Los días grises

Un cuento de Eva Astorga

 

VOY CAMINANDO HACIA el trabajo y veo el cielo lleno de pesadas nubes grises. Va a llover. Me caga la lluvia. Sobre todo hoy, que no traje paraguas. El verano es un fastidio, llueve todo el tiempo. Nunca aparece el sol que tanto nos anuncian las películas y los comerciales de tele. Los últimos días han sido difíciles. Y no, no es por eso, sino que los aguaceros complican la vida diaria. Aprieto el paso, enciendo un cigarro, a ver si me calma. También me caga la gente que me llama casualmente en estas fechas para saber si estoy bien; no tolero sus voces condescendientes. Hace años sí me afectaba el aniversario. Hace ocho años, hace seis. Pero ahora ya puedo decirlo sin problema: “Soy Ana, trabajo como cuidadora en una clínica psiquiátrica y fui violada”. No es la gran cosa. No me molesta. Lo que me caga es esta puta lluvia que ya empezó a caer. Voy pisando los charcos. Otra vez llegaré con los pies mojados al trabajo.

Espero en la reja de la entrada y estoy escurriendo. Por fin me abren.Edith, mi jefa. “Ay, Anita. Mira nada más, estás empapada”–como si no me hubiera dado cuenta–. Fuerzo una sonrisa, dejo caer la colilla de cigarro en un charco y camino en silencio junto a ella, que lleva un paraguas. En la clínica hace mucho frío; al entrar se me pone la carne de gallina. Edith nota que me froto los brazos. Trae una toalla y un uniforme seco. Zapatos no hay. Tendré que estar toda la noche descalza.

—¿Qué hay? —pegunto, al tiempo que doy un sorbo al té que ella me ofreció.

—No mucho. Clara regresó. Depresión otra vez. Y también hay una chica a la que violaron hace dos días. No quiere hablar con nadie. ¿Cuál prefieres?

—La chica nueva —digo sin dudar. No quiero que adivine lo que me pasó. No quiero que me tenga lástima.

Trato de convencerme de que no es importante, que lo mismo das tú o cualquier otra; pero bebo de prisa las últimas gotas de té y comienzo a envolver mi cabello en la toalla. Edith está dándome instrucciones, yo la escucho sin poner atención. Ahora, pese a mi ensayada indiferencia, sólo puedo pensar en ti. Imagino tu angustia, tus ojos hinchados de tanto llorar, tus manos temblorosas. Asiento con la cabeza a todo lo que ella dice, mientras me pregunto cómo serás.

Avanzo por el largo corredor, lleno de luces perezosas, que iluminan apenas lo suficiente para que uno no tropiece al caminar por ahí. Ya te presiento. Tengo que controlar mis piernas para que no corran hacia ti. Unos sollozos acompañan mi camino. Vienen del cuarto de Clara; sin embargo, tu silencio me llama con más fuerza. Creo que puedo adivinar cada una de las palabras que estás evitando decir. Ella es una hojita pendiendo de una rama seca, temblando con el viento, no tiene salvación; pero tú…si tan sólo te hablo…si te explico…sé que puedes superarlo, que puedes ser tú otra vez, que puedes ser como yo.

Llego a tu puerta, mis oídos quedan sordos al llanto de Clara, y lo único que escucho es el martilleo en mi pecho. Entro a la habitación a oscuras y distingo un bulto en la cama, que al escucharme se encoge, como para protegerse.

—¿Estás bien?— te pregunto.

—No.

 Me acerco despacio a ti. Paso los dedos por lo que parece ser tu espalda y te pregunto si necesitas algo. Como única respuesta te escapas de mi mano. Entiendo. No quieres saber de nadie, ni escuchar los consejos de toda la gente que no sabe cómo te sientes. Ya tendrás tiempo de entender nuestra semejanza. Me acomodo en el sillón y te vigilo en silencio. Aprovecho para quitarme el turbante que formé con la toalla. Mi cabello sigue húmedo y me hace temblar. Saco del bolsillo un broche color plata que resplandece levemente. Fue un regalo de mi madre; hoy hace un año que me lo dio. “Un premio de consolación”, pienso con ironía. La gente nunca me ha dejado olvidar que soy una víctima. No quiero que te pase lo mismo. Recojo mi oscura cabellera, aún mojada, en un chongo.

Te miro revolverte en la cama quién sabe cuánto tiempo. Me siento cansada. Lo único que me mantiene despierta es el maldito frío. Mis pies están helados. Inútilmente he estado sentada sobre ellos, con el propósito de calentarlos. Termino por extender las piernas al frente y descansar los pies en tu colchón. No busco una cobija porque no quiero dejarte sola. No temo que te escapes o te lastimes, es más como una necesidad de acompañarte, de respetar tu derecho a sentirte miserable, pero sin estar abandonada. Despego los ojos de ti unmomento, descanso la vista. Entonces escucho un ruido y te veo reptando sobre la cama, vienes hacia mí, lentamente. Ahora estás en cuatro puntos frente a mí. La cobija cuelga desde tu cabeza y puedo ver tu largo cabello negro. Me cubres los pies. En la oscuridad alcanzo a distinguir el brillo de tus ojos, creo que me sonríes. Regresas a gatas a la cabecera de la cama.

Entre la tormenta, de vez en cuando se oyen los sollozos de Clara. Ahora estás acurrucada. Tu figura se ve pequeñita rodeada por las altas paredes grises. Pero aquí estás a salvo, lejos de esa puta lluvia que no para. Los truenos y las ramas que golpean las ventanas no te dejan dormir. Esta es la peor época del año. Me pone mal, nos pone mal. Lo sé porque veo tu cuerpo estremecerse con cada estruendo.El movimiento es casi imperceptible, pero yo sé que el ruido te perturba. Te imagino apretando los ojos bajo la cobija, asustada. De pronto estiras un pie y tocas el mío. Ambos siguen fríos, la manta no los calienta del todo. Nuestros dedos ahora están jugando, y yo te digo con la piel que todo va a mejorar, que sola hallarás el modo de curarte. Tú me dices que no sé de lo que hablo, yo digo que sí. Se abre la puerta de súbito:

—Ana, ¿cómo va todo? Creí que…

—¿Qué? —respondo con molestia.

—Nada, olvídalo. ¿Todo bien?

 Asiento y se va. Retiras tu pie del mío. La estúpida de Edith interrumpió nuestra intimidad. Tú vuelves a abstraerte. Yo me pongo a pensar en los viejos tiempos, cuando me escondía también bajo las sábanas. Creo que te pareces mucho a mí.

Voy quedándome dormida, a pesar del escándalo de la lluvia. Tengo un sueño intranquilo. Me sueño, te sueño, luego un hombre vestido de negro nos atrapa en un callejón. El cielo retumba. Despierto dando un salto. Te busco en la cama y no estás. Me asusto al encontrarte de pie frente a la ventana, mirando hacia el jardín.

—¿Estás bien? —te pregunto.

—¿Estás bien? —contestas.

No respondo nada. Para romper la tensión te digo que si quieres recogerte el cabello. Retiro de mi pelo el regalo de mamá. Lo extiendo hacia ti. Tu mano sale de la oscuridad para tomarlo. Las yemas de tus dedos, ásperas, están tan frías como tus pies y los míos. Una gota helada recorre mis vértebras. Me das la espalda y sigues mirando hacia afuera. Ahora tienes ganas de hablar y te anticipas a mis confesiones, como si mi mente estuviera expuesta:

—Tú sabes cómo duele, ¿no?

—Sí —contesto.— Pero va a pasar. Todo pasa. Esto no tiene por qué marcarte.

—Pero sí lo hace… Péiname —te sientas en el borde de la cama y yo me paro detrás de ti.

 —Yo era como tú —digo mientras acaricio tu cabello negro—, pero ahora estoy bien.

 —¿Ya no te duele?

 —No….Bueno, a veces sí, un poco.

 —¿Te está doliendo hoy?

—Los días como éstos… son difíciles. La lluvia…

 —Lo recuerdas. Nunca podrás olvidarlo. Es lo que me mata. Saber que no volveré a ser la misma. Ya no estoy entera, tengo fisuras. La cosa más mínima puede desmoronarme.

—No te duelen los golpes, los rasguños, tanto como haber perdido lo que eras. Volverte una víctima, causar lástima…

—Estoy viviendo una vida que no me tocaba. Es como…

—Vivir de prestado.

—Sí. ¿Y tiene caso una existencia así?

—No — y te doy un beso en la cabeza.

Muerdo mis labios, que están sobre tu coronilla, para no llorar. Alargas las manos, con una me acaricias el cabello y con la otra medevuelves el broche. “Hazlo tú”, susurras. Es más afilado de lo que pensé, te abre las venas sin dificultad. Un líquido brillante escurre por tu brazo. Pronto mis muñecas comienzan a sangrar también. Te estrecho por detrás, envolviéndote con mi larga cabellera negra. Nos acurrucamos bajo las cobijas y siento cómo tus latidos y los míos se acompasan, cómo van apagándose. La lluvia y los lejanos sollozos musicalizan la escena. Ya casi amanece.

 Otra vez la imprudencia. Mi jefa abre la puerta inesperadamente. Nos despoja de nuestra crisálida de lana, que para este momento, está teñida de rojo casi por completo:

—¡Dios mío, Ana! ¡¿Qué te hiciste, qué le hiciste?!

Noto con pesadumbre que aún puedo levantar los párpados. Los primeros rayos de sol entran por la ventana y contemplo el cabello corto y rojizo de Clara. ¿Tú dónde estás?~