Historias de locos y bellacos: Quijotes y Donjuanes

EN LA LITERATURA clásica española llama la atención la facilidad con la que algunos infames personajes de ficción han pasado al subconsciente colectivo como sujetos dignos de admiración y se han convertido en seres paradigmáticos, cuando sus autores pretendían justamente lo contrario: satirizar determinadas costumbres y corruptelas sociales de la época. Es el caso del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y el del burlador de Sevilla don Juan Tenorio.

Yo llegué a Madrid en octubre de 1958 con una tarjeta de presentación para parientes lejanos. Gracias a la tradicional cortesía hispánica, quisieron agasajarme invitándome a la representación anual del Don Juan Tenorio de Zorrilla el día de Todos los Santos en el teatro Español. Mis pretendidos primos eran de una posición social al menos tan elevada como la del principal personaje de la obra y consiguieron por amistad unas entradas magníficas en la segunda fila de butacas. Era la primera vez que asistía yo a una representación de teatro con reminiscencias clásicas y mi ignorancia ultramarina sólo me permitía a duras penas seguir con dificultad el anacrónico texto. Atendí atónito a todo cuanto sucedía en el escenario hasta ver arrodillarse al galán ante doña Inés, con el sombrero de plumas quitado y la espada colgando para decirle:

¡Ah! ¿No es cierto ángel de amor
que en esta apartada orilla
más pura la luna brilla
y se respira mejor?

Durante la pausa que hizo el actor para tomar aliento y proseguir recitando los requiebros de amor, yo no pude reprimir la risa y solté una carcajada seca y desabrida, de perro que lleva mucho tiempo atado. Creció de tal manera el silencio a mi alrededor que durante unos segundos creí que me había vuelto sordo. El cómico, nunca mejor dicho al menos por mí, levantó lentamente la vista y buscó al responsable de la herejía entre las primeras butacas. Me clavó una mirada de odio más que de ira. Doña Inés sonrió indulgente y don Juan después de carraspear y acomodarse la espada que al girar el torso se le había quedado cruzada, continuó con la farsa:

Esta aura que vaga llena
de los sencillos olores…

Para mí eran complicados sudores, el público no dejaba de censurarme con la mirada. Mis parientes se desentendían de mi persona como si no hubiéramos ido juntos. Al terminar la función salí rápidamente por una puerta lateral para evitar mayor bochorno y recuerdo haberme dado un cabezazo contra la moldura de un palco en mi atolondrada fuga. Gané un chichón y perdí dos primos y una prima.

Eso ocurrió aquel día de Todos los Santos, pero cuarenta años más tarde pienso que lo lógico hubiera sido que todo el público de la sala estallara en risas, como en los antiguos corrales de comedias, y castigara con improperios arcaicos como “¡adefesio! ¡bellocarmelo!”, la falsedad a ojos vista de don Juan; la única que tendría que haberse mantenido sin darse por aludida era doña Inés que estaba siendo engañada, sin embargo me dio la impresión que hasta me hizo un guiño de complicidad. Pero el auditorio permaneció impasible ante la obra y resistió con muda indignación mi espontáneo gesto.

A don Juan no creo que lo pudiera tomar en serio ni entonces ni ahora, porque no transmite emoción ninguna, es un simple fantoche. Si hay algún drama en la obra es el que sufren los padres de la pareja, don Diego, que sin querer engañarse a sí mismo, reconoce el “monstruo de liviandad” que es su hijo, y reniega de él en versos como estos:

No puedo más escucharte,
vil don Juan, porque recelo
que hay algún rayo en el cielo
preparado a aniquilarte.

(…)

Sigue, pues, con ciego afán
en tu torpe frenesí,
mas nunca vuelvas a mí;
no te conozco, don Juan.

Y el del padre de doña Inés, don Gonzalo, que muere de un pistoletazo por intentar evitar que su hija se una a semejante tipejo.

Pero el cínico jovenzuelo, que no cambia su visión de la vida después de las duras palabras de don Diego y de haberse convertido en asesino de don Gonzalo, terminará muriendo a manos de un muerto, de su propia víctima, del convidado de piedra. La obra no deja de tener una intención claramente moralizadora, con final imprevisto.

El Quijote encarna a un fanático intolerante ridículamente peligroso (son los peores) que distorsiona la realidad de acuerdo a sus filias y fobias. Un personaje de los que Cervantes tuvo la desgracia de encontrarse muchas veces en la vida, y que por su culpa terminó más de una vez en la cárcel. Su gracia: la de filosofar sobre la vida.

Estas dos figuras fundamentales de la literatura española, don Quijote de la Mancha y don Juan Tenorio, han sido objeto de miles de tratados laudatorios. Unamuno, en su Vida de Don Quijote y Sancho, llega al paroxismo animando a crear un patriotismo basado en un alma interior quijotesca. En cambio Menéndez y Pelayo, más acostumbrado a tratar con heterodoxos, calificó al personaje creado por Cervantes como un simple sujeto monomaníaco.

Hoy en día, el caballero de la triste figura, no pasaría de ser un anciano trastocado, a lo mejor hasta se llamaría Alonso Quijano en la vida real, probablemente sería un ex funcionario, o un portero jubilado, que se escaparía de su casa en una moto destartalada para ir a jugar a los video-juegos de los bares, obsesionado en emular las hazañas de los héroes electrónicos. Entre partida y partida sermonearía a su auditorio y convencería de sus excentricidades a más de un Sancho cervecero. Viviría enamorado ¡cómo no! de una actriz de cine porno de la que se convirtió en fan incondicional con sólo ver un poster suyo a la entrada de un cine. En los bares sería el típico cliente incómodo, intolerante, pesado y prepotente, expuesto a ser agredido cada vez que montara una bronca por las más nimias desavenencias sobre su interpretación filosófica del mundo.

La vida de un don Juan contemporáneo sería aún más miserable que la del ingenioso hidalgo. Su retrato robot nos mostraría un niñato caprichoso, que cree que todo le está permitido, hijo probablemente de un alto ejecutivo de empresa multinacional o de cargo político de renombre, arrufianado y abusivo. En respuesta a los temores de su criado, sin duda más respetable que él, por sus tropelías, le dice:

Si es mi padre
el dueño de la justicia,
y es la privanza del rey, ¿qué temes?

Don Juan no es un personaje trágico, ni un delincuente con mentalidad de violador, es un mentecato que lo único que pretende es humillar para luego burlarse impunemente. Un simple imbécil. Zorrilla acentúa su carácter innoble al hacer que su conducta obedezca a una apuesta con otro mequetrefe de la época llamado don Luis Mejía. Sin embargo este romántico autor se inventa una amada y amante doña Inés para redimirlo; nos propone rehabilitar a don Juan mediante el amor. Es algo totalmente artificioso.

La primera vez que vi la obra y no me pude contener la risa, el único que en el teatro no sabía que el Tenorio era un canalla irresponsable era yo, porque a los demás ya se lo había explicado antes Tirso. Sobre el escenario era un secreto a voces, lo entendí cuando vi que doña Inés me sonreía. De allí que resulta absolutamente ridícula la actitud enamorada del don Juan de Zorrilla.

Unamuno, comenta elogiosamente el libro del profesor Víctor Saíd Armesto que defiende que el Tenorio “arraiga en lo más hondo e ingénito de la raza española” y aunque evidencia su desprecio por el petimetre sevillano no deja de vanagloriarse de que sea un producto genuinamente español y no italiano como opinaba Farinelli. La reacción del filósofo vasco sí que es un fenómeno típicamente nuestro: pugnamos hasta por la propiedad de nuestras lacras. Menéndez Pidal estudia el origen de la obra en leyendas castellanas antiguas, interesándose más por el convidado de piedra que por la patética figura del burlador de Sevilla.

Pedro Salinas, en su Literatura Española Siglo XX, dice que Unamuno aborda el aspecto teatral de la vida de don Juan y se detiene en su exhibicionismo. Es cierto que don Juan actúa para llamar la atención, para ser admirado por los de su calaña, ajustándose a los cánones de toda representación, pero no advierte nada, no tiene ni un brote de inteligencia, le ciegan las candilejas. Cuando termina la función sale a la calle para irse a presumir ante los amigos en la taberna, para seguir representándose a sí mismo, es decir, vive una vida ficticia, en definitiva es un bellaco.

El exhibicionista es lo contrario del “voyeur”, busca la morbosidad infantil de mostrar sus partes íntimas a castas doncellas. Ni Tirso ni Zorrilla hacen referencia alguna a la satisfacción sentimental o sexual que pudiera experimentar don Juan en sus relaciones, se diría que son contactos estériles y tal vez podríamos sospechar que sufre cierto grado de impotencia que le hace apartarse de las manifestaciones sensuales del amor y pretender un simple exhibicionismo. Don Juan es un minusválido emocional y a lo mejor eso también le causaba embarazosos problemas de erección.

Si don Juan buscara placer y saliera defraudado de sus relaciones amorosas se podría pensar en la supuesta tendencia homosexual que sugirió Marañón, pero el burlador de Sevilla tiene un marcado caracter anti hedonista, en esto no se parece a otros seductores de la literatura, grandes vividores como Casanova por ejemplo, porque don Juan, aunque habla de “gozar”, no se refiere al placer:

… el mayor
gusto que en mí pueda haber
es burlar una mujer
y dejalla sin honor.

Tampoco actúa por venganza a un amor despechado, ni muestra carencias afectivas que lo lleven a coleccionar conquistas para compensarlas; su único interés es la traición y no sólo engaña a las mujeres de sus parientes y amigos, sino a todo el que se le cruce en su huída, porque su vida es una continua escapada. Su intención es la de perjudicar, causar daño moral y abandonar precipitadamente el lugar. Ultraja y desprecia a su víctima, es un traidor compulsivo que sólo vuelve sobre sus pasos para vanagloriarse en las tabernas de sus engaños . Así disfruta este fulano, fría y calculadoramente, como un asesino en serie.

Unamuno también repara en la incapacidad que tiene el burlador de Sevilla para amar, algo que es perfectamente explicable en quien no es capaz de vivir su propia vida. Sus conquistas consisten en suplantar la identidad del verdadero amante, él no es un seductor en sí mismo, es un usurpador del amor a otro, un alienado que nunca da la cara, de allí que no pueda sentir ningún sentimiento propio.

Este abusivo caballero que no cree en los sentimientos sí confía en el dinero, piensa que:

Con oro nada hay que falle.

En algunos momentos compra a las criadas para que le abran las puertas de los aposentos de ingenuas doncellas donde, embozado o valiéndose de la oscuridad, se hace pasar por sus enamorados, y en otros se aprovecha de las prostitutas negándose a pagarles y ufanándose de darles “perro muerto” (antigua expresión que curiosamente se sigue utilizando en el Perú para designar las estafas más despreciables que terminan con la escapada del forajido). Es un burlador de mujeres, como muy bien lo denominó Tirso, que se muestra como un ladrón ante las de alta alcurnia, como un prepotente con derecho a pernada ante las humildes (a excepción de la pescadora con la que no le hacen falta mayores recursos) y como un cobarde ante las prostitutas de las que sale corriendo para no pagarles.

Al final de la tragicomedia, Zorrilla, en un gesto absolutamente quijotesco, salva a este sujeto del infierno y proclama:

Mas es justo; quede aquí
al universo notorio,
que pues me abre el purgatorio
un punto de penitencia,
es el Dios de la clemencia
el Dios de DON JUAN TENORIO.

Según Zorrilla, no sólo hay Dios, sino que hay uno de don Juan Tenorio ¡que el diablo nos libre entonces!

Lo más asombroso es que se haya podido tomar como propio y exportar a la literatura universal estos estereotipos supuestamente portadores del carácter español y por extensión hispanoamericano.

¿Cómo se nos ha podido identificar con un fanático hidalgo que Cervantes se esfuerza en ridiculizar para escarmiento de los muchos hidalgüelos que en esas épocas pululaban por las dos Castillas haciendo uso y abuso de las pequeñas parcelas de poder que los respaldaban? Quijotes radicales, seguros de estar en posesión de la verdad absoluta (la locura siempre ha sido incompatible con la duda) que al aumentar su autoridad se convertían en Torquemadas o duques de Alba.

El mérito de Cervantes consiste en presentarnos a un amable y enjuto anciano capaz de encubrir su peligrosa locura obsesiva con una sensatez abrumadora, siguiendo la máxima de que el loco ha perdido todo menos la razón. Pero por debajo late el funcionario rabiosamente intransigente.

¿Y cómo han podido equiparar la sensibilidad del pueblo español a la de despreciables donjuanes que Tirso y Zorrilla pergeñaron con la intención de censurar la conducta licenciosa de petimetres cretinos o bellacos hijos de la alta sociedad de la época?

¿Acaso la muchedumbre cultural europea ávida de encontrar valores, que a ellos les resulta más dificil de descubrir en su pulcro pragmatismo urbano, creyeron verlos en la literatura periférica del sur de Europa, en un espacio donde pensaban que las exigencias culturales se atenuaban y podían dar origen a modelos de conducta más libres? El quijotismo y el donjuanismo serían mitos extranjeros que no tendrían nada que ver con nuestra idiosincrasia. Nosotros seríamos responsables de haber puesto el escenario y haber colocado a dos reconocidos indeseables hispánicos, de los muchos que abundan, sobre las tablas, o sobre un flaco jamelgo, y los anglosajones, francos o germanos, habrían hecho el resto adornándolos con equívocas virtudes supuestamente españolas.

 

En todo caso, en la expresión “Quijote español” siempre me ha parecido captar un punto peyorativo. Y a todo el mundo los donjuanes le parecen ridículos, bueno, por lo menos a mí me causaron risa un día de Todos los Santos, en un invierno que empezó pronto ese año. Hacía mucho frío en la puerta del teatro. También recuerdo que vi salir presurosa a la actriz que había interpretado a doña Inés, la vi salir sola y coger un taxi en dirección a la fuente de la Cibeles. ¿Iría huyendo?~

Bibliografía:

1. El burlador de Sevilla y convidado de piedra. Maestro Tirso de Molina. Edición y notas de Joaquín Casalduero. Ed. Cátedra. Madrid, 1981.
2. Tirso de Molina El burlador de Sevilla y José Zorrilla Don Juan Tenorio. Estudio y notas por Begoña Alonso Monedero. Santillana. Madrid, 1995.
3. El burlador de Sevilla y convidado de piedra. Estudio y notas de Xavier A. Fernández. Ed. Alhambra. Madrid, 1982.
4. La personalidad de don Juan. A. de los Santos Sánchez-Barbudo. Ed. Soc. Nicolás Monardes. Sevilla, 2000.
5. Ensayos. Miguel de Unamuno. Aguilar. Madrid, 1958.
6. Estudios literarios. Ramón Menéndez Pidal. Espasa-Calpe. Madrid, 1973.
7. Claves de literatura española. Vicente Gaos. Ediciones Guadarrama. Madrid, 1971.
8. Literatura española Siglo XX. Pedro Salinas. Alianza Editorial. Madrid, 1983.