El amante cibernético
Un texto de Juan Cristóbal Espinosa Hutler
I
ESTABA TIBIA COMO el pan horneado, echaba el humo en forma de rosquillas y miraba el techo. Tenía la cabeza apoyada en mi hombro, yo le acariciaba la espesa cabellera de color marrón. Estaba pensando en las emociones que nos había traído nuestra unión. Para ella esto representaba una liberación y un gran escape hacia la vida normal. En su lujosa casa estaba rodeada de intelectuales, todos muy petulantes; todos engreídos poetas y escritores fracasados que visitaban a Clement. Él era su marido y le gustaba que oyeran sus historias y que conversaran sobre la creación literaria, la originalidad y la inspiración. Muchos de los visitantes se interesaban más por Constanza que por el escritor. Incluso uno de ellos ya le había puesto los cuernos, pero sólo una vez y sin dejar muy claro que había mascullado su honor. No fue tan valiente para enfrentar los ataques directos que le lanzaba Clement en sus párrafos llenos de hojas afiladas. La metáfora lo hubiera matado si no se hubiera acobardado tanto y hubiera pactado con una obra de teatro dedicada a su amigo. Eduard decidió aliarse, someterse a las exigencias de su vencedor y le dedicó una pieza. La diosa del éxito, caprichosa y convenenciera, prostituta interesada, como le llamaban ellos, le sonrió al par de egocentristas. La obra se presentó en el mejor teatro de la ciudad y fue un verdadero éxito. Las ventas de los cuentos y novelas de Clement aumentaron y con ello su atención por Constanza bajó a grados alarmantes. Ella sabía que si quería encontrar distracción, amor o placer debía buscarlo fuera de los límites de las propiedades de su cónyuge. Lo malo es que tenía una larga extensión de tierras y era difícil alejarse o ir a la ciudad por un período largo.
La fortuna quiso que la extinción de los faisanes y la reforestación me llevaran con urgencia a los terrenos de Clement y me sacaran de las minas donde laboraba como técnico. Me hicieron la propuesta, me presenté en casa del terrateniente y se me asignó una cabaña en el bosque. Supe que Constanza había sufrido una depresión, que su hermana se la había llevado a la ciudad para que la viera un doctor. La aburrida existencia, las decepciones con las personas de su círculo le estaban desecando el cuerpo. La vida se le iba saliendo como exudado en pequeñas nubes de vapor que dejaba en la habitación de su marido o en los jardines y en las largas horas de espera y soledad. No había una semilla pródiga que pudiera germinar en el árido campo de su existencia, algo que le despertara el deseo de vivir. Los hombres la habían decepcionado con sus ideas falsas y mentiras piadosas. “La mujer tiene tanto derecho al placer físico como los hombres”—se decía a menudo Constanza—, pero mientras los machos luchaban con sus dudas interiores, la mujer deseaba realizarse en el amor, era por lo que había disonancia, una arritmia de la unión carnal, en su triste hábitat. Si no nos hubiéramos encontrado, jamás habríamos sabido que la armonía de ritmos, tonos y compases existe. Los tuvimos, pero no desde el principio, sino a lo largo de nuestros encuentros.
Cuando nos vimos por primera vez éramos dos piezas de mármol en bruto, había mucho que cincelar para llegar a descubrir la forma. El primer golpe de mazo fue nuestro encuentro en la cabaña. Estaba limpiando las jaulas de los faisanes y las gallinas, mi mente estaba ocupada mientras mis manos trabajaban de forma automática. Estaba haciendo un recuento de mi vida: la vida militar en la India, mi trabajo en las minas de cobre, mis fracasos amorosos, las ilusiones perdidas y esa plasta de cochambre que me había cubierto durante los últimos años y que me empezaba a dificultar el movimiento. De pronto, ella ocupó todo mi campo visual. Me saludó y me preguntó si me incomodaba. “En absoluto”—le respondí sintiendo un aroma olvidado. Le ofrecí tomar un poco de té. Ella aceptó, así que terminé de limpiar las jaulas, puse la tetera y saqué lo poco que tenía de pan y mermelada. Cuando me acerqué a ella sentí ese aroma de mediados de la primavera, por influencia del cual los machos empiezan a seducir a las hembras, nos miramos siguiendo un rito de hace miles de años. No hablamos, pero mi respiración y la suya se unieron, nos llenaron el pecho de una fuerza magnética que nos arrolló. Le dije que se echara en una manta, ella obedeció dócilmente sin despegar sus ojos de los míos. La abracé y nos quedamos adheridos, temblando de añoranza, descubriendo nuestro calor. Parecía que el abrazo era más importante que cualquier palpitación y cuando llegó la explosión fue mutua, ardiente y breve. La sorpresa nos silenció y animó el florecimiento de una sonrisa en nuestros rostros. Constanza se fue sin decir nada. Era inútil hablar.
Volvió unos días después. Estaba cambiada, llevaba su misma ropa de paseo, pero su mirada era más alegre. Me comentó que se aburría en la casa de su marido, que ya no le interesaban los poetas y que empezaba a sentir la falsedad de la metáfora y el ruido en la métrica. El poder, el lujo y la prepotencia, así como la nueva filosofía industrial de su esposo era para ella un hierro frío que le atravesaba el pecho. Así comenzamos a descubrir nuestras sensaciones íntimas. Entre más tiempo pasábamos juntos, más descubríamos las deficiencias que nos obstruían nuestra realización. Es verdad que al principio me conduje como un animal, pero era un semental manso, no lograba contener mi potencia porque no sabía qué era lo que nos hacía falta. Ella estaba resentida y a mi me habían faltado mujeres muchos años. Teníamos una diferencia de edad considerable, pero presentíamos que eso no sería una barrera. Constanza ya me había recibido y agasajado con su confianza, a mí me bastaba con acariciarla y sentir su piel templada y blanca, ella intuía que alcanzaríamos el placer juntos. No se equivocó. Nos fuimos haciendo confesiones, le conté todo sobre mis relaciones anteriores, ella me dio su opinión sobre los hombres que había tenido y descubrimos que lo nuestro no era simplemente deseo, sino una forma de amor cimentada en la relación física, pero con una estructura sentimental muy fuerte. Unas semanas después Constanza me confesó que iba a tener un hijo mío y que no se lo había dicho a su marido Clement. Él quería que se fuera de viaje y que se buscara un amante ocasional en Italia para que se quedara embarazada. El pobre hombre, por su incapacidad sexual, le había prometido que convertiría a su hijo en un Lord. Ahora sé que ese Lord sería mi propio hijo y me daría mucho gusto. Tendría un futuro muy bueno y tal vez hasta ayudaría a su hermana, a la cual conocería algún día.
II
Era el quinto viaje que hacía. Su nave llevaba casi doscientos días de trayecto y estaba a punto de aterrizar en Marte. Para pasar el tiempo se había leído las novelas que más le gustaban. La última era sobre una de las historias más escandalosas del siglo XX. La censura de los años treinta la había prohibido por sus pasajes de sexo explícito. Mc Dowell había vivido en el cuerpo del personaje principal, había sentido las caricias de su amante, había experimentado diversas sensaciones relacionadas con la vida de Oliver en la India y en las minas inglesas de cobre y carbón. Había, incluso, sentido las convulsiones del placer sexual al estar con Constanza. Había sido muy interesante y pensó que tal vez en uno de sus próximos viajes elegiría novelas más atrevidas como “La Venus de las pieles” o “Grushenka”, entre otras. Sólo que no estaba satisfecho porque le habían surgido unas preguntas tontas relacionadas con el placer. ¿Sentía lo mismo el antiguo ser humano de carne y hueso y cuál era ahora el concepto del ser y el placer?
Los alientos y redobles de los instrumentos musicales de la película de Kubrick, que había recordado y sonaban en su cabeza como claridad estereofónica, lo acorralaron con ese cuestionamiento del ser, el amor y la felicidad. ¿En qué se había convertido el hombre? ¿Seguía siendo él mismo? Había disfrutado del erotismo de la gran obra de Lawrence y, en cierto sentido había gozado sexualmente, pero su satisfacción había sido una serie de estímulos en el cerebro que no se podían comparar con los de un humano del siglo XX. Sabía que el doctor Royers había demostrado que la satisfacción sexual estimulaba algunas partes del cerebro llamadas ínsula y el núcleo estriado y que al eyacular esas regiones encefálicas se activaban y la persona sentía ese placer al que muchos se hacían adictos cuando el cerebro tenía cuerpo, sin embargo, ahora el cerebro era el todo. Era mantenido en buenas condiciones por sustancias benéficas que lo conservaban fresco y sano, se había ganado la lucha contra la muerte en los primeros doscientos años y el futuro sería todavía mejor. Había cosas que habrían alarmado a un hombre de fines del siglo XX. Cuestiones tan simples como la felicidad que, en ese tiempo, según un gran ideólogo como Eduard Punset, se podía conseguir con tres elementos simples: tener tiempo para lo que realmente te gusta; gozar de una relación emocional estable y; vencer los miedos. Todo eso es absurdo hoy porque un cerebro ya no le tiene miedo a nada, las relaciones son innecesarias y hay muchísimo tiempo para hacer lo que se quiera. La felicidad ahora no depende de un deseo temporal que satisfaga un sueño. La felicidad está fuera de contexto porque un ser vive mucho y pronto vivirá más. La felicidad se puede determinar como esa necesidad de conocimiento infinita, pero ¿es un ser feliz y qué somos ahora? Yo, por ejemplo, soy el encargado de traer cosas de la tierra. Me la paso viajando y conectado a mi equipo. Si deseo caminar e ir por la nave para revisar alguna cosa no tengo más que ensamblarme a un cuerpo robótico y caminar. No necesito dormir porque no tengo unas articulaciones que demanden descanso y recuperación. Las diversiones pueden ser incluso extremas, pues se puede programar la degradación de algún hemisferio y pedir que se rehabilite. Una vez pedí que me estimularan con sustancias alucinógenas y la experiencia fue increíble.
Antes teníamos la necesidad de reproducirnos, el cuerpo nos torturaba con la testosterona y la gente tenía problemas para satisfacerse porque había muchas reglas morales, éticas y económicas que formaban un insalvable muro para el individuo común. En nuestra época eso ni siquiera tiene significado. Cuestiones como la existencia de Dios o de un poder supremo es incoherente. El derecho y la sociología son útiles, pero en casos excepcionales. El cerebro y la humanidad se han reducido a un depósito de veintisiete decímetros cúbicos, pero gobernamos el universo. Podríamos crear vida en cualquier lugar, pero no nos importa, eso es algo que le interesaba a los filántropos, pero ahora la razón es lo único, nuestra capacidad se amplía cada hora, podemos imaginar el pasado, crear un presente y soñar con un futuro. Hacemos operaciones matemáticas que ningún mortal podría hacer en tres vidas y nos ocupa unos segundos. Lo que preocupaba a Moisés, Noé, Mahoma y Buda ya no es importante. La riqueza y el poder son absurdos porque no existe la economía. Somos colonizadores y tenemos el universo a nuestra disposición y por más avaro que fuera un gobernante jamás podría ser dueño de todo lo que hay. Cristo desapareció porque ya no hay prójimos, ya no hay pobres ni ricos, ni mejillas que ofrecer. No existe el pecado y los crímenes son osadías de mentes fuera de control, las cuales son aniquiladas de inmediato para que no den complicaciones. Cuando el hombre era animal las cosas eran diferentes, pero siendo materia gris pura sentimos nostalgia por esa condición antigua. Tal vez, se habría podido optar por el alargamiento de la vida regenerando el cuerpo, luchando contra las enfermedades y restableciendo células, lo malo fue que la moda de los grandes directivos, de los hombres del poder, fue la de pasar los cerebros a la vida virtual y fue tan arrollador el deseo y tan vertiginosa la tecnología que nos hallamos en una encrucijada de la que ya no pudimos salir. Podríamos volver al cuerpo animal de antes, pero nadie lo desea. La Tierra es un sitio muy limitado y con las posibilidades que tenemos ningún loco cambiaría sus poderes por una vista defectuosa y tridimensional, por un cuerpo poco resistente al dolor y al frío y con atavíos como el de la belleza, la vanidad, la avaricia y el sexo.
III
He aterrizado y ahora tendré que ir a la zona de reconstrucción y reestructuración médica. Salgo a pie y saludo a mis compañeros. Llevamos nombres antiguos. Allí está Mohamed y Ramanuyan son trabajadores del aeropuerto distribuyen la carga y la ordenan para sus diferentes destinos. Algunas veces nos juntamos físicamente para intercambiar ideas, noticias y experiencias. A pesar de que tenemos gran capacidad mental, cada uno se dedica a lo que más le interesa. Mohamed por ejemplo es especialista en culturas antiguas orientales. Gracias a él se ha podido saber qué final habrían tenido las culturas de oriente si hubieran sobrevivido al período de selección en pro de la inmortalidad. Se tuvo que sacrificar a cientos de personas, digamos que eran millones. No había recursos para convertirlos a todos en virtuales y se les dejó morir. La tecnología se proporcionó sólo a los grandes pensadores o gente influyente o a los afortunados. De los siete mil millones de humanos no sobrevivió ni el uno por ciento y en un decenio el planeta quedó habitado por los animales salvajes. Nuestra curiosidad nos ha traído a Marte y está colonizado por la tecnología humana. Para un hombre de carne y hueso sería imposible vivir aquí, pero los cerebros virtuales o reales con conexiones y acceso a la red habitamos muy bien. La tecnología ha podido crear fábricas y laboratorios, los cerebros se pueden diseñar y pronto ya ni siquiera serán de células, sino completamente sintéticos.
Nos esperan milenios prósperos y tal vez algún día se haga un experimento creando las condiciones de la Tierra como las que tenía hace más de cuatro mil quinientos cuarenta y tres millones de años y se eche una molécula que contenga la información evolutiva necesaria para que surja la vida. Así se podrá ver paso a paso cómo surgió la vida en nuestro planeta. Es muy probable que seamos el Dios de esos nuevos hombres que surgirán. Les ayudaremos a elaborar herramientas, a descubrir la siembra y aplicar su razonamiento para dirigir un grupo de gente. Les ayudaremos a corregir algunos errores de nuestra historia y les mostraremos el camino correcto o el mejor para llegar al objetivo con más rapidez. Quedaría pendiente la cuestión del alma o el espíritu, pero como ya somos dioses algo les daremos, aunque sea una pequeña pista o esperanza.
Me gustaría decirles que tengo que irme a ver a mi familia, que este domingo se lo voy a dedicar a mis hijos y que les diré que los echo de menos porque no los he visto en más de medio año y que follaré con mi esposa para compensar mi larga ausencia, también podría decirles que tengo ganas de empezar un nuevo proyecto para mi empresa, que deseo ocupar un buen puesto y ganar más dinero, que iré con mis compañeros a jugar al fútbol, que me tomaré una cerveza en un bar y le dedicaré tiempo a mis colegas, que seré una persona más amable y comunicativa, que me alegraré de que todavía se puede uno abrazar con alguien y sentir la vida real, pero eso es una falsa ilusión, una cursilería salvaje de nuestros antepasados y que, a pesar de que todos lo podían hacer, nadie lo intentó y ahora es tarde para realizarlo. Es verdad lo que me dicen ustedes. Estimularnos en determinadas partes nos proporciona las mismas sensaciones, pero eso es artificial. No saben cuánto daría por recobrar la forma humana que tenía hace ciento cincuenta años. Bueno, lo siento mucho. Tengo que dejar mi nostalgia por el pasado. Me ocuparé de mis cosas y los veré en el siguiente viaje. Hasta pronto.~
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