Una revelación angelical

Un cuento de Itzia Pintado

 

ÉL, HOMBRE SIN expediente, aspirante a seductor, en medio de un pasillo de mochilas de felpa, tela y lona, nota, casi de reojo, el pedazo donde resalta la tela de carne viva.

No parece darle importancia hasta que el vagón se mueve y su mirada aterriza sobre una joven espalda sembrada para el cumplimiento de su destino. Al verla trata de respirar algo más que sudor, pero en el metro sólo queda su propio jadeo: justo en su ángulo, directo a sus ojos, en el marco de una camisita de tirantes le ofrezco un fragmento del paraíso.

Es un regalo, musita involuntariamente, y compruebo que no me he equivocado. Es él, el indicado para hacer este trabajo necesariamente incómodo.

El hombre sin expediente, aspirante a seductor, afina la mira, y ahora es un cazador. Camina zigzagueando por entre el vaivén del tren subterráneo. Su acercamiento es cuidadoso. A cada parpadeo la distancia se acorta en un zoom in constante, erecto, seguro hacia el cercanísimo primer plano. Todo el derredor: ciego.

Ha llegado. Lo deleita intuir el cabello alzado, la blanca y cálida nuca, celestial. En el cuello no hay ataduras ni rastros de sol. Ni la marca de una cadena. Hay un desierto de poros a la espera de su mirada, la cual pasea por la línea de vellos suaves, contoneándose como juncos al vaivén del viento. Él sopla, la tela viva responde, se crispa, sensual, hacia la dirección de su vaho. La portadora gira el rostro levemente, parpadea, él apenas logra captar su perfil. Al fin nota que no es fea, muy al contrario.

Ella vuelve a su posición original, la espalda queda otra vez libre a su mirada. Sus ojos se deslizan por la columna, calando vértebra por vértebra, hasta llegar al montículo, levísimo, blanco, levemente brillante. Ese pequeño punto que, a distancia imperceptible, brilla como un diamante.

Otro regalo, piensa. En su interior el jadeo se acelera; ya es un pálpito difícil de controlar. Sabe que el montículo tiene la consistencia exacta, el color requerido y, por la presión con que se esconde, seguramente la propulsión correcta. En su cúspide, por si fuera poco, hay un punto minúsculo y negro que termina por coronar la perfección del absceso.

Al fin entiende que éste es el imán que lo ha llevado, jadeante, hasta ella. Es en realidad su propio abismo. Desde niño tiene tendencias hacia el universo exantemático: sarampiones gozosos, eritemas nerviosos, escarlatina, acné ocasional. Pero nunca ha visto algo así. Lo sé porque fue seleccionado entre millones. Su pudorosa inocencia, siempre atormentada, lo trajo hasta aquí.

Es ideal. Concluye.

Ciego, llevado por el impulso, se ve a sí mismo en un salto en reversa: avanza por el pasillo, llega a ella, la arrastra contra la ventana que une a ese vagón con el siguiente, le alza las manos contra el vidrio, la voltea de espaldas y embiste al volcán jugoso de placeres, gimiendo él, gimiendo ella, el vagón extasiado.

Parpadea.

Sigue ahí, a distancia prudente. La puerta del vagón se abre, los pasajeros salen. Ella se aleja, pero al momento entra una nueva ola de desconocidos y ella se acomoda acercándose aún más a él. Sabiéndose protegida, se toma del barandal con ambas manos, la espalda se abre.

Ella toda es un regalo. Suda, no lo puede evitar. El montículo ha quedado frente a él. Sus dedos empiezan a tener movimientos involuntarios, la mano entera se acerca lentamente hacia ese lugar donde posiblemente embone, precisa, la pinza entre el pulgar y el índice que están a punto de hacer contacto. Si lograra detonarlo, sería suculento. Podría besarlo, morderlo, beber de él, alimentar a toda esa ciudad de perversiones que es él mismo, si lograra estallar podría/

pero no lo hace.

Está detenido a la mitad del camino. La mirada lodosa de un jugador de fútbol, vestido en traje blanqui-rojizo, lo juzga fieramente. Tiene el balón sostenido en la cadera y por un momento el balón parece un arma dispuesta a todo.

Su mano, inhibida, baja.

El vagón llega a su parada. El testigo futbolista desciende, ella también se mueve.

Se está yendo.

Se está yendo y él debe ir tras ella.

Salen del vagón. Caminan a corta distancia por el pasillo hacia el transbordo. Llegan. Discreto, él se acerca, aventura el dedo índice y está a punto de acariciarlo cuando ella se detiene. El índice queda inmovilizado, justo frente a la cima. Él apenas lo roza, comprueba que es gelatinoso y suspira. Ella voltea y el contacto se acaba. Los ojos enormes, color cielo, lo miran indagando. Apenado, fija su mirada en ella, lo ha descubierto a él, que se ve a sí mismo como un pervertido.

Unas…

Buenas tardes

Amables, en un tono dulce, se acompasan. Son la melodía de un perdón anticipado. Sorprendido, sin saber qué hacer ni qué decir, apenas responde a un tímido

 Buenas…

Qué calor ¿verdad?

Sssssí.

Un nuevo tren de una nueva ruta llega al pasillo. El vagón abre sus puertas, ella entra, él la sigue. Un nuevo mar de gente los apretuja, uno contra el otro. Discreta, ella le da la espalda. Embona, casi uniéndose en perfección, a su pecho.

El cabello de ella huele a coco, la piel a almendras. Ronroneando en silencio, él se acerca aún más; necesita definir el aroma del cráter. Es una mezcla de chocolate amargo con salvia, galleta de nuez de la india en mantequilla de cabra. Es un regalo hecho solamente para él. Porque solamente él sabe apreciar el placer de esas montañas que se forman en los pliegues de la piel,

Fogatas repletas de secretos

Y por esa razón es el elegido. Nadie más que él completaría esa misión sin preguntas ni explicaciones. Ella siente su mirada. La cimbra. Da una señal de concordia: sonríe con velada coquetería. Más que suficiente para que él, hombre simple, seductor inconsciente, pervertido infinito, acerque sus labios al oído de ella y susurre.

Tengo algo que decir.

Dígalo. 

Es algo…

La voz de un conductor gangoso da el aviso de llegada a una parada donde nadie baja.

Dígalo ya

 Es…

Antes de que la puerta del vagón se cierre, un vendedor de MP3 y su enorme bocina evitan escuchar la sabida propuesta. Los ojos de ella parpadean sorprendidos; él no me creyó cuando le dije que lo único que tendría que hacer era subirse al metro.

Ahora mírenlos:

Los labios de él concretan, palabra tras palabra, lo que parece ser un poema o una canción de cuna, arrullándola; ella se mece, seducida, reconociéndolo con la misma sorpresa con que reconocemos al destino. Él, al fin confirma que lo que dije era verdad.

…Entonces

 Las miradas se encuentran.

¿Aquí mismo?

Él sonríe.

Calor.

El vagón del metro suda, las manos de una ciudad llena de perversiones suben hacia la espalda de ella. Se colocan en posición; él, presa de todos los delirios, está a punto de exprimir ese montículo.

A punto.

El vagón llega a puerto. Las manos, ansiosas, pierden el objetivo. Se mueven a causa de un típico enfrenón que descoloca el momento perfecto. Odio a la humanidad, siempre llena de errores.

Las puertas se abren, una multitud entra. Ya no hay posibilidad de movimiento.

Desesperado, murmulla.

Vámonos de aquí. La abraza, ya es suya, la lleva, la dirige, apretujándose ambos, entre esa multitud que no entendería nada. ¿Para qué explicar?, si ese vínculo íntimo únicamente puede ser comprendido entre dos. Dos que se encuentran para llevar a cabo la comunión secreta de un placer compartido y de paso la verdadera misión de su trascendental encuentro.

La puerta del vagón se abre. Salen, respiran. Las manos se unen en un enganche seguro, cómodo. Llegan hasta una esquina, ella se gira, lista para sentir el embiste, dispuesta, dispuesta a conceder. Él siente la ansiedad, tiene que consumarla, y está a punto,

A punto

Cuando el golpe de una macana contra la puerta de metal, los hace girar.

 Joder, ¡ahora qué carajos!

Ahí está la ley, mirándolos. Siempre a destiempo, tan imperfecta y entrometida.

Ahora es ella quien vuelve a tomarlo de la mano, lo saca de ahí pasando entre la gente que se junta en filas para entrar, para salir, para moverse, para huir lo antes posible, al igual que ellos.

Salen. Todo ha resultado conforme al plan.

La ciudad arde. Dos perros jetones babean la acera. En llamas, la realidad avanza a una velocidad menor. Él la sigue, ella dirige:

Lo lleva por entre avenidas llenas de puestos, lo pierde por entre callejones, abre la puerta de lo que antes, en la colonia, fuera una caballeriza, y antes, un pesebre.

Cruzan un patio empedrado donde un hilo de agua, a cuenta gotas, llena una pileta.

Suben por unas escaleras desniveladas, cortas y rotas que dan hasta la azotea.

Han llegado.

Ella lo toma de ambas manos. Él también sonríe excitado. Ella lo hace avanzar hasta ese catre que la espera, ahí, a cielo abierto.

Ella se tiende boca abajo, él la mira. Por un momento intuye su verdadera identidad: sí, amigo, ella es un ángel. Una mujer ángel, una criatura celeste. Ella sonríe confirmándolo y gira la espalda dispuesta a su transformación.

 Ante la revelación angelical, las manos del hombre sin expediente, aspirante a seductor, nerviosas se encaminan hacia el centro del volcán de piel. Los dedos fuertes bordean la circunferencia. Hacen un acento perfecto en el centro de la espalda, lo amasan desde sus pliegues, lo contienen y juegan hasta que, al fin, firmes, lo exprimen sin piedad.

Exacto. Había que hacerlo con amor, había que hacerlo con certeza.

Del punto negro salta una lanza que estalla en el cielo como un cohete de fiesta: es el tapón angelical, el tibio botón de la transformación, que una vez accionado tiende a desaparecer en una parvada de palomas blancas que llegan tarde.

Deja un agujero lo suficientemente amplio. En el interior, el sebo de chocolate blanco y certeza, de mantequilla piel y nuez de todos los tiempos forman un ala, forman dos.

Ahora el hombre entiende la velada consistencia de las plumas del cielo.

Plácida, la criatura genera su verdadera esencia. Volátil, se desprende del catre, lista para venir a mí. Ella, venus angelical, lo besa en el aire. Vuela lejos dejándolo al borde de una ciudad infernal, que nada entiende de su salvación. Una ciudad donde los ángeles deben volver a nacer para salvarla.

Aunque surjan de inocentes perversiones.­~