¿Cómo carajos no voy a ir a la competencia?

Una crónica que cuenta la experiencia del autor en su búsqueda de los objetivos deportivos.

 
TUVE QUE TOMAR una decisión, o me escapaba o no iba de viaje y no competía. A los quince años la respuesta es bastante clara. Decidí escaparme. He esperado veinte años para escribir esta crónica y, sin duda, hay en toda esta historia un punto y a parte en mi vida. La situación era un tanto kafkiana, o a mi me lo parecía en ese momento: ¿cómo era posible que habiendo hecho lo más difícil que era superar los tiempos mínimos para una prueba (en el selectivo), no fuera a la competencia, al campeonato nacional?

El deporte comenzó como una actividad extra a la escuela, exigencia de mi madre. Desde los 6 años fui a la alberca (piscina) una hora al día, seis días a la semana. Iba por obligación y, como no había elección, a mí no me gustaba y no quería ir hasta que mi madre se hartó y un buen día me dijo que no fuera. Lo pensé y le dije que mejor sí. Y así estuve hasta los 15 años, sin otro objetivo en la cabeza que ir todos los días a nadar. Y hubiera seguido así si no hubieran tenido que reducir el número de chicos que iban a entrenar, primero porque era un centro de alto rendimiento y no cualquiera podía estar (sic), y segundo, porque ya no cabíamos. Hubo una competencia para discriminar a unos de otros y, sin ningún tipo de tensión competitiva, fui a formar parte de los que no podían seguir entrenando en el centro. Me preocupé. «Algo tengo que hacer para acceder a una plaza», recuerdo que pensé. Busqué en que equipo podía encajar y hablé con el coach (sí, así, en ingles, no sé porque). Será que me vio muy decidido (fuera del agua) porque me dio una oportunidad: debía convencerlo en un mes. Un mes de entrenamientos. Así llegué hasta el primer año. Y luego otro; dos años para irme a un campeonato nacional de natación.

No es que los campeonatos fueran cada dos años, sino que el primer año que entrené realmente fuerte no era consciente que podía dar las marcas mínimas para el campeonato. Solo me había metido en la cabeza entrenar, no competir. Llegó el selectivo para el nacional, y yo había enfermado unos días antes, por lo que fue muy fácil decidir no ir [al selectivo]. No valoraba el esfuerzo de todo el año. Cuando mi entrenador –bastante enojado– me hizo ver que había posibilidades, no solo me sentí culpable de perder el tiempo de una forma tan absurda, sino que me fijé como meta asistir al siguiente año a los nacionales, esto es, dar las marcas mínimas.

En el segundo año entrené bastante fuerte. Hubo una competencia intermedia, un selectivo para un Canamex (Canadá-América-México. Tampoco sé porque les dejamos decir América en vez de poner Estados Unidos), una prueba mucho muy alejada de mis posibilidades pero que daba la oportunidad de competir, de agarrar experiencia. Y fue mal. Así que me di cuenta que realmente dar los tiempos para quedar para el nacional no era «tan fácil» como había entendido.

En paralelo al entrenamiento estaba la escuela, y las obligaciones en casa, en mi caso se me exigía un mínimo de convivencia. Digo un mínimo porque realmente bastaba con hacer poco. La natación –entrenar, el deporte– en este momento ya era por gusto; y estaba motivado, no solo de poder ir a un campeonato nacional y competir, sino de ir con mis amigos y la novia en turno a un hotel cuatro estrellas con todos los gastos incluidos donde el coach no nos tenía atados y, en cambio, nos permitía vivir fuera de la estricta supervisión que en otros equipos había. Con la distancia me doy cuenta que nos trataba como adultos: si íbamos a competir esperaba que nos comportáramos como atletas, pero teniendo hormonas en vez de cabeza y gastos pagados en vez de límites era complicado. Así, con tanta dedicación a la escuela y al entrenamiento, en casa no había –o eso pensaba yo– mucho problema. Hasta que un día mi padre preguntó:

—Oye, ¿tienes algún problema con nosotros, o qué?
—No, ¿por qué? —pregunté bastante irritado.
—Pues desde hace tiempo no te vemos, no convives con nosotros… —y tratando de quitarle hierro al asunto dijo: —pareciera que no te quieres juntar con nosotros. ¿Te caemos mal?

Recuerdo que contesté tonterías: que si no tenía tiempo entre semana, que si la escuela era muy pesada, que si el entrenamiento muy tarde, que si llegaba cansado y sin ganas de hablar, que lo tenían que entender. El hecho es que, probablemente, las respuestas hicieron el efecto contrario, aclarar que en realidad no había excusa alguna para no compartir con la familia,  simplemente, no me interesaba. Estaba metido en entrenar y punto.

Llegó el selectivo y di los tiempos mínimos. Era la primera vez que iba a un campeonato nacional, cosa importantísima para mí. Yo estaba contento, lo había logrado. Al mismo tiempo que el selectivo fue el fin de las clases. Y por temas de mala suerte o del karma, también se terminó la paciencia de mi padre.

En casa tocaban los arreglos aprovechando los tiempos de vacaciones en la escuela. Mi padre había decidido pintar la casa, y claro está, necesitaba ayuda. Se decidió a hacerlo el fin de semana intermedio entre el selectivo y el nacional. Y yo contesté que no.

—No me voy a poner ahora a pintar cuando me toca descansar. Mira que vengo de entrenar, estoy cansado y en una semana me voy.
—¿Cómo que te vas?, ¿a quien les has pedido permiso?
—¿Cómo que permiso?, si ya hice lo más difícil que fue dar los tiempos del corte. ¡Es un nacional!, ¿cómo que no voy ir?
Después de unos largos, infinitos, eternos segundos sentenció: —Pues no vas.

Mi padre no se quedó a escuchar lo que yo contesté. Tampoco recuerdo exactamente las palabras pero fueron algo así como «¿cómo carajos no voy a ir a la competencia?»

Al final no competí, no me dejaron ir. Cuando mi coach me preguntó por qué no me dejaban le dije la verdad: no quise pintar una pared. Recuerdo como por segunda vez, y coincidiendo en las mismas fechas del año anterior, volvía a descargar una mirada de incredulidad que aun me persigue en mis pesadillas. «¿Por no pintar una pared?», razonó. Luego me tachó de la lista. Yo seguía sin entender la situación. Pensaba que por arte de magia, y no porque yo lo tuviera que arreglar, acabaría yéndome al nacional. Pasaron los días de la semana, mis compañeros se iban el viernes y yo seguía sin dirigir la palabra a mi padre. Hasta que el jueves en la noche me llamó. «Por fin todo se arregla», pensé.

—Nosotros nos vamos mañana [de vacaciones] a Hautulco. Vendrá tu tía a quedarse contigo. No le des guerra
—¿Cómo a quedarse?, mañana se va el equipo al nacional…
—Tú no puedes ir. Estás castigado.
—¡Ah!, ¿y tampoco me voy de vacaciones con ustedes?
—No. No te quieres juntar con nosotros, pues nada… te quedas en casa. No puedes salir a ningún lado. Como ya no tienes escuela ni entrenamiento, te quedas en casa.

La noche fue eterna. No recuerdo si lloraba de dolor o de rabia. Y tomé una decisión: o me quedaba sin viaje alguno o me escapaba. Ya lo dije antes, a los quince años con tus amigos y los gastos pagados (que yo ya no tenía pero que me atribuía) la respuesta era clara. Decidí escaparme. El viernes fui a despedir a mis compañeros cuando tomaban el autobús para irse a Acapulco, uno de los lugares de playa más cercanos a la Ciudad de México. «A la playa. Se van a la playa, ¿cómo carajos no voy a ir a la competencia?», pensaba. Me acerque a mi coach y le dije que iría. Solo rió. Yo no sabía que ya no era posible, no estaba contemplado en los gastos. Regresé a casa donde también estaban a punto de salir. Mi padre me llamó y preguntó: «¿Tienes algo que decirme?» No comprendí que me tendía la mano hacia una salida honrosa. Bastaba decir que la había cagado. «¿Qué quieres que te diga?», contesté. Él llamó al resto de la familia, se subieron al coche y, mientras arrancaba el motor, alguno de mis hermanos todavía preguntó: «¿No va a venir?» Solo contestó un rugido del motor. Se fueron.

Mi tía me dijo que me preparara la cena, y me comentó al día siguiente  se iba temprano a trabajar. Trabajaba en fines de semana también.

Me desperté el sábado solo en casa. Guardé el traje de baño, las gafas de nadar y la toalla. Tomé el dinero que tenía para el gasto de la semana y me fui a la central de autobuses. Antes dejé una nota en una servilleta a mi tía: «Me voy a Acapulco. Regreso en una semana.»

Subí al primer autobús con destino a Acapulco. Luego un taxi, y llegué al hotel de concentración. Conté lo que había hecho a uno de mis amigos que se rió y me dio una palmada en la espalda mientras decía: «Estás bien loco, encima ni vas a competir.»

Fui ver las competencias y me sentí bastante mal. Comprendí lo que era perder las cosas por orgullo y por obcecación: bastaba pintar una pared, o decir que lo sentía, o intentar negociar. Pero no, me planté en mi orgullo.

Regresamos de las competencias y nos preparamos para cenar y para la noche. Una noche de fin de semana en una zona de playa, discotecas, amigos… quería olvidarme un poco de mi situación. La cena era en la última planta del hotel, y como yo no estaba en la lista de nadadores, me colé. Me senté con mis amigos, y mientras hablábamos de como habían ido las cosas y de como me había escapado de casa, levanté la cabeza y vi a lo lejos, una silueta bastante conocida: mi madre. Tres horas después aprendí que Acapulco está camino de Huatulco, y que si hay lugares con nombres próximos, lo más probable es que físicamente también lo estén. Allí estaba mi madre, en el umbral de la puerta mirando, buscando. Sentí un chute de adrenalina. Me levanté escopetado y, sin saber como, di la vuelta por afuera del restaurante y llegué antes de que mi madre diera un solo paso. Cuando se disponía a dar el primero la tiré de la camisa. Se volteó y con los ojos llenos de fuego y respiración contenida me dijo:

—Buscas tus cosas y te vienes. Te espero en el lobby. Y rápido sino quieres una escena.

Busqué a mis amigos para pedirles las llaves del cuarto donde estaban mis cosas. Solo dije que no volvería, que mi familia estaba en Acapulco y me fui. Subí al auto hasta un hotel horroroso en un barrio horroroso. Era un hotel casi sin ventanas y sin pintura en las paredes, con un ventilador de un ruido excesivo. Un edificio gris, con lo mínimo necesario para ser una cueva, no más. El calor era pegajoso. La televisión no funcionaba bien y mis hermanos estaban callados, funestamente callados. Me sentía como si llegara a un barrio de  mala muerte con una sentencia sobre mí cabeza, casi secuestrado.

Mandaron a mis hermanos a otro cuarto, y mi padre –supongo que por educarme, por autoridad y por rabia– me dio un montón de cachetadas. Me dijo un número –que no recuerdo–, las contó una por una. Recuerdo que en las últimas le costaba levantar la mano, y le ardía la palma, se sobaba. Mi madre observaba auditando la escena y confirmando que no se contara mal. Me dijeron que iría con ellos pero que no disfrutaría del viaje: cargaría las maletas, haría los mandados, compraría las cosas,… No tenía ni voz ni voto. Antes de mandarme a dormir mi padre me dijo:

—Si querías venir al viaje bastaba que pidieras disculpas.
—No quería venir al viaje, quería ir a la competencia
—¡Ah! —dijo sorprendido.
Me mandó a dormir y, mientras atravesaba la puerta del cuarto tocándome las mejillas doloridas, dijo:
—Tomaste una decisión y debes afrontar las consecuencias. Pero hiciste bien, más vale pedir perdón que pedir permiso.

Ese verano no tuve nada de lo que yo quería. La obcecación debía ser en unas cosas, lograr un lugar en el campeonato nacional, y no en otras. Reflexioné y me di cuenta que, si bien es cierto que entrenaba mucho, no competía bien. Me faltaba la tensión necesaria para conseguir los tiempos necesarios y ganar, que en mi caso, el triunfo era participar. Regresé de las vacaciones para una nueva temporada con la vista en otro año de entrenamientos y completamente bronceado. Y mientras mis amigos se reían: «Vaya castigo, irte de vacaciones», yo me repetía una y otra vez «¿cómo carajos no voy a ir a la competencia?»~