería irónicamente gracioso y ella estaría encantada.

07:15:00 A.M., Shinjuku, Estación central.― El Shinkansen abre sus puertas al centro de la gran metrópoli de Tokio. Los pasajeros entran y salen de a montones. Kisho se obsesiona con la joven de en frente que se levanta de su asiento para bajarse del tren. La sigue con la vista entre la muchedumbre y al verla bajar a la estación, observa el cartel que anuncia la Estación central de Shinjuku donde él también debía bajarse. Se apresura a buscarla en las afueras del tren y ella, buscando por encima del libro, no consigue encontrar al sujeto que viajaba enfrente.  Él camina apresurado, casi chocándose a la gente que camina a sus costados. Busca la blusa blanca, la pollera rosa, los ojos negros  y no hay caso. Ella, detenida a un costado del tren que está poniéndose en marcha, no consigue verlo. Mira la hora y no queda mucho para su entrevista de trabajo.

Él sale de la estación central girando hacia todos lados. Los giros bruscos delatan la desesperación de aquel que hubiera perdido algo. Se detuvo entonces y miró hacia la estación que había quedado ya a unos cuantos metros. Nada. Gente, caminando, apurada, desentendida de lo que sentía él ahora.

Ella entró a un café que estaba cercano a la parada. Pidió un desayuno ameno de café con roscas y desayunó recordando el perfil que había perdido en la estación.

Él llegó al banco saludando amablemente a todos desde la indiferencia bien disimulada. Se dirigió a su oficina y disimuló amabilidad también para su secretaria. Se topó con la pila de solicitudes de aspirantes ordenadas cuidadosamente y en un impulso desparramó todo por el piso.

Se detuvo un instante a ver el desparramo y recobró un poco de la calma que lo caracterizaba, de la calma que había perdido. Se agacho tranquilamente y juntó las planillas que luego depositó encima de un elegante escritorio de color negro y terminaciones en marfil.

Miró la hora y aún faltaban algunos minutos para comenzar con las entrevistas. Se sentó, encendió la computadora y abrió la página central del diario de la ciudad.

Ella terminó de desayunar, se sacudió delicadamente algunas migas de la ropa y se apresuró a pagar el desayuno. Salió del café y caminó por Chūō―dori sosteniéndose apenas la chaqueta que el leve viento matinal intentaba abrir. Caminó una cuadra hasta el Mitsubishi―Tokyo Bank e ingresó.

Se ubicó entonces entre unos doscientos aspirantes cerca de un mostrador en una esquina, en la zona indicada para quienes solicitaban trabajo. Miró a su alrededor y las edades de todos eran la suya. Sólo había diez vacantes que cubrir en el banco y esperaba, que con sus estudios, sus posibilidades aumentaran.

Él miró la hora y el reloj marcaba las 07:45. Apagó el ordenador, recogió las planillas y se dirigió al frente hacia la oficina de entrevistas. Su trabajo como entrevistador lo ocuparía desde ahora hasta las 09:45. Llegó hasta la zona donde estaban los aspirantes y observó sonriente a los jóvenes que aguardaban las entrevistas de trabajo. Se acomodó el pelo hacia atrás, se colocó las gafas y depositó las planillas encima del mostrador que separaba la zona de solicitantes de la oficina de entrevistas.

Ella se vio en el reflejo de un vidrio espejado y rápidamente se aplastó el cabello. Se acomodó la blusa y hurgueteó en la cartera buscando un labial rosa.

Él tomó la planilla de arriba de todas  en la mano y buscó el nombre del aspirante en la misma.  Se aclaró la voz un poco y habló calmadamente:

―Yuki, Asami―dijo con la tranquilidad que lo caracterizaba pero nadie hizo caso del llamado. Ella estaba pintándose los labios de rosa cuando escuchó que el entrevistador estaba solicitando a un aspirante:
―Yuki, Asami. ¿Está aquí? ―preguntó él nuevamente.
―Sí, aquí ―vociferó ella desde atrás de un enorme ficus que estaba en el fondo del estar. Él dio media vuelta hacia la oficina y se sentó de un lado del escritorio. Ella terminó de delinearse los labios frente al vidrio espejado y se dirigió hacia la entrevista. la silla para saludarla.

Ingresó a la oficina apresurada. Él estaba sentado de espaldas repasando la planilla y ella se paró junto al escritorio.

―Buenos días. Encantada, soy Asami Yuki—dijo ella con la simpatía que la caracterizaba.
―Buenos días, encantado —dijo él mientras giraba en la silla para saludarla.

07:52:38, Mitsubishi―Tokyo Bank ― Los ojos negros, la pollera rosa, la blusa, el flequillo. La nariz perfecta que superaba la imaginación, la sonrisa que enamoraba tontamente.

Él se puso de pie en un arrebato y tomó su mano entre las suyas.

―Mucho gusto. Kisho, Tanaka ―dijo él mientras guardaba la mano de la joven entre sus manos con un entusiasmo que no lo caracterizaba.~