El elogio de la disculpa
Errar es humano. Con actos y palabras todos hemos metido la pata. En nuestra naturaleza reside el potencial para cometer pequeños deslices o estupideces monumentales. Quien se salve de dicho destino es un ente que no pertenece a nuestra especie. Entre las personas o las naciones, el agravio se prolonga mientras no llega la disculpa.
Hoy Japón y China viven una de las mayores crisis diplomáticas en más de medio siglo. El motivo de la tensión política es que los japoneses no han sabido asumir sus culpas históricas frente a las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial. Los libros de texto que leen los niños nipones presentan matanzas colectivas, ocurridas en China, como simples “incidentes” de la historia.
-“Primer ministro, ¿no tiene usted una disculpa pendiente con el pueblo británico?”, fue la primera pregunta que disparó el periodista estrella de la BBC a Tony Blair en una entrevista reciente. El jefe de gobierno británico se negó a ofrecer un mea culpa por la guerra en Medio Oriente y la exigencia de una muestra de arrepentimiento ha manchado su imagen. George Bush jamás se disculpará por la invasión a Iraq, pero en un inusitado momento de autorreflexión el presidente de EUA se mostró avergonzado por los desplantes de testosterona en sus discursos: “Cuando afirmé que encontraríamos a nuestros enemigos ‘vivos o muertos’, mi esposa me regañó al llegar a casa. Esa frase fue un error”.
En los sistemas autoritarios, las faltas del tirano son disimuladas con mentiras y propaganda. Los dictadores no se equivocan, las catástrofes económicas o las crisis políticas siempre ocurren por causas ajenas a su responsabilidad. Los enemigos externos o las injusticias de la historia sirven para justificar las adversidades del destino. Las explicaciones y las disculpas son ajenas a la “perfección” autoritaria.
En una democracia, los gobernantes deben resignarse a que sus traspiés sean motivo de discusión pública. Cuando Fidel Castro se resbaló con un escalón, la televisión cubana suspendió sus transmisiones; cuando Vicente Fox se cayó en el palco de Bellas Artes la foto apareció en primera plana. Moraleja: la democracia es una forma de gobierno donde los gobernantes se tropiezan ante nuestros ojos.
A pesar de que sus errores son de conocimiento público, hay gobernantes que se niegan a reconocer sus faltas. La arrogancia del poder también germina en los jardines de la democracia. Durante los últimos once meses la política mexicana fue un prolongado desfile de torpezas. ¿Por qué les costó tanto tiempo admitir el error colosal del desafuero? ¿En Los Pinos se asumía que reconocer su equívoco era un acto de debilidad?
Si el camino de frente se enfila directo al precipicio, el costo de meter reversa nunca será demasiado alto. Esta semana el presidente Vicente Fox tomó la decisión más valiente de su sexenio. El cambio en la oficina del procurador fue un afortunado golpe de timón. No hubo una disculpa explícita, pero la renovación en el gabinete fue un reconocimiento tácito al fracaso del desafuero. Al aceptar su error el Presidente salió fortalecido.
AMLO fue el ganador contundente de la disputa. Sin embargo, en el último año el jefe de Gobierno también cometió excesos que ameritan una rectificación. El viernes pasado una conocida personalidad de la televisión mexicana falleció por un paro cardiaco ante la inminente posibilidad de un asalto. Literalmente, Mariana Levy murió de miedo. Ese pavor es un sentimiento compartido por todos los que viven en la Ciudad de México. Si López Obrador es el próximo presidente de México, tendrá que gobernar tanto a los asistentes a la marcha del silencio como a los otros cientos de miles de ciudadanos que salieron a la calle para protestar contra la criminalidad. Unos reclamaron el derecho de votar a su candidato, otros exigieron el derecho a vivir en paz. Ambas multitudes merecen respeto.
Ante el embate de sus enemigos políticos, AMLO asumió que cualquier crítica hacia su persona o su gobierno era un tentáculo del complot. El alcalde del DF vio en la marcha contra la impunidad una “mano negra”. Vio mal, era rabia, coraje y esperanza, pero no había de por medio una conspiración política. El desdén de AMLO por la marcha fue un doloroso agravio contra todas las víctimas de la delincuencia. En medio de la euforia por su reciente victoria política haría bien en admitir su ofensa. Reconocer un error no es sólo un ejercicio de humildad, sino también una demostración de inteligencia. Aquel que no admite sus faltas está condenado a repetirlas.
En sus denuncias de complot, AMLO sumó al Poder Judicial a la lista de los conspiradores. Cuando el juez devolvió el expediente del desafuero a la PGR, la acusación contra López Obrador cayó por tierra. Si las elecciones fueran hoy AMLO sería presidente de la República y gobernaría con los mismos tribunales a los que atacó y después le dieron la razón. El desenlace de los hechos convirtió las acusaciones del tabasqueño en injurias. Sería una demostración de alta política reconocer la ejemplar independencia del Poder Judicial en estas semanas de incertidumbre. El estadista norteamericano Alexander Hamilton dijo: “Si los hombres fuesen ángeles, el gobierno no sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres no sería necesario controlar el poder del gobierno…” y tampoco habría que exigir disculpas.~
Agradecemos al autor el permiso para reproducir este artículo, publicado en el diario Reforma el 1o Mayo del 2005.
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